Publicado en Público.es el 2 de octubre de 2020
Cuando la pandemia obligó a decretar el confinamiento más o menos estricto en casi todos los países del mundo hubo un acuerdo general sobre las principales medidas que debían tomar los gobiernos para evitar el colapso total de la vida económica, con independencia de que estuvieran o no en sus manos, claro está. Entre ellas, resultaba imprescindible que los Estados se hicieran cargo de la totalidad o parte de los salarios que desembolsaban las empresas que habían de clausurar obligadamente su actividad o que iban a perder la mayor parte de sus ventas.
En España, esa medida se puso en marcha recurriendo a los Expedientes de Regulación de Empleo Temporal (ERTE), un procedimiento que permite que una empresa suspenda temporalmente la contratación de toda o parte de su plantilla por razones diversas de fuerza mayor, como era claramente el caso de un confinamiento obligado.
Aunque haber recurrido a este recurso y no a otro más directo puede ser discutible, así como la eficacia con la que se ha llevado a cabo, el aspecto que quizá haya ocasionado más controversia, sobre todo entre los empresarios, es el compromiso de mantenimiento del empleo que han de asumir las empresas que solicitan un ERTE.
Como todos los problemas, esta cuestión se puede abordar de un modo simplista o como algo que tiene bastantes aristas y que, por tanto, merece un planteamiento sutil y complejo.
Que el Estado obligue a las empresas afectadas por un ERTE a mantener el empleo durante un determinado de tiempo no es un capricho ni la ocurrencia del gobierno social-comunista, como lo llama la derecha, de Pedro Sánchez. Otros gobiernos europeos conservadores han establecido este tipo de condición y es lógico que así se haga. La consecución del mayor volumen posible de empleo es un objetivo que suele estar consagrado incluso en algunas constituciones como un objetivo de primer orden de los Estados y si una empresa recurre a un procedimiento temporal de suspensión de empleo es precisamente porque entiende que le afecta una contingencia concreta, excepcional, de fuerza mayor. El Estado acude en su ayuda haciéndose cargo de todos o parte de los salarios que paga y a cambio le reclama que se comprometa a no actuar con oportunismo haciendo de una fuerza mayor una vía para rentabilizar la empresa por la puerta de atrás. Si a costa de un tremendo incremento del endeudamiento de toda la sociedad, el Estado pone dinero público para ayudar a que una empresa no cierre quizá para siempre lo obligado es establecer condiciones y cautelas para que ese dinero se esté realmente gastando por las razones aducidas y que dan pie el ERTE.
Por otro lado, muchas, por no decir que la gran mayoría de las empresas españolas, están desgraciadamente acostumbradas a enfrentarse a las vicisitudes del ciclo económico con solo dos tipos de ajuste que son muy lesivos para la economía en su conjunto: el de plantilla y el salarial. Un comportamiento que explica nuestra baja productividad y escasa innovación que se traduce en la baja la complejidad, entendida como nivel de conocimiento acumulado, de nuestra economía como un todo: en 1995 estábamos en el puesto dieciséis de todo el mundo y en 2018 en el 32. Por tanto, todo lo que sea generar incentivos para que las empresas se acomoden a los mercados como deben hacerlo las más eficientes y auténticamente competitivas, innovando y no sólo explotando más a la fuerza laboral, debe ser bienvenido.
Creo que hay razones sobradas, por tanto, para justificar este compromiso de mantenimiento del empleo y la prueba de que es razonable es que, más allá de algunas protestas, las organizaciones patronales lo han asumido en los sucesivos acuerdos que han suscrito con el gobierno en este aspecto.
Sin embargo, la cuestión quizá no sea tan simple. Creo que hay acuerdo general en asumir que la situación de la economía y la sociedad después de la pandemia no van a ser las mismas que antes porque van a cambiar las pautas de producción, de distribución y de consumo, los usos y costumbres y los valores de gran parte de la población. Los negocios forzosamente van a tener que adaptarse a esos cambios y, si quieren seguir viviendo, una gran parte de las empresas está obligada a repensar su actividad y modo de actuar, para adaptarse de otra forma a la nueva realidad, modificando su presencia en los mercados y sus estrategias de comercialización o sus estructuras financieras. Y, muy posiblemente, también sus plantillas pues estas se conforman no como un capricho sino funcionalmente, en virtud de la condición concreta en la que se encuentren cada empresa y los mercados. No son una componente fija que pueda servir siempre de la misma forma y en todo tipo de circunstancias.
De hecho, las empresas más dinámicas, las que han respondido antes y bien a la «destrucción creadora» que, como decía Joseph A. Schumpeter, se produce en las crisis, ya han comenzado a cambiar y están tomando nuevas posiciones y recomponiendo su configuración interna y externa, entre ellas sus plantillas. Y es lógico que eso debieran hacerlo con más urgencia o más intensidad justamente las empresas que actúan en los sectores más afectados por la pandemia o el distanciamiento social que implica, es decir, las que en mayor medida han tenido que recurrir a los ERTES.
Por tanto, lo mismo que está justificado que las empresas que reciban ayudas se comprometan a mantener el empleo, es también lógico que se contemple que las empresas que deban readaptarse modifiquen sus plantillas en este proceso tan difícil y complejo en el que nos encontramos.
El contemplar estas dos perspectivas es lo que me lleva a pensar que los ERTES pueden ser en España un arma de doble filo: la vía inmediata de salvación de las empresas, sí; pero también un recurso conservador que impida que se adopten las medidas de adaptación e innovación que son necesarias para salvar el ingreso y el empleo no solo durante la pandemia sino, sobre todo, después. Algo que puede ocurrir si se conciben con demasiada rigidez y no se contemplan o se incentivan los procesos de cambio que precisan nuestra economía y nuestras empresas.
Nadie sabe ahora mismo cómo va a terminar exactamente la situación en la que nos encontramos. Pero, como he tratado de explicar en otros artículos anteriores, hay algo cierto: no hemos hecho bien los deberes, no hemos aplicado todos los recursos necesarios y no estamos adoptando las cautelas para que lo que ya estamos gastando se utilicen con la mayor eficacia, de modo que no es frívolo anticipar que a nuestra economía le quedan todavía quedan muchos quebraderos de cabeza por delante y que las expectativas no son ni mucho menos las mejores.
Una encueta reciente a nivel europeo de la auditora Grant Thornton (aquí) indica que sólo cuatro de cada diez empresas españolas mantendrán el 100% de su plantilla cuando pase la pandemia y una de cada siete prevé mantener a menos del 50%.
Los ERTES son una solución de compromiso bastante aceptable para mantener los ingresos de los trabajadores de las empresa cuya actividad se encuentra total o parcialmente congelada, pero es imprescindible tener presente que el día después no va a suponer que la mayoría de las empresas vuelvan a la misma realidad anterior y en las mismas condiciones de mercado.
El gobierno ha hecho bien la primera tarea que es la de evitar el colapso generalizado del sector empresarial español, lo que más o menos equivale a decir que ha evitado el hundimiento de toda la economía, pero eso obliga ahora a emprender dos tareas subsiguientes mucho más complicadas. La primera, poner en marcha desde ya una estrategia para hacer frente al incremento de la deuda que genera el salvamento de las empresas y la garantía de los ingresos salariales. Y, en segundo lugar, evitar que cuando acaben los momentos más difíciles de la pandemia y las restricciones de actividad, se hunda el empleo porque las empresas que recurrieron a la suspensión temporal de contratos se encuentren en la imposibilidad material de conservarlos y despidan a docenas de miles de trabajadores.
Ambas tareas son más difíciles y complicadas que limitarse a poner dinero obtenido de prestamos para congelar la situación y dejar todo tal cual estaba antes de la pandemia, pero hay que abordarlas. Y esto sólo se puede hacer bien recurriendo a la inteligencia colectiva y al diálogo social, promoviendo y consiguiendo constantemente la negociación y el acuerdo, tal y como lo está haciendo hasta ahora la ministra de Trabajo. Sin tener miedo a innovar y sin renunciar a enfrentarse con el conservadurismo de muchos empresarios que intentan salir del hoyo tirándose del pelo o al de muchos trabajadores u organizaciones sindicales que sólo persiguen mantener su statu quo. El Estado no puede renunciar a incentivar los comportamientos que procuran eficiencia, empleo y bienestar colectivo y a penalizar los que son retardatarios, socialmente más costosos y menos competitivos. Aunque para que esa estrategia sea posible y efectiva deben ser las propias administraciones públicas las que den ejemplo de buen hacer y de eficacia en la gestión de sus recursos.
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