Publicado en La Opinión de Málaga. 21-11-2004
Los nuevos datos que acaban de publicarse indican que los precios de la vivienda siguen aumentando. Es verdad que el altísimo incremento del 17,18% interanual hasta el momento es algo menor que el del año anterior (17,42%), como ha destacado la Ministra Trujillo para poder consolarse, pero sigue siendo muy elevado.
Sin duda es pronto para poder afirmar que este Gobierno es impotente para atajar el problema. Pero sí podemos advertir ya que, al menos de momento, tampoco se están afrontando las medidas de reforma estructural profunda que serían imprescindibles para poder atajar la escalada de los precios inmobiliarios.
El efecto de la subida que se viene registrando sobre el bienestar social queda patente si se tiene en cuenta que en España la adquisición de vivienda requería el 27% de la renta familiar en 1997 mientras que ahora hace falta dedicar a ello el 44% de los ingresos. Y mucho más en alguna comunidad, como Madrid, en donde se requiere el 62%.
Esto es especialmente grave en España en donde, a diferencia de lo que ocurre en otros países, no existe un amplio mercado de alquiler que palie las barreras de entrada existentes en el de propiedad.
Es verdad que se trata de un problema complejo, de difícil solución y que no afecta solamente a nuestro país. En Estados Unidos o en Francia, por ejemplo, se está padeciendo un proceso parecido, aunque es lógico que en cada lugar se manifieste con rasgos diferenciados y que, en consecuencia, sean necesarias políticas particulares en cada uno de ellos.
Pero a pesar de su complejidad, están bastante claros algunos factores que desencadenan el problema y sobre los cuales, sin embargo, apenas si se están aplicando políticas de corrección.
Lo que principalmente ha ocurrido en el mercado de la vivienda es algo que se ha producido a veces en otros muchos mercados, que ha cambiado radicalmente de naturaleza y de lógica de intercambio. En lugar de seguir siendo un mercado en donde la oferta se encamina a proporcionar un producto que satisface la demanda de alojamiento familiar o residencial, el de la vivienda se ha convertido en un mercado refugio, en donde va el ahorro para adquirir un activo muy seguro y en donde se pueden obtener plusvalías mucho más elevadas que en otros mercados como el financiero o el bursátil. Esta demanda, a la que se suma la que realizan las familias que hacen el sobreesfuerzo necesario para adquirir una vivienda a precios de activo especulativo, es la que sube el precio.
El resultado de eso es que en el mercado hay dos demandas pero sobre ambas predomina la lógica de la especulativa. La demanda de vivienda en sentido estricto es limitada, viene marcada por el número de hogares que se constituyen o por las necesidades efectivas de alojamiento, bien de primera o segunda residencia. Si solo existiera esa demanda, la oferta se ajustaría más o menos a ella, como ocurre en cualquier mercado, y se formaría un precio de equilibrio más o menos satisfactorio para ambas.
Pero la demanda de signo ahorrador o especulativo es muy superior a la oferta, lo que eleva el precio y anima a los promotores a colocar viviendas en el mercado sin miedo a la sobreoferta. Primero, porque la demanda especulativa es muy elevada. Segundo, porque aunque fuera insuficiente y quedaran viviendas sin vender, como realmente ocurre, se ha alcanzado ya un precio que es remunerador incluso en el caso de no realizar la oferta al ciento por ciento.
El lógico resultado de ello es que una gran parte de la demanda de vivienda en sentido estricto queda insatisfecha porque el precio de mercado viene dado por la demanda especulativa y es, por tanto, demasiado elevado.
La circunstancia fatal de este proceso es que los poderes públicos no sólo no lo han corregido sino que lo han exacerbado. Ha sido el sector público el que ha fomentado el uso del suelo para crear oferta destinada a la demanda especulativa. No solamente no ha preservado un mercado destinado a la vivienda a precios accesibles, sino que ha estado a punto de hacerlo desaparecer.
Ha sido así, unas veces, porque mantenía una clara complicidad con los intereses de los promotores inmobiliarios y constructores. Otras, porque se ha limitado a aprovecharse de las migajas que el proceso generaba. Y otras, porque al fomentar la construcción de esta manera sólo trataba de aprovecharse de su gran impacto sobre el crecimiento económico.
Pero sea cual sea la razón, lo cierto es que lo que ha ocurrido es que los poderes públicos han abdicado de su obligada función de salvaguardar los intereses colectivos. Así lo demuestra la reducción en el suelo dedicado a las viviendas sociales de todo tipo y la actitud de dejar hacer que han mantenido. Cada vez que oíamos a un ministro o a un consejero vanagloriándose de que se alcanzaban altas tasas de crecimiento económico, ocultaban que se estaban produciendo a costa de esta elevación perversa y antisocial en los precios de la vivienda. Por eso es muy ingenuo, o muy cínico, decir que se combate el elevado precio de la vivienda al mismo tiempo que no se hace nada por modificar el modelo que se basa en la burbuja inmobiliaria para generar crecimiento económico.
Para resolver el problema, suponiendo que sea verdad que se quiere resolver, ahora hay que desarmar el complejo nudo que se ha formado.
Lo primero es reforzar el poder de los poderes públicos. Es una evidencia indiscutible que las burbujas inmobiliarias se han producido justo cuando los gobiernos han dado marcha atrás, cuando han renunciado a la regulación social del mercado inmobiliario. Por lo tanto, si se quiere corregir el proceso, lo que hay que hacer ahora es justamente reforzar el interés y el poder público en este ámbito.
En segundo lugar, si se quiere preservar a la vivienda del caos a donde la ha llevado la lógica de la especulación se debe considerar que el disfrute de una vivienda es un derecho social que debe tener plena exigibilidad. Y que, en consecuencia, los gobiernos, en cualquiera de sus niveles, deben garantizar, antes que nada, que ese derecho se disfrute por todos los ciudadanos.
No tengo nada en contra de que los que tengan dinero suficiente jueguen entre ellos al monopoly con viviendas de verdad, para tener cada vez más dinero con el que seguir jugando al monopoly. Pero ¿hemos aceptar como algo inevitable e indiscutible que ese derecho se anteponga al de disfrutar de una vivienda? ¿Hemos de dejar sin más que los que tienen recursos de sobra impongan su lógica sobre aquellos que, por su causa, no pueden disfrutar de derechos sociales básicos?
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