Publicado con Emelina Fernández en Ctxt.es el 1 de mayo de 2021
Imagínense por un momento que tienen en la pantalla de su televisor uno de los ya de por sí escasos debates políticos que hoy día programan las cadenas españolas de televisión y que, en lugar de oírlo en nuestro idioma, se dobla con otro desconocido. ¿Podrían diferenciar claramente su formato, las secuencias, el tono, las actitudes, los tiempos, los aspavientos… de el de cualquiera de esos otros «debates» que se dedican a las cosas «del corazón», a pregonar intimidades o a convertir en vulgar escándalo la vida de las «celebrity»?
Lo normal es que no haya mucha diferencia por la sencilla razón de que ambos se producen prácticamente de igual manera, como espectáculo, y se diseñan y empaquetan, por tanto, como un mismo tipo de producto comunicativo y mercantil.
La Real Academia da al término espectáculo tres posibles connotaciones muy significativas: atraer la atención; inducir deleite, asombro, dolor u otros afectos, más o menos vivos o nobles; y causar escándalo o gran extrañeza.
Eso quiere decir que el espectáculo es siempre un producto, la consecuencia provocada, conscientemente buscada y resultado de una estrategia específicamente diseñada y puesta en acción.
Los contenidos de los procesos de comunicación que se conciben para ser espectáculos han de tener, pues, una factura determinada y singular que debe responder a la intención con que sea crea.
Para atraer la atención, el espectáculo en el medio de comunicación debe ser impactante, inmediato y veloz, carente de complejidad y lo más superficial posible para que sea percibido con la menor inversión de tiempo y reflexión. Debe orientarse a mover el ánimo y los afectos primarios e inmediatos, es decir, lo contrario de lo que se necesita para despertar la razón y facilitar el razonamiento, por definición sutiles, complejos y lentos de desplegar. El espectáculo en comunicación ha de basarse y se basa en la simplificación y repetición del lugar común, en el estereotipo, en la anécdota y no en la categoría; ha de evitar la distracción eliminando referencias al contexto y dejando a un lado los matices, buscando la uniformidad a través de mensajes elementales e incluso, a ser posible, vacíos, epidérmicos y emotivos aunque, precisamente por ello, también viscerales, a diferencia de lo que produce la acción reflexiva. En comunicación, el espectáculo debe traducirse en una especie de lenguaje de código máquina, es decir, automáticamente interpretable, porque se dilucida en términos binarios e inequívocamente perceptibles: sí o no, a favor o en contra, bueno y malo, blanco o negro…
En la comunicación, el espectáculo se simplifica y descontextualiza tanto que permite producir contenidos sin necesidad de disponer de información, pronunciarse sin saber, opinar sin tener criterio y afirmar sin comprobar o haber descubierto lo que se dice. Y, sobre todo, el espectáculo, igualmente por definición, es unidireccional. En él, solo se mira, y quien lo contempla no interviene o lo hace rara o incidentalmente; es decir, está concebido para que ocurra exactamente lo contrario que se supone debe ocurrir en los procesos de comunicación, así denominados porque implican una puesta en común en la que se comparte e intercambia.
Las consecuencias no son menos sabidas. El espectáculo desnaturaliza la comunicación porque solo fluye de un lado a otro y distrae. Relaja, en todos los sentidos del término, el cuerpo y nuestro cerebro. Nos hace idiotas en el sentido griego de la palabra (quien se aleja de sí mismo y de la polis) y en el latino (persona sin educación e ignorante) porque nos ensimisma y aísla del contexto en que se desenvuelve y explica nuestra experiencia.
Y todo ello resulta especialmente trascendente cuando lo que convierten los medios en espectáculo es el debate político. Entonces, este se escenifica y se construye artificialmente, deja de ser un diálogo natural o un reflejo veraz y espontáneo de lo que ocurre fuera. Se modela y se perfecciona estratégicamente y, por tanto, se redibuja y reconstruye. El «paquete» del debate político convertido en espectáculo es banal y a ser posible entretenido, bipolar, superficial, nunca en profundidad, provocador, anecdotizante y emotivo, buscando, sobre todo, el impacto emocional a fuerza de promover artificialmente el choque, el desencuentro y la contienda. En los países anglosajones lo llaman la politainment, la política como entretenimiento y espectáculo.
Si los resultados de todo ello son lamentables cuando se trata de la moderna «prensa rosa» televisiva que convierte los platós en sucios lavaderos, no es menor la degradación de la discusión política visceral, descuartizada y dicotómica que se promueve a conciencia con tertulianos de tan escasa vergüenza y escrúpulos como falta de saber, educación y conocimientos.
La exposición fiel del contraste social, la deliberación sosegada y el debate político riguroso en los medios de comunicación no son cualquier cosa, ni un lujo: son la fuente de alimentación de la democracia, su presupuesto genuino, una condición sine qua non para que exista.
Para disimular el daño, se quiere hacer creer que si los medios han convertido en espectáculo cada día más ámbitos de la vida social y, entre ellos, el debate político, es como consecuencia de un proceso natural e inevitable, fruto del desarrollo material y tecnológico de las industrias de la comunicación de nuestro tiempo. Y, por otro, porque eso es lo que demanda una población que no tiene afán de conocimiento sino que solo desea entretenerse y saber aquello que confirma sus creencias previas. Pero no creemos que eso sea cierto.
La tendencia hacia el predominio del espectáculo en la producción de los medios es la consecuencia de convertir la comunicación en una mercancía que hay que rentabilizar, procurándose una demanda lo más amplia y fidelizada posible, lo que solo se puede conseguir recurriendo a contenidos planos que puedan ser susceptibles de atraer a cualquier tipo de consumidores. Es decir, ofreciendo contenidos no sutiles, susceptibles de ser asumidos sin distinción ni criterio, superficiales. Y ha sido la oferta masiva de ese tipo la que ha creado su propia demanda porque, al difundir esos contenidos, conforma también al tipo de sujeto social que los prefiere, un ser cada vez más aplanado y vacío, conformista, que rehúye las verdades incómodas o todo aquello que ponga en cuestión su esqueleto normativo particular.
No es cierto, por lo tanto, que la deriva hacia la conversión en espectáculo de cualquier dimensión de la vida humana, incluso de las que nos pueden resultar más dolorosas o repugnantes, sea algo natural e inevitable. Es la conversión de los medios en puro comercio, su sometimiento al afán de lucro, la búsqueda de cada vez más ganancias, lo que lo provoca. Es la consecuencia de que se permita hacer negocio idiotizando a la gente.
Y no es verdad tampoco que eso sea una expresión de una demanda social autónoma e inamovible. Es innegable que el espectáculo que brindan los medios tiene hoy día una demanda extraordinaria, incluso mayoritaria o dominante. Pero también lo es que mucha y cada vez más gente huye de estos contenidos, a pesar de que la inercia en este tipo de consumo es una fuerza muy poderosa y aún cuando esa huida no es gratuita. En España, el número de abonados a la televisión de pago supera ya los 8,2 millones de personas.
Si de verdad queremos vivir en democracia hay que garantizar que la población delibere en condiciones de auténtica libertad y eso significa que hay que impedir que el debate político se prostituya, como ocurre cuando se convierte en el espectáculo que, en lugar de promover el conocimiento y la capacidad efectiva de elección, siembra la confusión y aviva el fuego del enfrentamiento e incluso del odio civil.
Es imprescindible que los medios públicos se conviertan en el espacio natural de estos debates, quizá la forma más auténtica de mostrar que se encuentran realmente al servicio del interés general. Pero también hay que exigir que el debate que se desarrolla en los medios privados sea plural, reflexivo, ciudadano y no cainita, formativo y habilitador de la capacidad de preferir y decidir auténticamente en libertad.
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10 comentarios
La comunicación es espectáculo porque sus contenidos son mera mercancía sujeta a la manipuladora dictadura del mercado, al que no le interesa darnos tiempo para pensar y reflexionar. Nos empujan a vivir en esta vorágine que nos cosifica y nos idiotiza, y, sin educación, jamás saldremos del bucle. La política también se ha convertido en espectáculo, en una mercancía más, y sus contenidos son manejados con criterios mercadotécnicos y no con criterios de prioridades, necesidades de la ciudadanía y justicia social. Hay que vender rápidamente el producto porque dejará de estar de actualidad en pocos días. ¿Para qué contrastar ideas y programas si todo es fungible, líquido, y muy pronto, será gaseoso?
Desgraciadamente es así. El PODER utiliza los avances técnicos para manipularnos, aborregarnos e idiotizarnos.
A finales del siglo XX pude asistir a unos cursos de filosofía organizados por una Fundación y el Colegio de Eméritos,
Recuerdo que el filósofo Julián Marías afirmó que en esos momentos ya no podría existir un Hitler porque existía la Televisión y no podría engañar a los televidentes con sus discursos incendiarios porque «viéndole la cara y el lenguaje no verbal» no arrastraría a nadie. ¡Cuán equivocado estaba! Ahora cualquier mindundi arrastra a las masas bajo la «dirección de un experto en comunicación» como dicen que es Miguel Ángel Rodríguez. Tampoco se cumplirá en pocos años la frase de Abraham Lincoln: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo» La IDIOCIA es el virus más letal jamás conocido.
Capitalismo y democracia son sistemas antagónicos, ya lo dijo Polanyi en «La gran Transformación», pero lo que me sorprende son sus argumentos de moral emotiva en una sociedad española carente de moral pública; es decir carente de toda sustancia consciente y racional sobre la vida en común. La expresión más dolorosa de esta situación no son los debates televisivos, sino los parlamentarios.
Muy interesante y estoy muy de acuerdo con el
Las campañas políticas son competencias comerciales, diseñadas por “promotores de imagen”, o sea, profesionales en el engaño: hay que VENDER la imagen de un candidato, igual que se vende un detergente o un insecticida. Hay profesionales de este tipo muy exitosos, que han puesto varios presidentes en América Latina, a pesar de ser unos ignorantes y hasta cenutrios. Cada palabra, frase, gesto de los ojos o de las manos y piernas son ensayados por los candidatos miles de veces, como bobos actores de cine. Por ello lo mejor es eliminar esos debates entre candidatos y más bien poner a honestos y bien informados representantes de la sociedad civil a interrogar de manera implacable a los candidatos: plantearles preguntas concretas que requieren respuestas objetivas sustentadas en cifras; básicamente, que esos candidatos demuestren que pueden solucionar problemas concretos, que son aptos para desempeñar el empleo por el que optan y cuyo sueldo pagarán los más pobres. En suma, la población debe subir al escenario y los candidatos bajar al banquillo de examen.
Como nos tiene acostumbrados, excelente artículo, Dr. Juan Torres. Gracias.
Excelente articulo que retrata la actualidad. Me queda una duda cruel ¿cómo se supera y se cambia esta cultura en la practica, no en la teoría?. En teoría el viejo adagio dice que para cambiar la cultura hay que cambiar la estructura.
Querida Meli, querido Juan,
lo subscribo de la cruz a la raya.
Abrazos,
Angel López
L’vagelio, toda la reflexión. No puedo estar más de acuerdo.
No puedo estar más de acuerdo con tu escrito.
Totalmente de acuerdo, pero me queda una duda ¿Que harán n con los descontestualizado, que ni siquiera vemos esos programas. Y si nos organizamos?