Hoy martes anuncia la prensa que el Banco Bilbao Vizcaya Argentaria ha adquirido por 2.160 millones de dólares la entidad financiera estadounidense Texas Regional Bancshares, así como el banco tejano State National Bancshare, por 480 millones de dólares.
Ayer, se informaba que la Corporación Empresarial Roca había cerrado la compra del grupo líder en la fabricación de sanitarios de gama media en el mercado chino, por un total de 25 millones de euros. La misma empresa que compró en marzo otras empresas en en Croacia, Rumanía y Malasia por otros 50 millones y el 50% de la india Parryware por la misma cantidad.
Telefónica compró hace poco el 5% de China Netcom por 420 millones de euros. Una minucia comparada con los 26.094 millones de euros que le costó comprar el año pasado O2.
Hace año y pico el Banco de Santander compró el banco Abbey por 13.000 millones de dólares.
Sólo de 2004 a 2006 y en China, la inversión de empresas españolas ha pasado de 46 millones de euros en 2004 a 120 millones en 2006.
Son algunos ejemplos tomados casi al azar que ponen de relieve lo que está ocurriendo en la economía española: las empresas ganan cada vez más dinero gracias a los salarios de miseria y al empleo temporal, a la continua disminución en sus cargas fiscales y a su vinculación con la especulación inmobiliaria.
Pero esos beneficios no se están aplicando a la propia economía española sino que están saliendo continuamente para engordar los negocios comprando y especulando fuera de nuestras fronteras. Un proceso que cuenta, para colmo, con el decidido apoyo del gobierno, que proporciona suculentas ayudas para «Estimular las grandes inversiones de empresas españolas en el Exterior».
Esa continuado proceso está desertizando nuestro aparato productivo, que es cada vez menos potente e innovador debido, precisamente, a que escasea la inversión de las empresas que dedican sus recursos al exterior. Eso es lo que está produciendo, entre otras cosas, que nuestro déficit exterior sea en términos relativos incluso mayor que el de Estados Unidos, una barbaridad que expresa que nuestra economía está dejando de ser competitiva por momentos. Como no puede ser de otra manera si las empresas más grandes aplican sus mejores recursos a comporar en el exterior.
Al mismo tiempo que se producen estos macronegocios, los inmensos «pelotazos» que las empresas españolas dan en el exterior, con su secuela de altísimos beneficios para sus propietarios, los salarios en España crecen hacia atrás y están ahora al nivel real de los de 1997. Tampoco puede ocurrir de otra forma porque la fórmula de donde se obtienen los recursos para hacer esas grandes operaciones es bastante fácil: ganan ellos, perdemos nosotros, y viceversa.
Lo increíble y sencillamente imperdonable es que los partidos progresistas no solamente no se levanten contra esta barbaridad, sino que permanezcan prácticamente impasibles ante lo que está sucediendo. Por no hablar de la derecha liberal del Partido Socialista que gobierna la economía y que se siente ufana (con el beneplácito de los grandes empresarios y financieros) de haber facilitado estos macronegocios.
Lo que está ocurriendo en España, cuando se alcanzan estos niveles de beneficios tan extraordinarios y, al mismo tiempo, se le reducen los impuestos a las rentas del capital y cuando todo ello se produce restringiendo los salarios, degenerando las condiciones de trabajo y endeudando a las clases medias y trabajadoras, es una verdadera aberración moral, una injusticia histórica y una irracionalidad económica, porque nos lleva a una situación verdaderamente insostenible.
Las empresas que tienen cada vez más beneficios son las que disfrutan de condiciones cada vez más favorables para contratar y despedir y volver a contratar pero en peores condiciones, sin que los trabajadores puedan hacer nada más que aceptarlas o buscarse otro empleo. Sólo eso es lo que les está permitiendo ganar tantísimo dinero y por eso se puede decir que el origen de esos grandes negocios es ilegítimo, el resultado de un gigantesco trasvase de rentas del trabajo al capital favorecido por el gobierno que, en lugar de paliar la desigualdad que crea el mercado capitalista, la agudiza con las políticas fiscales regresivas que se vienen aplicando.
Los sindicatos, mientras tanto, miran a otro lado, preocupados sobre todo como están en organizar sus negocios, sus cursos fantasmas de formación, en pagar la nómina millonaria de sus funcionarios y «liberados» o en organizar los servicios de ocio o los fondos de pensiones que sólo pueden disfrutar los trabajadores que tienen el privilegio de tener un empleo estable, cada vez más escasos.
Para colmo de males en este contexto, la política se dedica a debatir sobre territorios, en lugar de poner de manifiesto el poder tan desigual de los grupos sociales, mientras que los poderes mediáticos alimentan a la extrema derecha y a sus discursos populistas para provocar un clima de confusión generalizada y de enfrentamiento civil que dificulte aún más la discusión social y lleve a la frustración y al enclaustramiento.
Frente a todo ello, los proyectos sociales se difuminan y la inmensa mayoría de la gente no percibe hoy día otro horizonte que no sea el de su mera y propia supervivencia, que pasa simplemente por pagar la hipoteca y cuidar que a uno no lo echen de su puesto de trabajo, sea cual sea, en todo caso, el salario que acepten darle.
Es muy difícil que se pueda salir de esta situación, como tienden a hacer las corrientes de izquierda, por el simple procedimiento de perfeccionar, singularizar y radicalizar nominalmente la oferta que se le hace a los individuos, tratando de enrocarse en principios muy pulcros pero nada operativos a la hora de concienciar e ilusionar a la gente y de hacer que se movilice y rebele contra el estado de cosas existente.
Me parece, por el contrario, que es necesario articular respuestas de amplio espectro, capaces de combinar grandes o básicos compromisos éticos (justicia fiscal, rechazo de las desigualdades y la pobreza…) con propuestas operativas que sean movilizadoras, susceptibles también de galvanizar al mayor número posible de ciudadanos.
No es nada fácil, pero lo que está claro es que no se puede permanecer impasible frente la impostura y la aberración generalizadas que dominan la economía y la vida social. Hace falta mucho debate y, para que este sea fructífero y transformador, es preciso estar dispuesto a compartir los discursos ajenos, en lugar de hacerse fuerte en el propio, como tanta veces suele sucedernos a la gente de izquierdas en estas épocas de desgracia que, como escribiera Carpentier en El siglo de las luces, parecen estar hechas para «diezmar los rebaños , confundir las lenguas y dispersar las tribus».
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