¿quiénes la provocaron, quiénes ayudan a que se agudice y quiénes impiden que se resuelva?
Un nuevo texto sobre los responsables de la crisis, algo sobre lo que apenas se dice nada.
La gente normal y corriente suele tener una idea bastante difusa de las cuestiones económicas. Como los grandes medios de comunicación las presentan de forma oscura e incomprensible la mayoría de las personas piensa que se trata de asuntos muy complejos que solo entienden y pueden resolver los técnicos muy cualificados que trabajan en los gobiernos o en los grandes bancos y empresas.
Y siendo así, es también normal que se desentiendan de ellos, como cualquiera de nosotros se desentiende de lo que hace el médico, el fontanero o el mecánico cuando hablan en su jerga incomprensible o utilizan instrumentos, que nosotros ni conocemos ni sabemos utilizar, para curarnos o arreglarnos las tuberías o nuestro automóvil.
También contribuye a ello el que no se proporcione a los ciudadanos información relevante sobre lo que sucede en relación con las cuestiones económicas. Todos oímos en los noticieros de cada día, por ejemplo, cómo evoluciona la bolsa, las variaciones que se producen en el índice Nikei o los puntos de subida o bajada de unas cuantas cotizaciones pero casi nadie los sabe interpretar ni nadie explica de verdad lo que hay detrás de ellos.
Gracias a eso, los que controlan los medios de comunicación (propiedad a su vez de los grandes bancos y corporaciones) hacen creer que informan cuando lo que hacen en realidad es lo peor que se puede hacer para lograr que alguien esté de verdad informado: suministrar un aluvión indiscriminado de datos sin medios efectivos para asimilarlos, interpretarlos y situarlos en su efectivo contexto.
Nos ofrecen sesudas e incomprensibles declaraciones de los ministros y presidentes de bancos pero no proporcionan criterios alternativos de análisis y, por supuesto, presentan siempre el mismo lado de las cuestiones, como si los asuntos económicos solo tuvieran la lectura que hacen de ellos los dirigentes políticos, los empresarios y financieros más poderosos o los académicos que cobran de ellos para repetir como papagayos lo que en cada momento les interesa.
Lo que está ocurriendo en relación con la actual crisis es buena prueba de ello.
Primero decían que no había que preocuparse, que no era para tanto y que no convenía “exagerar”, según el ministro español de Economía. Y tenían la cara dura de decirlo cuando al mismo tiempo se estaba informando de que algunas de las entidades financieras más grandes del mundo estaban quebrando o cuando los bancos centrales estaban inyectando en los mercados cientos y cientos de miles de dólares, realizando así la intervención en los mercados financieros quizá más grande de toda la historia.
Luego decían que era solo una crisis de liquidez que tendría un desarrollo fugaz, que pasaría pronto.
Yo mismo, que soy probablemente el más modesto de los analistas económicos, escribía en agosto que eso era mentira, que nos encontrábamos con toda seguridad ante una crisis de solvencia (Diez ideas para entender la crisis financiera, sus causas, sus responsables y sus posibles soluciones y Algo más que una crisis hipotecaria).
Ahora leo que la Reserva Federal (en donde se supone que están los economistas mejor informados del mundo) se ha dado cuenta de eso: ¡cinco meses después que yo! (“La Reserva Federal supuso que la crisis era de liquidez, pero ahora piensa que es de insolvencia y por ello ha relajado su política monetaria”. J. Bradford Delong, “Tres remedios para tres crisis”. El País, 27 de enero de 2008).
Sobre la crisis actual se están callando en particular un asunto especialmente grave y de gran interés para los ciudadanos: sus causantes y responsables directos e indirectos.
Para engañar a la gente suelen hablar “de los mercados”. Como si los mercados pensaran, tuvieran alma y preferencias, decidieran o resolvieran por sí mismos.
Es verdad que los mercados (sobre todo si en ellos hay muchos agentes interviniendo, es decir, si hay muchísima competencia) pueden actuar como mecanismos casi automáticos. Pero para que existan los mercados (incluso los muy perfectos y con gran competencia) y para que funcionen de cualquier manera que sea, más o menos eficazmente, es necesario que haya normas. Y esas normas no las establecen para sí mismos los mercados sino los poderes públicos a través del derecho.
Las normas jurídicas son las que permiten que en los mercados se pueda llevar a cabo un comportamiento u otro, las que favorecen que existan o no privilegios en las transacciones, las que dan poder a unos agentes en detrimento de otros.
Según sean las normas existentes en cada momento, los mercados actuarán de una u otra forma y en ellos ocurrirá una cosa u otra. Y, puesto que las normas las hacen las personas y las instituciones, resulta que lo que suceda en los mercados es, en última instancia, el resultado de lo que decidamos las personas a través de las instituciones que utilizamos para imponer las normas (aunque es bien sabido que no todas las personas tienen la misma capacidad para decidir a la hora de establecerlas).
Y eso es igualmente aplicable a lo que ha ocurrido en los mercados que han provocado la actual crisis.
Como he explicado en otros artículos (Caída de las bolsas internacionales: pasó lo que tenía que pasar), lo que ha sucedido en los últimos tiempos es que los bancos de todo del mundo y los grandes inversores han desarrollado una actividad especulativa febril en torno a productos financieros que han tenido una características muy especiales.
La primera es su opacidad porque casi nadie sabe realmente cuáles son ni donde están ni quién los tienen en cada momento, puesto que circulan muy rápidamente, sin tener nada que ver con operaciones económicas reales.
La segunda es que no se reflejaban adecuadamente en las cuentas de los bancos y las empresas que invierten directa o indirectamente en ellos.
La tercera es su enorme riesgo, precisamente porque se basan en operaciones muy inestables y sutiles.
La cuarta es la falta de control a la que están sometidos por dos razones principales. Por un lado, porque los bancos centrales han venido haciendo la vista goda con tal de que los inversores ganaran dinero. Por otro, porque su calificación de riesgo depende de empresas especializadas que, al mismo tiempo, están muy implicadas en el negocio y a las que no les interesaba mostrar la verdadera y peligrosa naturaleza de estos productos.
Todas esas circunstancias son el resultado de la llamada “desregulación financiera”, es decir, de la desaparición de normas de regulación y control de los mercados financieros que se ha producido en los últimos años.
Una “desregulación”, por cierto, que no es tal, porque establecer que no haya normas, que cada uno puedo hacer lo que le venga en gana es en sí mismo una norma más, así que hablar de “desregulación” también es engañar a la gente.
Se le hace creer que eso se hace para devolver las cosas del mercado a su estado natural cuando en realidad se sigue regulando con gran fuerza, solo que ahora de forma que los poderosos campen libremente por sus respetos.
Y ha sido precisamente esta norma que establece que en los mercados financieros vale todo lo que ha provocado la crisis actual, al producirse además en un contexto ya de por sí proclive a la crisis financiera (como he explicado en mi libro “Toma el dinero y corre. La globalización neoliberal del dinero y las finanzas”. Icaria 2006).
En particular, esta nueva regulación neoliberal de las finanzas internacionales ha sido la que ha establecido un nuevo modo de hacer empresarial y bancario que tiene una relación directísima con la crisis actual que directamente proviene de Estados Unidos (a diferencia de las anteriores que se originaban en eslabones más débiles de la cadena, en Asia, México, Rusia…).
Me refiero a los cambios legales que propició el Presidente Bush hac
e unos años en relación con la contabilidad empresarial y que permitían que los grandes inversores, las grandes empresas y los bancos pudieran manipular sus cifras de pérdidas y beneficios para poder seguir invirtiendo sin descanso en estos productos financieros tan rentables pero al mismo tiempo tan inseguros y arriesgados.
Estos cambios legales han tenido a su vez una doble consecuencia. La primera, que la contabilidad de los grandes inversores financieros pueda falsear sin dificultad las expresiones más comprometidas de su actividad especulativa. La segunda, que las grandes auditoras se conviertan en parte integrante del gran circo especulativo.
Dos consecuencias que e traducen en un mismo y ya innegable fenómeno: la corrupción financiera generalizada en los controladores y en los controlados.
Así lo reconoce incluso un economista tan ortodoxo como el Premio Nobel de Economía Paul A. Samuelson en un artículo reciente que no puede ser más expresivo: “las bancarrotas y las ciénagas macroeconómicas que sufre hoy el mundo tienen relación directa con los chanchullos de ingeniería financiera que el aparato oficial aprobó e incluso estimuló durante la era de Bush. (“Bush y las actuales tormentas financieras”. El País, 28 de enero de 2008).
Ahora bien, si bien esto es verdad, no hay que olvidar, por otro lado, que esos cambios legales que han extendido la corrupción y el descontrol en las finanzas internacionales fueron posibles e incluso contaron con el apoyo más o menos explícito de la Reserva Federal y, por extensión, de todos los bancos centrales que, como señalé más arriba, han sido cómplices directos de los grandes inversores especulativos. Dejaron hacer, callaron y miraron a otro lado cuando sabían que se estaba larvando una burbuja gigantesca que necesariamente iba a terminar como lo ha hecho.
Pero, finalmente, no se puede dejar de mencionar un último y decisivo factor de responsabilidad que igualmente hay que reconocer como detonante de esta última crisis: los gobiernos, que han renunciado a ser la expresión ejecutiva de la soberanía popular en un asunto tan crucial como el control y la regulación democrática y racional de las finanzas y de los asuntos monetarios, de los que tan definitivamente depende la estabilidad económica, la distribución de la rente y la riqueza y, en definitiva la paz y el bienestar social.
Si se quisiera de verdad atajar la crisis, ponerle remedio para que no cause un perjuicio inmenso a la actividad productiva y evitar que se vuelva a producir hay que actuar, por lo tanto, sobre estos factores: estableciendo un rígido control de las finanzas especulativas y poniendo las fuentes de financiación internacional al servicio del desarrollo económico y social, controlando a su vez a los bancos centrales para hacer que actúen al servicio de la estabilidad y del progreso y, por supuesto, democratizando realmente a nuestras sociedades para que las cuestiones económicas que resuelven los gobiernos formen parte también (al revés de lo que hoy día sucede) de la agenda de asuntos sobre los que los ciudadanos podemos decidir.
A unos esto les parecerá una utopía, a otros poco, pero hay que empezar logrando que los ciudadanos sean conscientes de todo esto y lo exijan con fuerza a quienes hoy día nos dominan.
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