Publicado en Temas para el debate, nº 129-130, agosto-septiembre de 2005
Llegamos al verano con una agenda económica en la que pesan los mismos graves problemas de años y casi de decenios anteriores. Los gobernantes de los ochos países más ricos se vuelven a reunir anunciando voluntades de ayuda que venden con grandes alardes pero que en la práctica vuelven a dejar sin solución efectiva los grandes problemas de la humanidad. Su responsabilidad directa en los desaguisados económicos del planeta es cada vez más evidente: hasta los recientes conciertos del Live 8 han insistido en poner sus rostros y nombres bajo la vigilancia de millones de personas. Pero no parece que eso les arredre demasiado.
Es curioso la falta de sintonía entre sus asuntos, al menos los que hacen públicos, y los que debaten los ciudadanos y los científicos más responsables.
En los últimos meses hemos vuelto a tener noticias dramáticas sobre el calentamiento del planeta, en una parte importante vinculado al modelo oirracional de consumo energético. El informe 2005 de las Naciones Unidas sobre los Objetivos del Milenio ha puesto de relieve también que será prácticamente imposible que se puedan conseguir los ya de por sí limitados propósitos relativos a la erradicación de la poibreza, del sufrimiento y la desigualdad. Un año más, la Organización Internacional del Trabajo mostraba que se alcanza una cifra record en el desempleo mundial. Hasta el tsunami, como decía el Presidente Lula, se convirtió en la «metáfora de un siglo», de «una civilización que arroja oleadas de muerte contra su propia infancia».
Las respuestas a todo ello son tan limitadas, sin embargo, que pueden considerarse prácticamente inexistentes.
Lo que está ocurriendo en la economía planetaria es que los problemas globales comenzaron a cambiar de naturaleza desde hace tiempo mientras que las políticas siguen siendo del mismo tipo que en épocas pasadas.
Los gobernantes insisten en hablar de crecimiento, de competitividad, de mercados, de flexibilidad… mientras que en la sustrato ya no tan profundo de las economías se producen mutaciones que, sin respuesta, degradan las condiciones de vida y debilitan la capacidad de crear riqueza efectiva para toda la población mundial.
La economía convencional y las políticas económicas al uso siguen sin enfrentarse al insostenible divorcio que se está dando entre la actividad productiva y su base física. Al renunciar a ser una verdadera economía ecológica deriva hacia lo que Castoriadis deplora como la falsa utopía de creer que se puede alcanzar el crecimiento continuo sobre una base física limitada y cada vez más agotada.
El problema es que para poder acoplar el proyecto productivo con la conservación de nuestro imprescindible entorno físico es preciso provocar un auténtico giro copernicano en la economía, consistente, sobre todo, en ir más allá de lo monetario. Sólo asumiendo que lo que debe ser objeto de gobierno económico no es solamente la actividad que se refleja en valor dinerario podríamos contabilizar efectivamente el gasto y la rentabilidad de la energía de la que disponemos a nuestro alrededor y evitar, así, la destrucción de nuestro planeta.
La plena incorporación de China a los mercados mundiales, en cuanto a consumo de masas o demanda de energía se refiere, hará evidente de poco tiempo que asumir esta nueva perspectiva es imprescindible, simplemente, porque es imposible que en nuestro planeta se pueda seguir reproduciendo el modelo energético hasta ahora exclusivo de las grandes potencias occidentales y Japón.
También puede parecer un asunto demasiado teórico y quimérico plantear la naturaleza de los sistemas de incentivos sobre los que vamos a hacer que siga moviéndose la actividad económica. Pero lo cierto es que el afán de lucro, la dinámica de mercado y el fortalecimiento del beneficio como detonante de la iniciativa económica están generando una exclusión sin precedentes en nuestro mundo. Por el contrario, la promoción de fórmulas cooperativas, las nuevas fuentes de microfinanciación, la creación de redes que se basan en la voluntariedad y en el parternariado más que en la competencia, o las empresas regidas por criterios de responsabilidad social, por poner sólo unos cuantos ejemplos de opciones alternativas, son las vías que se están mostrando más eficaces para lograr un nuevo estilo de eficiencia productiva más equitativa y sostenible.
Se sigue soslayando también un asunto de naturaleza bastante elemental. El discurso de los derechos humanos y de la democracia no es creible cuando se formula completamente a espaldas de la vida económica. Como también se encargaba de señalar el Presidente Lula, «el 45% del poder de decisión en el Banco Mundial pertenece a los siete países más ricos. Cinco economías centrales retienen el 40% de los votos en el Fondo Monetario Internacional, mientras veintitrés naciones africanas postradas por el hambre tienen sólo el 1 por ciento». ¿Cómo va a ser posible así que los más pobres consigan que los ricos renuncien a los privilegios que provocan su miseria? ¿Cómo se va a lograr que se asuman los más elementales niveles de solidaridad internacional? Hace más de treinta años que se propuso el objetivo de dedicar un mínimo 0,7% del PIB a ayuda al desarrollo. Sólo cinco países del mundo lo cumplían en 2003 según Intermon-Oxfam: Noruega 0,92%, Dinamarca 0,84%, Holanda 0,81%, Luxemburgo 0,80% y Suecia 0,70%). Las grandes potencias se mantienen en niveles ridículos: Estados Unidos 0,14%, Japón 0,20%, Francia 0,41% o Gran Bretaña 0,34%. España dedicaba ese año el 0,23%.
En otros ámbitos más concretos se manifiestan de igual manera los resultados inaceptables de la inercia con la que se formulan las políticas económicas. Mientras que se sigue discurseando en torno a la conveniencia del librecambio o de la moderación salarial para lograr competitividad, una vaca europea recibe cuatro euros de subsidio, el doble de lo que ganan la mitad de los trabajadores del mundo. Y mientras que se dice que se gobierna un planeta en constante revolución tecnológica, resulta que el 65% de la población no ha hecho nunca una llamada telefónica o que en Africa subsahariana o el sur de Asia la población con acceso a internet no llega ni al 4% del total.
Algo parecido en el mundo de las finanzas, que se han constituido en un universo privilegiado de donde surgen beneficios sin cesar, pero que cada vez cumplen menos con su teórica función de proporcionar recursos a la actividad productiva para generalizar la actividad puramente especulativa.
En otras ocasiones históricas los gobiernos han ido por delante de los teóricos, recurriendo a medidas pragmáticas para hacer frente a las situaciones problemáticas y anticipando soluciones que luego han ido siendo sistematizadas por los científicos y pensadores. Hoy día está ocurriendo todo lo contrario: los gobiernos se están convirtiendo en los máximos retardatarios de las transformaciones necesarias a escala internacional ahogando, además, la posibilidad de que se abra paso el discurso alternativo aunque, para ello, tengan que recurrir a limitar el debate social y la transparencia, es decir, la propia democracia.
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