Publicado en La Opinión de Málaga el 9-01-2005
La semana pasada comentaba en esta columna lo difícil que nos resulta aceptar las tragedias, la muerte de miles de personas sin razón alguna y la desolación que produce contemplar impotentes el sufrimiento de tantos seres inocentes.Van pasando los días y se extiende por el mundo otra ola gigantesca, pero ahora de generosidad que se eleva sobre la contribución callada de millones de personas. Por modesta que pueda ser la ayuda de cada uno de nosotros se confirma de esta forma que la solidaridad es la única práctica sobre la que se puede sostener un planeta más justo y sostenible.
Lo que resulta una verdadera desgracia, quizá mayor aún que la que han sufrido los millones de muertos y afectados, es que también en estos momentos se hace patente el egoísmo desenfrenado y la maldad humana en sus manifestaciones más desgarradoras. Se están prodigando los secuestros de niños y la organización Women and Media Collective está denunciando casos de violaciones y agresiones contra mujeres y niños en los campos de refugiados. Mientras que las gentes humildes ayudan sin cesar y donan sus propias riquezas e ingresos, las burocracias se muestran incompetentes para distribuir las ayudas y muchos grupos mafiosos negocian con los recursos para obtener pingües beneficios.
Algunos líderes políticos también han dado muestra de sus verdaderas prioridades y de su catadura moral. Blair tardó una semana en anular sus vacaciones. Casi 45 veces más muertos que los que hubo en las Torres Gemelas no parece que le llamaran suficientemente la atención como estadista mundial.
Pero el que se ha llevado una vez más la palma en ramplonería y despreocupación ha sido George W. Bush. The Washington Post informó que mientras la ola mataba a cientos de miles de personas de setenta países, muchos de ellos compatriotas suyos, el Presidente norteamericano «trabajó en el jardín, salió a pasear con su esposa, anduvo en bicicleta y se preparó para la visita de unos amigos». Sólo tres días después se pronunció públicamente y ofreció una ayuda, dijo él mismo, “generosa”.
Esa generosidad se tradujo inicialmente en una ayuda financiera de 15 millones de dólares que, según un editorial de New York Times, representaban «menos de la mitad de lo que el Partido Republicano gastará en la fiesta de investidura» de Bush que se celebrará a finales de enero.
Fue tan ridícula la propuesta que la Casa Blanca rectificó más tarde y anunció que la ayuda sería de 35 millones de dólares, una cantidad, sin embargo, que a ese mismo diario seguía pareciendo una “tacañería” que “sólo representa una miserable gota de agua en el océano».
No creo que se trate de algo meramente simbólico sino de una expresión bien clara de lo que en realidad preocupa a Bush y a su gobierno. Ha terminado dedicando a los damnificados asiáticos el equivalente a unas tres horas de bombardeo en Irak. Esa es la cuestión.
Pero ni siquiera esa desvergonzada ruindad es lo peor de su comportamiento. En realidad se repite la historia de otras tragedias similares en la que las grandes potencias no han sabido conjugar, como casi cada día les ocurre, el verbo ayudar.
Después del terremoto de 2003 Irán recibió promesas de ayuda por valor de 1.000 millones de dólares. Al final sólo ha recibido 17 millones. Dar a los demás no es lo que mejor practican los ricos y sus gobiernos.
El problema más grave y lo que constituye una amenaza realmente preocupante para el futuro es que Estados Unidos está bloqueando las soluciones que expertos y organismos internacionales proponen para evitar catástrofes de este tipo en el futuro y, en general, para que no se produzcan desequilibrios climáticos y energéticos que atenten contra la seguridad y la vida en el planeta.
No es casualidad que días antes del sunami se hubiera celebrado otra cumbre mundial sobre el clima en la que Estados Unidos se volvía a mostrar completamente reacio a suscribir compromisos efectivos de supervivencia planetaria.
En lugar de ello, se está haciendo público en los últimos tiempos que el ejército estadounidense está desarrollando estrategias de guerra climática para atacar a lo que llama “naciones canallas”, una manifestación más, por cierto, no sólo de irresponsabilidad inmoral, sino también de suprema estupidez, pues es realmente increíble que alguien mínimamente lúcido pueda pensar que se puede hacer ese tipo de actuaciones en un lugar del planeta sin terminar por sufrir uno mismo su efecto destructor.
Es igualmente desoladora la negativa constante a financiar sistemas de alerta que protejan a los países y las zonas más pobres del planeta. En las tres horas que más o menos debió haber tardado la ola en desplazarse desde su epicentro a las costas más lejanas que ha arrasado se podía haber actuado para evitar docenas de miles de muertes. Algunos expertos han calculado que un sistema de alerta adecuado hubiera costado aproximadamente la cuarta parte de lo que cuesta uno de los cientos o miles de los misiles que se han lanzado sobre Irak.
No le vendría mal a Bush que le recordaran que fue el propio David Eisenhower quien dijo que “un pueblo que valora más sus privilegios que sus principios termina perdiendo los dos”.
Es verdad que la desgracia la causa una ola imparable nacida sin más del fondo de los mares pero el problema que tenemos los seres humanos es que nos está invadiendo una ola mucho mayor de egoísmo e irracionalidad.
¿Hay algo más repugnante que el comportamiento de los bancos y cajas de ahorro que se dedican a aumentar sus beneficios cobrando las transferencias con las que millones de personas, muchas de ellas sumamente humildes, tratan de ayudar desde el anonimato a las víctimas que ni siquiera conocen?, ¿es que acaso no hay manera de condenar y evitar esa práctica inmoral y vomitiva?
El ejemplo que están dando los que tienen recursos, los que disponen de poder y dinero para hacer posible que estas catástrofes no produzcan efectos tan dramáticos y para procurar que no se repitan en el futuro es realmente deprimente. Reflejan sin disimulo su alma podrida. Decía Napoleón que al hombre lo guían dos fuerzas, el miedo y el egoísmo. Parece que algunos se han empeñado en que las suframos una detrás de otra mientras que ellos se regodean en sus riquezas.
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