Transcribo el último editorial de altereconomia.org que hemos escrito Alberto Garzón y yo y que se refiere al gran faracaso de los bancos centrales.
El gran fracaso de los bancos centrales independientes
La crisis que estamos viviendo ha puesto sobre el tapete muchos fracasos que ya nadie puede disimular: el de la idea de que los mercados se pueden autorregular con éxito, el de los principios que han inspirado la gestión financiera y, sobre todo, el de quienes han hecho creer a todo el mundo que lo que conviene a los financieros y especuladores es bueno para todos, por no citar sino solo tres de ellos.
Pero hay un fracaso que a nosotros nos parece especialmente importante y sobre el que se está tratando de pasar de puntillas: el de los bancos centrales independientes.
En los últimos decenios han tenido sobre el papel una capacidad inmensa para decidir, vigilar, autorizar o poner en marcha la política monetaria. Prácticamente no ha habido un aspecto de las finanzas nacionales y por extensión internacionales sobre el que no hayan podido actuar más o menos directamente. Y todo ello sin interferencias, con plena independencia, de modo que ahora no pueden achacar sino a sus propias limitaciones los desastres que han contribuido a provocar.
Con el tiempo se podrá analizar con más detalle el papel que han tenido pero de momento es fácil apreciar que al impulsar los cambios tan negativos que se han venido dando en los últimos años y al dejar hacer a los grandes poderes financieros han actuado como catalizadores de la crisis.
En primer lugar, han sido uno de los principales instrumentos para aplicar las políticas deflacionistas de los últimos decenios. Unas políticas orientadas a crear escasez y a provocar desempleo para vencer las resistencias obreras y que han provocado una disminución de la capacidad potencial de crecimiento de las economías. Gracias a ellas se ha podido recuperar la tasa de beneficio pero al debilitar los salarios, y con ellos la demanda, lo han conseguido a costa de una pérdida global de rendimientos que ha sido uno de los factores que ha impulsado la continua desviación de capitales hacia el ámbito especulativo, en donde se podía alcanzar beneficios más elevados y rápidos. Un fenómeno que está en el origen de los problemas que ahora paralizan a la economía mundial.
En segundo lugar, han aplicado políticas monetarias al servicio de los intereses de los grandes financieros y para apoyar un modelo productivo basado en la generación de burbujas que, como se ha podido comprobar en farias ocasiones y ahora de forma particularmente clara, es materialmente insostenible.
En tercer lugar, los bancos centrales han dejado hacer a los capitales especulativos, han favorecido la creación y el funcionamiento de los mecanismos legales y materiales necesarios para que sus actividades se hayan extendido por todo el planeta y, en aras del salvar el principio de libertad de mercado, no han puesto prácticamente límite alguno a la barbarie especulativa de los últimos decenios.
La Reserva Federal miró a otro lado durante años, cuando se gestaba la bola de nieve de las hipotecas basura, cuando el apalancamiento y la ingeniería financiera generaban un riesgo sistémico a todas luces insoportable a medio plazo y cuando los bancos y las grandes empresas desviaban sin pudor sus cuentas y beneficios a los paraísos fiscales. No les preocupó la opacidad, ni la creación artificial de dinero fácil, ni la falta efectiva de supervisión…
Como ahora se ha podido saber, hicieron oídos sordos a los avisos de estafas, al riesgo ingente acumulado por docenas de entidades financieras en operaciones que los bancos centrales conocían sin lugar a ninguna duda, y manipularon los tipos de interés para ir favoreciendo ese tipo de ganancias…
En cuarto lugar, los bancos centrales han contemplado en silencio, cuando no han ido dando su consentimiento explícito, a la desnaturalización progresiva del negocio bancario que ha terminado por dejar exhausta a la economía real. En lugar de obligar a que la financiación se dirigiese preferentemente a la actividad productiva, dejaron hacer a los bancos y no hicieron nada para desincentivar la especulación y la transferencia de recursos multimillonarios desde el ahorro privado a la especulación financiera.
Y siempre, los bancos centrales han actuado como los más privilegiados difusores de la ideología que justificaba todo ello, alabando siempre al mercado a quien reconocían propiedades de autoajuste que nunca se pudieron comprobar en la realidad, sino todo lo contrario, y promoviendo siempre las reformas más favorables al gran capital para debilitar el poder negociador de los trabajadores.
A pesar de gozar de más medios que ninguna otra institución económica, a pesar de autopresentarse como el summun de la ciencia económica, lo cierto es que no anticiparon nada, que cuando estalló la crisis no acertaron a adoptar medidas eficaces, que se vieron superados por los hechos y que, finalmente, tuvieron que dejar en manos de los gobiernos la capacidad para enfrentarse a los problemas que con su enorme torpeza habían contribuido tan decisivamente a generar.
Ni siquiera puede decirse que hayan sido capaces de lograr éxitos en la lucha por la estabilidad de los precios. Hasta hace nada, seguían amenazando con la inflación. Ahora, nos hacen temer a todos por la deflación, lo que constituye una indiscutible muestra de que la estabilidad perseguida está lejos de haberse alcanzado. Y cuando se ha conseguido ha sido, como señalamos al principio, a costa de reducir muy peligrosamente la capacidad de crecimiento potencial de las economías.
¿Para qué, entonces, ha servido darle independencia a estas instituciones sino para que sus competencias quedaran fuera del alcance de las instituciones representativas, para que decisiones que antes podían ser tomadas en función de preferencias representativas ahora estén en manos de políticos que no lo son, en el mejor de los casos, o de los poderes financieros privados, en el peor?
Los bancos centrales independientes solo han sido útiles para que los grandes financieros y los banqueros sin escrúpulos hayan hecho su agosto en estos últimos años. El desarrollo de la crisis muestra su impotencia y su efectiva incapacidad para dar respuestas, primero, de previsión y luego de solución. Pero mientras existan como tales, secuestrando a los gobiernos representativos la posibilidad de adoptar políticas que respondan a las preferencias ciudadanas, no solo seguirán siendo un límite material para que se viva en democracia sino que impedirán que las respuestas a las crisis sean eficaces.
Es preciso revisar su estatuto, democratizar la política monetaria y ponerla en manos de organismos que, como cualquier otro ámbito del estado, estén siempre al servicio de los intereses sociales y no de los oligárquicos que una vez más han provocado el desastre financiero y económico.
SUSCRIBETE Y RECIBE AUTOMATICAMENTE TODAS LAS ENTRADAS DE LA WEB