Publicado en Temas para el Debate nº 135, febrero 2006
El comercio internacional quizá sea el ámbito social en el que mejor se muestra la falsedad y el cinismo con que los poderosos justifican las políticas que mejor les convienen. Desde hace mucho tiempo, pero más aún en los últimos años, se viene insistiendo en que la libertad total de comercio, el librecambio, es más conveniente para todas la naciones pero nada es más falso.
Lo que la teoría económica demuestra es que un régimen de librecambio sería más ventajoso solo si se cumplieran una serie de condiciones: que los agentes económicos beneficiados en un país compensaran a los perdedores, que los trabajadores despedidos en las industrias afectadas por la apertura encuentren empleo en otros sectores y allí obtengan el mismo salario que antes, de modo que no se produzcan cambios en la distribución de sus ingresos, que no existen costes derivados del ajuste estructural que haya que hacer para adaptarse a las condiciones impuestas por la competencia exterior y, en general, que se dé una situación de «competencia perfecta».
Cualquiera que conozca mínimamente el funcionamiento de las realidades sociales y económicas sabe que esas son condiciones modélicas de imposible cumplimiento, de modo que es científicamente insostenible afirmar que las ventajas del librecambio se den de verdad.
La prueba más palpable de ello seguramente sea el hecho de que los poderosos que pueden ajustar las condiciones económicas a su conveniencia no son librecambistas en su práctica comercial diaria.
Con la retórica de la libertad de comercio se ha obligado a que los países más débiles abran sus fronteras, dejando entrar sin trabas a los productos provenientes de los países ricos. Pero estos, por el contrario, han protegido a sus industrias, a sus empresas y a sus trabajadores. ¿Por qué Estados Unidos, Japón, y la Unión Europea que tienen poder suficiente para imponer cualquier régimen comercial no abren sus fronteras si de el librecambismo de verdad es tan ventajoso para todos y, por tanto, para ellos?
Las grandes potencias han sido las que han establecido el régimen asimétrico que domina el comercio internacional desde hace décadas y que ha traído unas consecuencias indiscutibles: la protección ejercida en los países ricos bajo diversas formas (ayudas a la exportación, aranceles, barreras burocráticas o ayudas directas a los productores) ha permitido que sus mercancías, mucho más caras en origen, se hayan hecho con el comercio mundial, desplazando a la producción proveniente de los países obligados a no realizar esas prácticas. Eso es lo que explica que cuando alguien entra en un supermercado de Argentina, de Ecuador, de Gabón o de Costa de Marfil se encuentre con carne, con cereal, o con leche, por poner unos pocos ejemplos, procedentes de países ricos que resultan más baratos solamente gracias al proteccionismo dominante.
El efecto directo de todo ello ha sido el desmantelamiento gradual de la agricultura y de la industria que en esos países pobres generaba empleo, ingresos y satisfacción de los mercados internos.
Ahora, como ha ocurrido en torno a la última Cumbre ministerial de la Organización Mundial del comercio celebrada el pasado mes de diciembre, desde los países ricos se dice que se quiere contribuir al desarrollo y que están dispuestos a eliminar sus trabas al comercio. Pero se vuelve a mentir descaradamente.
En la cumbre de la Organización Mundial del Comercio del pasado mes de diciembre se acudía con ese espíritu, acuciados los más ricos por la presión del G-20 y de la crisis galopante de los países más pobres del planeta.
Los países ricos han vendido que están dispuestos a eliminar los subsidios a las exportaciones en 2013 pero ocultan que, incluso si se consiguiera, solo se trataría de una minúsculo parte de las transferencias y ayudas que se reciben: menos del 4% en la Unión Europea. Estados Unidos también se ha comprometido a eliminar esas ayudas para el algodón pero constituyen solo el 10% del total de las que recibe el sector: seguirá habiendo, por tanto, una decisiva protección porque las ayudas directas o los aranceles prácticamente no se tocan.
Incluso lo que se toca es perjudicial para los países pobres porque se ha aprobado un sistema de penalización de los aranceles más elevados pero esos son en la mayoría de las ocasiones lo que aún pueden establecer algunos países más débiles, de modo que apenas si se afectará a los que establecen los ricos.
Y eso sin mencionar que cuando se eliminan las barreras directas o los aranceles (como ocurre desde 2003 con la exportación de medicamentos genéricos) se establecen tantas trabas burocráticas que ningún país puede acogerse de hecho a esas facilidades.
Para colmo, los escasísimos avances que se han podido conseguir favorables a los países pobres se han dado a cambio del compromiso de estos de abrir su sector de servicios básicos como el agua o la electricidad, que serán los recursos estratégicos del siglo XXI y en donde toman lugar las grandes multinacionales con el apoyo de los gobiernos de los países más ricos.
El discurso actual sobre el comercio internacional es, en consecuencia, doblemente falso.
Lo es, en primer lugar, porque no es cierto que los países ricos estén dando pasos decisivos para eliminar el proteccionismo que ejercen sobre sus sectores estratégicos. Los tímidos avances que se están consiguiendo se dan a cambio de concesiones mucho más costosas en el futuro (y, por cierto, también de otras muy graves en temas medioambientales).
En segundo lugar, es un discurso falso porque se está haciendo creer que lo que perjudica a los países pobres es la autoprotección con que actúan los ricos. Es una gran mentira porque lo que de verdad perjudica a los pobres no es el proteccionismo de los ricos sino el régimen desigual que permite a los ricos protegerse y que obliga a los pobres a renunciar a cualquier tipo de salvaguarda. El daño no lo hace el proteccionismo sino la desigualdad.
De hecho, lo que están haciendo los países ricos es ir avanzando en la liberalización comercial solo en aquellos sectores en los que el régimen de asimetría ya ha destruido la competencia: se van dejando de dar ayudas a los productos que a base de todos los apoyos anteriores ya se han hecho dueños de los mercados mundiales.
Por eso, la mejor alternativa para el comercio internacional, la verdaderamente más beneficiosa para todos, no puede ser avanzar hacia la completa liberalización (incluso en el caso de que los ricos estuvieran efectivamente dispuestos a ello) porque si hay algo materialmente injusto es establecer un régimen de iguales entre los desiguales. Lo que necesitan los países empobrecidos es precisamente protección y eso es lo que obliga a pensar en otros términos, en los de un nuevo proteccionismo, no vinculado a intereses oligárquicos como el de otras épocas, sino al desarrollo endógeno, a la creación de empleo y a la justicia social.
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