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1 comentario
En una de sus (im)pertinencias – «Contra la pena de muerte, sobre todo, en Cuba»-, escrita el 17 de octubre de 2010, señalaba usted: «He defendido siempre la revolución cubana», lo que me lleva a poner negro sobre blanco la enorme contradicción que existe en su discurso, a no ser, claro está, que usted haga diferencias entre unas dictaduras y otras – las buenas y las malas-, lo que tiraría por tierra todo lo que hoy acaba de defender.
Fidel Castro lo había dejado claro desde el inicio. «Nunca hemos creído que un homosexual pueda personificar las condiciones y requisitos de conducta que nos permitan considerarlo un verdadero revolucionario. Una desviación de esa naturaleza choca con el concepto que tenemos de lo que debe ser un militante comunista», declaró el dictador cubano en 1965, alrededor de la misma época en la que comenzaba la brutal persecución a homosexuales por parte del gobierno cubano.
Tras las purgas ideológicas, juicios revolucionarios y centenares de fusilamientos que marcaron los primeros años posteriores a la toma de La Habana, la siguiente fase del plan depurador del dictador cubano tuvo como objetivo «reeducar» a los disidentes sexuales, considerados una amenaza para la organización de una sociedad en la que emergería el hombre nuevo, aquel individuo verdaderamente emancipado de las garras del capitalismo según la teoría marxista.