Publicado en la Opinión de Málaga el 24 de julio de 2005
Hace ya unos años, un antiguo cigarrero y finalmente percusionista ocasional me enseñó con detalle La Habana Vieja. Me dijo al comenzar nuestro recorrido que las ciudades y el ron hay que caminarlos, así que se echó a la calle y no paró de andar y de contarme una historia detrás hasta que se hizo bien de noche. A media tarde nos cruzamos con un grupo de habaneras de ébano, las miró de largo y sentenció de nuevo: «los amores rotos también». Tomé nota.
Es verdad que no es posible descubrir una ciudad sin caminarla. Llevaba razón mi amigo y siempre que puedo procuro hacerlo, aunque no es nada fácil. Los que viajamos demasiado a menudo estamos siempre haciéndonos el mismo e incumplido propósito: para el próximo viaje, nos decimos, me tomaré más tiempo y veré a fondo la ciudad. Algo que casi nunca, o al menos a mí, termina por ocurrir… salvo en alguna memorable ocasión, como la que acabo de disfrutar nada más y nada menos que en París.
Suele ocurrir que, cada vez que se camina una ciudad, se descubren lugares distintos aunque se pase por los mismos sitios y se perciben sabores y encantos diferentes aunque se esté recorriendo por enésima vez los lugares de siempre. Mi amigo habanero me decía que eso mismo le pasaba a él con el ron y yo le comenté, como el que no quiere la cosa, que también encontraba penas distintas siempre que rememoraba tiempo después los mismos amores rotos.
Mi París caminado de esta vez me ha deparado algo especialmente nuevo y delicioso: los ojos en continua admiración de mi hijo que descubría por primera vez Notre Dâme, el Louvre sin fin, la Torre imponente, el Centro Pompidou, el Panteón… todo lo que espero que a partir de ahora sea para él su París, y la que sueñe caminar mil veces sin descanso.
Pero las caminatas dan para mucho y esta vez me ha resultado también especialmente llamativo la expresión continua de la memoria de París. Siendo, como es, la ciudad del exceso, había de tener recuerdos sin límite y mientras caminaba sin descanso he ido descubriendo las lápidas, los monumentos, las exposiciones, las llamadas de atención que continuamente rememoran, una vez, la Comuna; más allá, la liberación; otra vez, el sufrimiento judío; y siempre, en cada una de las banderas, la grandeza que ellos mismos conceden a su República.
A cada paso, casi en cada monumento, en cada centro oficial sólo tres palabras que de esa forma es muy difícil que se puedan olvidar: Liberté, Égalité, Fraternité. Y en docenas de esquinas o paredes pequeñas lápidas que recuerdan que allí hubo un caído por la libertad, en defensa de la República frente al nazismo, un resistente que por modesto que fuera no se quiso olvidar porque su acción se reconoce heroica y ejemplar.
Calle a calle, o en la agenda de los museos, se constata permanentemente que París recuerda y que se empeña por mantener vivo en la memoria el sufrimiento que llevó consigo conquistar y defender la libertad y la democracia.
Allí se honra a quienes dieron su vida por la república, a quienes murieron deteniendo el nazismo. En una esquina la placa es de un estudiante, en otra pared se recuerda a un comisario de policía, más allá se menciona que fue en ese edificio donde comenzaron a reunirse los primeros grupos de la resistencia, pero en todos los lugares hay una misma intención, recordar la dignidad de supone defender la libertad y la infamia que es destruirla.
Me ha chocado todo esto por el contraste que supone respecto a nuestro país. Los franceses honraron en agosto pasado los sesenta años de la liberación de París y recordaron especialmente la contribución decisiva que hicieron los republicanos españoles. ¿Quién se acordó aquí de aquellos demócratas que vencidos en su país tuvieron que hacer suya otra bandera para seguir defendiendo la libertad?
La memoria es lo que permite que mantengamos vivo el ejemplo que hemos de seguir y que recordemos constantemente lo que no podemos volver a repetir. Todos los países democráticos recurren a la memoria para educar y fortalecer la pulsión libertaria y para reforzar el respeto a la democracia. Nosotros no.
Es curioso que unos pocos años de infamia colaboracionista hayan tenido como respuesta en Francia su constante recuerdo y repudio y que cuatro décadas de fascismo en España, que debieran haber necesitado una higiene social mucho más contundente, se hayan querido despachar como si aquí no hubiera ocurrido nada.
Y lo curioso es que cuando ahora se intenta recomponer nuestra memoria histórica o sencillamente restaurar el honor y el recuerdo de los que sufrieron, los que fueron cómplices, cuando no operadores directos de la infamia, protesten diciendo que se quiere remover el pasado y que eso es negativo para la convivencia, olvidando que lo que se quiere hacer es ejemplarizar recordando, precisamente, para evitar que la convivencia vuelva a destruirse como la destruyó el franquismo.Si valorásemos en lo que vale la convivencia civilizada, el respeto a quien piensa de modo diferente, la libertad de los demás, la vida ajena, la democracia y la pluralidad estaríamos removiendo constantemente el pasado franquista para que los jóvenes y los mayores grabáramos para siempre entre nuestras convicciones más profundas que no podemos volver a repetir una experiencia como el franquismo.
Obviamente, cuando no lo removemos, lo que sencillamente hacemos es mirar a otro lado, dar por bueno un comportamiento social que destruyó las bases de la convivencia, que asesinó y torturó, que privó de libertad a millones de personas. Es curioso que todo el mundo repudie, por ejemplo, a Mussolini y al fascismo italiano y que no se pare a cuestionar que en el régimen de Franco hubo más crímenes y asesinatos políticos.
Vivimos unos tiempos curiosos. Unos, los nacionalistas periféricos, se empeñan en hacernos creer que España no existe y otros, los nacionalistas carpetovetónicos, que España son solo ellos . Frente a esas dos posiciones excluyentes deberíamos ser capaces de generar un sentimiento ciudadano de pertenencia que nos haga sentirnos orgullosos de lo que somos incluso como nación de naciones.
Pero ningún pueblo puede labrarse un futuro digno y coherente sin reconocerse en su pasado. Por eso es preciso reconstruir nuestro recuerdo histórico de modo que no se pierdan de vista las referencias que realmente permiten alimentar la libertad y la democracia, y no lo contrario.
Milan Kundera puso de relieve con gran claridad lo que habitualmente nos suele ocurrir: «la sangrienta masacre de Bangladesh cubrió rápidamente el recuerdo de la invasión rusa de Checoslovaquia, el asesinato de Allende ensordeció los gemidos de Bangladesh, la guerra del desierto de Sinaí hizo que la gente se olvidara de Allende, la masacre de Camboya que se olvidara el Sinaí, y así sucesivamente». Esto es lo que nos hace democráticamente torpes y lo que nunca nos debería ocurrir: no debemos olvidar. Menos mal que, también para ello, siempre nos quedará París.
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