El Partido Socialista y la coalición Izquierda Unida han registrado en el Parlamento una propuesta de ley que permita votar en las próximas elecciones municipales a los inmigrantes extracomunitarios (los comunitarios ya tienen ese derecho).
Se trata de algo elementalmente justo puesto que significa, sencillamente, que quien contribuye a enriquecer a un país mediante su trabajo y mediante los impuestos que paga, pueda también influir en la forma en que se gobierna ese país, y más concretamente las ciudades en las que vive.
Es una medida, pues, que no puede considerarse sino como una inevitable extensión de la democracia. ¿Cómo podría entenderse, por ejemplo, que personas que vienen a España –con todo su derecho como ciudadanos comunitarios- a disfrutar de su jubilación jugando al golf, puedan votar o ser concejales y alcaldes, mientras que los que han venido a trabajar y están haciéndolo no puedan disfrutar de esa misma posibilidad?
Es verdad que, como cualquier otro derecho, debe ser regulado acertadamente para evitar discriminaciones o efectos perversos. Pero su propio reconocimiento como algo que es esencial a la ciudadanía no parece que pueda ser razonablemente rechazado.
Sin embargo, la propuesta está concitando una clara y significativa oposición por parte de diversas fuerzas políticas, de modo que las reacciones en contra no se han hecho esperar.
Los argumentos que se utilizan para criticar la propuesta de la izquierda son muy explícitos y paradójicos, porque no se aplican, por ejemplo, al voto de los inmigrantes comunitarios.
Se afirma que el derecho al voto no se le puede dar «a cualquiera», e incluso el dirigente nacionalista catalán Felip Puig ha afirmado que «Cataluña no puede regalar derechos políticos».
Los que se oponen al derecho de voto de los inmigrantes indican también que para poder tenerlo tendrían que establecerse algunos requisitos “como el conocimiento de la lengua, cultura e identidad catalana” porque, según afirmó el secretario general de uno de los partidos nacionalistas catalanes, Josep Maria Pelegrí, «no tiene sentido que personas que no hablan nuestra lengua, que no conocen nuestra cultura ni nuestra identidad, puedan votar en las elecciones de Cataluña». Algo que no se tiene en cuenta cuando se trata de alemanes, ingleses y europeos comunitarios en general que viven en España. Como si estos últimos, que normalmente no reúnen estos requisitos pero suelen ser ricos, fueran de los nuestros y los demás inmigrantes, normalmente pobres, fueran «los otros» y efectivamente distintos a nosotros.
Los dirigentes del nacionalismo más a la izquierda han disimulado un poco más sus posiciones pero tampoco han podido evitar ponerle pegas a la propuesta. Incluso políticos del partido socialista catalán, como el consejero de economía Antoni Castells, han mostrado sus reservas al decir que el derecho al voto debe ir acompañado de “voluntad de arraigo”, un concepto tan vago que no puede ocultar su malévolo y arbitrario trasfondo: si democráticamente debiera ser así, ¿por qué no se le exije a todos los demás ciudadanos?
Y también han señalado sus reservas los nacionalistas de Izquierda Republicana que afirman, como indicó su secretario general, que «ese derecho debe ir acompañado por el ejercicio de algunos deberes con el país», entre los que incluye el respeto a los valores democráticos, al sistema económico, a la pluralidad religiosa, a la igualdad de género y la voluntad de contribuir a asegurar y perpetuar la lengua del país. Deberes que tampoco se le exigen ni siquiera a los propios nacionales, por más que debieran ejercerse en todo caso.
Todos los críticos nacionalistas vienen más o menos a afirmar que si se concede de forma indiscriminada (es decir, como más o menos se conceden este tipo de derechos en las democracias, de la forma más universal posible) y, sobre todo, a quienes no conozcan la lengua catalana, se generaría «una amenaza para el proyecto de país», en palabras de Felip Puig de Convergencia i Unió.
A estas críticas se han unido, aunque es verdad que de modo más vergonzante, las de la derecha –igualmente nacionalista- del Partido Popular que desde hace tiempo viene clamando contra el peligro que la inmigración puede suponer sobre lo que ellos entienden que es el “ser” de nuestra patria.
Son, pues, reacciones que tienen un indisimulable denominador común: todas ellas proceden de los nacionalistas, de derechas o de izquierdas (si es que esto último es realmente posible). Sólo ellos se han opuesto a una medida de extensión de la democracia que implica asumir un concepto mucho más amplio, incluyente y no etnicista de la ciudadanía.
Hace unos años, un nacionalista vasco al que por muchos otros motivos admiro, Ramón Zallo, terminaba uno de sus escritos diciendo: “Ojalá dentro de unos años podamos decir que unos y otros conciben la nación -tanto la vasca como la española- como contrato, como resultado de un encuentro intercultural, como ejercicio del ‘demos’, como una ciudadanía inclusiva, que pasa porque el respeto de las minorías sea la legitimidad de las mayorías”.
Me temo que lo que expresan las reacciones a la propuesta del PSOE e IU sobre el voto de los inmigrantes es que las cosas van por otro camino y que el sentimiento que predomina entre los nacionalistas en España es más bien excluyente y muy poco partidario de extender, profundizar y autentificar la democracia.
Hace ya unos meses que se anunció la candidatura a la presidencia de Cataluña de un político socialista nacido en Andalucía, un inmigrante, uno «de los otros», o un “charnego” como allí se dice. Para ver el tono del discurso nacionaiista dominante, basta ver los blogs, los videos y escritos procedentes directamente y sin disimulo alguno de diversos políticos nacionalistas. Un solo ejemplo: un consejero nacional de Izquierda Republicana de Cataluña escribe en su web refiriéndose al candidato socialista José Montilla: «¿Quizás quieres decir, y no tienes agallas para decirlo con claridad, que ahora ha llegado la hora de los castellanos (entendiendo por castellanos los originarios de la inmigración castellanohablante)? … habrá ciudadanos de Catalunya que a la hora de ir a votar no entenderán que el candidato a la presidencia de la Generalitat se presente con un nombre español, independientemente de los apellidos … los apellidos son sagrados».
Enfin, se descubre de forma bastante clara que cuando los nacionalistas hablan del voto de los inmigrantes se refieren al voto “del otro”, del que no es como ellos y que, por ser distinto, puede poner en peligro su proyecto de país. Algo que únicamente podría pasar si ese proyecto sólo fuese –como parece que es- de una sola parte de la ciudadanía.
En esta situación y frente a ese concepto realmente castrante de la democracia que están defendiendo los nacionalistas españoles y de la periferia es cuando resulta más necesario defender y reivindicar su profundización republicana y radical para evitar la exclusión y el fascismo que tiende a brotar cuando esta última se generaliza.
Una expresiva anécdota para terminar. Hace unas semanas el ayuntamiento de un pueblo aragonés, Zaidín, organizó una comida para celebrar las fiestas e invitó a ella a todos los habitantes … menos a los inmigrantes.
La alcaldesa, de un partido regionalista, indicó que la comida era sólo para “los autóctonos, los que hemos nacido aquí» y la razón que daba es como para pasar a los anales de la xenofobia: «Las fiestas son gratis y los inmigrantes van a lo que quieren. Es más, pueden ir al concierto de rock gratis, un concierto que sí tendrán que pagar los que no sean del pueblo. Pero a la comida es imposible», señaló, “ni hay sitio ni cazuela tan grande para hacer tanta comida”.
No se puede decir más claro: para ellos, para los otros, “no hay sitio ni cazuela”. No es de extrañar entonces que quienes los excluyen de la cazuela tampoco quieran que los inmigrantes tengan derecho al voto.
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