Editorial de altereconomia.org (noviembre 2008). Por Juan Torres López y Alberto Garzón Espinosa
El próximo sábado 15 de noviembre un grupo selecto de países se reunirán en Washington con el propósito de analizar la actual crisis económica mundial y hacer frente a sus consecuencias. Para algunos asistentes, como el presidente francés Sarkozy la cita debería servir para ir más allá, y recientemente ha propuesto comenzar con un proceso de refundación del capitalismo.
Sin embargo, estas duras palabras resuenan hipócritas en la boca de quien accedió a la presidencia de su país entre promesas de privatizaciones y avances en la liberalización de los mercados. Se trata más bien de una estrategia de marketing político encaminada a sacar tajada de una crisis que está revelando en los países desarrollados las miserias del capitalismo contemporáneo.
Ya el anfitrión de la cita, el todavía presidente estadounidense George Bush, ha reconocido que de refundación del capitalismo no quiere ni oír hablar. Únicamente, asegura, está dispuesto a “arreglar los problemas” actuales. Como si estos mismos problemas no se hubiesen generado precisamente por la propia naturaleza del sistema económico que él mismo defiende a ultranza.
La misma composición de la mesa que se reunirá en Washington nos deja entrever el verdadero alcance que puede tener la mencionada cita internacional. Tanto observando quiénes están como examinando quiénes no, resulta bastante evidente que los cambios venideros se realizarán, precisamente, para no cambiar nada. Más que para refundar, para reforzar el capitalismo.
No están los países más afectados por la crisis alimentaria, que es una consecuencia directa y gravísima de la crisis financiera original, así como tampoco están los países que durante tanto tiempo se han visto obligados a adoptar medidas de liberalización de los mercados financieros a instancias de las instituciones internacionales y de los países en desarrollo. No están porque su voz, crítica por necesidad a la luz de los resultados de los modelos económicos impuestos, resultaría demasiado molesta.
Sí están, en cambio, los países que desde la década de los ochenta han desregulado sistemáticamente el mercado financiero, posibilitando así la aparición de complejos instrumentos financieros que han estado en el origen inmediato de esta grave crisis. Son también los mismos países que han construido un discurso ideológico que ha servido de coartada para acrecentar hasta niveles extraordinarios las riquezas de los banqueros y de los más pudientes, mientras se ha ignorado absolutamente la precaria situación del resto de personas y países.
Son los mismos que han creado bancos centrales independientes, dotados de un inmenso poder y sin que su legitimidad emane directamente del pueblo, y cuya única preocupación ha descansado en la estabilidad financiera, mientras que en ningún momento han movido ficha para mejorar el nivel de vida de las personas. Son estos bancos centrales los que han sido incapaces de actuar para evitar la crisis y que, además, han fallado estrepitosamente en sus objetivos oficiales.
Son los mismos que con más entusiasmo han promovido la desaparición de los obstáculos al movimiento del capital, y que no han impedido la existencia de los paraísos fiscales, cuyo rol en esta crisis ha resultado especialmente decisivo.
Y son los mismos que en los momentos de crisis no han dudado en acudir en ayuda de los grandes entramados financieros, nacionalizando unas pérdidas que eran la consecuencia lógica de unas desmesuradas ganancias pasadas que, en cambio, acabaron en manos privadas.
Los que se reúnen este sábado son, en definitiva, los responsables de la crisis. Y representan, en realidad, a los bancos e instituciones que si bien han sido los culpables de la crisis son también los que han salido más fortalecidos y beneficiados de ella ¿Qué se puede esperar entonces de ellos?
Si de verdad se pretende modificar las bases del sistema actual es necesario tener presente varios planos sobre los que actuar de forma inmediata. En primer lugar, hay que modificar la naturaleza del sector bancario y reestructurarlo de forma que se funcione únicamente supeditado a las necesidades de la economía real. En segundo lugar, hay que regular concienzudamente los mercados financieros, haciendo absolutamente transparentes las transferencias y prohibiendo las especulaciones irracionales. En tercer lugar, hay que poner sobre la mesa el cuestionable papel del dólar como moneda dominante en la economía mundial. Y en cuarto lugar es necesario crear un gobierno mundial plenamente democrático, alejado de los lobbies y los grupos de poder actuales, que sea el encargado de tomar las medidas acordadas.
¿Estarán dispuestos los países que acudirán a la cita a afrontar estas cuestiones cruciales? ¿Hasta dónde estarán dispuestos a llegar?
Es ahora cuando las voces discordantes con el poder deben alzarse, unidas, y reivindicar el espacio que le corresponde a la democracia y a un nuevo sistema internacional más justo y sostenible. Pues de otra forma la democracia estará condenada a ser esclava de las exigencias del capitalismo más feroz y miserable. Y ese estado de las cosas conlleva muchos perdedores y muy pocos ganadores.
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