En Caparrós, R. «La Europa de Maastricht». Universidad de Málaga. Málaga 1.994.
Como creo que expresa claramente el título, mi intención es colaborar en esta reflexión colectiva sobre el Tratado de Maastricht con una valoración del mismo desde el punto de vista del bienestar social.
Naturalmente, eso quiere decir que podemos dar un sentido concreto a la expresión y que podemos ponernos de acuerdo sobre lo que el bienestar quiere decir para los ciudadanos.
En mi opinión, las valoraciones que se han solido hacer del Tratado por quienes tienen la obligación -por una causa o por otra- de defenderlo, pecan generalmente de una gran abstracción. Ha sido habitual que al referirse a su contenido, o a las condiciones de convergencia que se derivan de él, el discurso económico oficial se haya limitado a establecer -con esa autosuficiencia que le es tan característica- que de ahí se conseguirá un mayor crecimiento, una Europa más próspera, en suma, una mejor situación económica en el futuro y que el camino que marca el Tratado es el único que permitirá alcanzar esos objetivos. Se ha querido vincular de manera inevitable el destino de Europa a este Tratado, considerando que fuera de él no podrá existir un futuro de unión europea.
Es sintomático que en los países donde se ha debatido el Tratado la polémica haya sido fuerte y las posiciones de la opinión pública sobre su bondad muy encontradas, como lo muestran los resultados de los referenda realizados. Y ello contrasta notablemente sin duda con las rotundas mayorías con que ha sido aprobado en los Parlamentos. Me parece que eso puede indicar que son muchos los ciudadanos de a pie que intuyen que los contenidos del Tratado no comportan mecánicamente mejores condiciones de vida para los ciudadanos europeos, sino que más bien pueden provocar su mayor deterioro.
Con mi intervención en este Seminario quisiera contribuir a la discusión del Tratado procurando poner de relieve preferentemente sus consecuencias sobre el empleo, sobre los salarios, sobre la protección social o sobre nuestro acceso a los bienes colectivos. En suma, sobre el mayor o menor bienestar que van procurar su puesta en marcha no sólo para los ciudadanos europeos sino también para aquellos otros, de países terceros, cuyas economías dependen así mismo de la orientación que se de a la construcción de la Europa unida.
Esta pretensión obliga a entender el bienestar social de una forma bastante explícita: la capacidad de obtener mayores recursos para satisfacer las necesidades de los seres humanos pero también la de procurar un reparto más igualitario de los mismos que haga posible que el mayor crecimiento económico no repercuta en cuotas distintas de satisfacción según cual sea la posición social de cada ciudadano.
La Europa que recibió al Tratado: las divergencias reales
Esto es preciso tenerlo en cuenta porque la radiografía de la Comunidad Económica Europea en el momento presente muestra tres hechos de gran trascendencia.
En primer lugar, la enorme disparidad existente en cuanto a satisfacción social. O, si se quiere decir de una manera diferente, la gran desigualdad que afecta a los pueblos y a las gentes que la componen desde el punto de vista del nivel de bienestar que disfrutan.
Téngase en cuenta, por ejemplo, que en 1.990 el producto interior bruto per capita de la región más rica (Groningen) era 4,59 veces mayor que la región más pobre atendiendo a esa magnitud (Voreio Aigaio), mientras que el de las diez regiones de PIBpc más elevado era 3,39 veces mayor que el de las diez más pobres.
El 60% de las regiones europeas (104 de 175), cuya población equivale aproximadamente al 52% de la Comunidad, se encontraban en 1.990 por debajo de la media comunitaria relativa al Producto Interior Bruto per capita. De esa proporción, 11 regiones no llegaban a la mitad de la media y 35 no superaban el 75%.
Puede dar una idea de la magnitud de las disparidades regionales el que el PIBpc correspondiente a la región de mayor magnitud es 1,68 veces mayor que el de la región española mejor situada (Baleares) y 3,74 veces que el de la peor (Extremadura), mientras que la relación entre la magnitud del PIB de estas dos regiones españolas es de 2.22.
Así, la diferencia entre los índices medios de desempleo correspondientes a las 25 regiones con mayor y menor paro ha aumentado también, al pasar de 13 a 14,7 puntos entre 1.983 y 1.990.
Y si se atiende al diferencial entre las tasas de desempleo existente entre las diez regiones con mayor y menor empleo resultará que existe una diferencia que casi alcanza los 20 puntos en 1.990 (tasa de paro del 2,5% en las primeras y del 20% en las de menor empleo).
La productividad del factor trabajo se distribuye también de forma muy desigual en el seno de la Comunidad. El índice de productividad del trabajo (PIB/persona ocupada) medido en ecus es 9 veces superior en Groningen que en Voreio Aigaio y 3.5 veces mayor que el correspondiente a España en su conjunto.
La productividad media de los tres países con mejor índice de producción interior por persona ocupada (Holanda, Alemania y Francia) es 125 (tomando la media comunitaria con valor 100), mientras que la media de Grecia, Irlanda y Portugal es de 34,73. En conjunto, los tres primeros países tienen una productividad media que es 1,68 veces la de España, 2,33 veces la de Galicia, 2,12 veces la de Extremadura y 1,84 veces la de Andalucía.
Del total de regiones para las que se disponen de datos sobre productividad del trabajo, sólo el 40% alcanzan la media comunitaria.
En educación y formación se perciben igualmente notables disparidades. La tasa de jóvenes con edades comprendidas entre 15 y 19 años que acceden a los diferentes niveles de los sistemas educativos en Portugal, Grecia e Irlanda es la mitad que la correspondiente a Dinamarca, Alemania o los Países Bajos. Incluso en el interior de España se alcanzan diferencias de hasta quince puntos en estos índices de escolarización entre las regiones más y menos desarrolladas.
La inversión en investigación y desarrollo se encuentra también fuertemente concentrada. El 75% del total comunitario corresponde a la realizada en Al3mania, Francia y el Reino Unido. Y a esa concentración se une la que se produce en el seno de los propios países comunitarios: Madrid y Cataluña se reparten el 70% español, proporción parecida a la que corresponde en Portugal a Lisboa y el Valle del Tajo.
Por fin, en relación con las infraestructuras el Informe sobre las regiones europeas no es menos contundente (p.33): «En Irlanda, las islas de Italia y algunas regiones españolas (Andalucía, Murcia, Galicia, Asturias y Castilla León) la red de transportes se revela deficiente. En Portugal, Irlanda e Irlanda del Norte, el suministro y el coste de la energía plantea serios problemas. En las regiones italianas menos desarrolladas de la península hay escasez de zonas industriales adecuadas. Portugal no dispone de suficientes centros educativos, mientras que las zonas no metropolitanas de Grecia necesitan nuevas mejoras en los sistemas de comunicaciones».
En la Europa que hoy día tanto desprecia los valores de la igualdad, en suma, el 10% de la población más rica disfruta entre el 30% y el 35% de la renta, mientras que no más del 5% de la población dispone de la cuarta parte de la riqueza total.
En segundo lugar, que en la Europa de los noventa, en la Europa de Maastricht, el fenómeno del malestar social ha alcanzado una extraordinaria envergadura.
A principios de los años noventa, y según datos proporcionados por diferentes estadísticas de la propia Comunidad Económica Europea, en su seno había 48 millones de ciudadanos pobres, 16 millones de analfabetos, 6 millones de parados de larga duración, 11 millones de individuos sin techo y unos 10 millones de personas en situación de pobreza extrema.
El 43% de la población activa del Reino Unido, el 41,2% de la de Bélgica o el 37,5% de la española, por citar algunos ejemplos, habitaba en regiones con tejidos industriales en grave decadencia.
En el corazón mismo de la Comunidad Europea, empeñada en erigirse en uno de los polos de referencia del mundo económico más avanzado de finales del milenio y en vanguardia del progreso, se manifiestan expresiones de carencia que hasta hace muy pocos años tan sólo se percibían como propias de las naciones del llamado «tercer mundo», desconocidas en el mundo desarrollado.
Las dimensiones del desempleo en la Comunidad son bien conocidas, por lo que se hace innecesario realizar aquí un análisis detenido. Téngase en cuenta, tan sólo, que uno de cada tres ciudadanos europeos ha estado alguna vez en paro y que la tasa comunitaria de desempleo en 1.990 (10,4%) era más del doble de la correspondiente a la media de los años 1.974 a 1.981. En abril de 1.992, el 18% de los europeos menores de 25 años se encontraba en paro, pero esa proporción era mucho mayor en países como España o Italia, en donde llegaba a ser del 30%.
El desempleo de larga o de muy larga duración (más de uno o dos años) que supone más del 50% del paro total comunitario y que es la causa inmediata más importante de pobreza y exclusión social se ha visto reducido «sólo marginalmente» entre 1.985 y 1.990 . Así, en 1.990 un 35% de los parados de larga duración nunca había tenido un trabajo, porcentaje que llegó a ser extraordinariamente más alto en países como España (50%), Italia (78%) o Grecia (90%).
La precarización progresiva (tanto si se considera en términos de temporalidad de los contratos, de contratación irregular o sumergida, como de la inseguridad derivada de la transformación de los asalariados en trabajadores independientes), que afecta aproximadamente al 25% de la fuerza de trabajo, es otra circunstancia que influye en los niveles de exclusión social y pobreza en la medida en que lleva consigo salarios más reducidos, menor protección social y reducción, cuando no eliminación, de los derechos a indemnizaciones por desempleo o jubilación de cualquier tipo.
La incidencia del desempleo en los jóvenes y en las personas de mayor edad provoca lógicamente que las cifras relativas de pobreza en estos dos estratos sean significativamente superiores a las del conjunto de la población. Si se da el valor 100 a la media comunitaria de pobreza, resulta que la tasa de pobreza entre los menores de 25 años sería de 121 en el conjunto comunitario y más elevada en algunos países como Países Bajos (155), Irlanda (143) o el Reino Unido (132), mientras que la tasa de pobreza de la población de mayor edad sería 136, siendo también 100 la media de la población total pobre comunitaria.
La desigualdad de oportunidades que afecta a las mujeres para acceder al trabajo y a condiciones salariales semejantes a la de los hombres es también causa de que la pobreza afecte desigualmente a las familias cuya cabeza es una mujer. Téngase en cuenta que la tasa de paro entre las mujeres es mayor que entre los hombres y que la propia Comisión estima que esa diferencia irá en aumento y, por otro lado, que el salario medio de las mujeres en idénticos puestos de trabajo suele ser entre un 50% y un 75% más reducido que el de los hombres.
Finalmente, debe considerarse que a la marginación que lleva consigo la propia situación de desempleo se añade el que la proporción de parados que no tienen derecho a recibir prestaciones de desempleo es muy alta en la mayoría de los estados miembros (95% en Grecia, 83% en Italia, 60% en Francia, 50% en el conjunto de la Comunidad), que éstas proporciones no han experimentado mejoras significativas en los últimos años (más bien se han deteriorado en Alemania, Reino Unido y Países Bajos) y que en la mayoría de los países las prestaciones suelen estar entre el 50% y el 75% de los ingresos anteriores
El desempleo, la precariedad y los bajos salarios no sólo están en el origen de la pobreza monetaria sino también de otras expresiones de desigualdad que afectan a los ciudadanos europeos. Los gastos sanitarios per capita, por ejemplo, en países como Francia o Alemania son entre dos y tres veces mayores que los realizados en otros como Grecia, Portugal o España, la mortalidad infantil es extraordinariamente dispar entre los diferentes estados o regiones según su nivel de desarrollo e incluso la esperanza de vida de los niños europeos es desigual según cual sea su lugar de nacimiento y las condiciones económico-sociales de sus padres.
Todas estas situaciones, como las de desigual capacidad de gasto familiar, presencia del analfabetismo, acceso a los servicios colectivos, a la vivienda o a la enseñanza ponen de relieve, en conclusión, una perspectiva multipolar de desigualdad e insatisfacción que afecta de lleno a la ciudadanía europea. Tomarlas explícitamente en consideración a la hora de valorar la naturaleza del Tratado de Maastricht es lo que creo que puede permitir discutir el Tratado no en términos abstractos sino en los que se concretan en el mayor o menor bienestar que procurará a los europeos.
En tercer lugar, hay que destacar que los dos fenómenos anteriores, de desigualdad y de carencia y malestar, se han incrementado a lo largo de la década de los años ochenta, si esta se toma en su conjunto, puesto que la relativa mejora en los índices de crecimiento en la segunda mitad no fue capaz de compensar el deterioro progresivo producido hasta 1.985. Y esto es especialmente significativo pues esta ha sido la época en que, por un lado, se han alcanzado altos ritmos de crecimiento y, por otro, cuando más potentes han sido los instrumentos de integración dispuestos por la Comunidad Europea.
El índice de disparidad interregional relativo al PIBpc aumentó entre 1.980 y 1.988 al pasar de 26.1 a 27.5. Consecuentemente, se puede apreciar que a principios de la década de los noventa había una diferencia mayor entre la media de esta magnitud correspondiente a las diez regiones más ricas (151 en 1.988 y 145 en 1.980, siendo 100 la media de la Comunidad) y a las diez más pobres (47 en 1.980 y 45 en 1.988).
Se puede afirmar, por lo tanto, que -al menos en cuanto al PIBpc se refiere- los años ochenta significaron un evidente efecto de mayor riqueza para las regiones comunitarias más ricas y más pobreza -en estos términos relativos- para las regiones más pobres.
El simple crecimiento económico no es (ni ha sido) condición suficiente para garantizar una distribución menos injusta de las rentas ni, en muchas ocasiones, tan siquiera para paliar los niveles absolutos de malestar social.
Así lo reconocía la propia Comisión de las Comunidades cuando en 1.989 afirmaba que «a pesar de la evolución macroeconómica favorable, el número de indigentes ha seguido aumentando en los diez últimos años en la mayor parte de los países de la Comunidad…se observa claramente que el número de personas que dependen de la asistencia social se ha incrementado desde el principio de la década de los setenta; este número se ha duplicado incluso en varios Estados miembros…No obstante (la ampliación del campo de cobertura social) la tendencia de fondo sigue siendo el aumento del número de indigentes».
Efectivamente, mientras en 1.970 el número de pobres (ciudadanos con ingresos menores a la mitad de los ingresos medio correspondiente a su Estado) existentes en la Comunidad se cifraba en treinta millones, en 1.985 eran más de cincuenta millones las personas que no superaban el umbral de pobreza definido habitualmente por las estadísticas comunitarias.
Eso quiere decir que para combatir o intentar al menos paliar la desigualdad, es decir, para hacer posible un mayor bienestar general menos pobreza e insatisfacción social, no se puede confiar tan sólo en el mero crecimiento del producto interior, pues la disparidad es hoy día tan acusada que no es realista confiar únicamente en el incremento de variables puramente cuantitativas.
De hecho, para que el PIBpc de una región pase de representar el 70% de la media comunitaria al 90% debería superar en 1,25 puntos el índice medio de crecimiento económico de la Comunidad en su conjunto durante veinte años (o en 1,75 puntos para alcanzarlo en 15 años). Mientras que para reducir la tasa de desempleo, por ejemplo del 20% al 15%, sería necesario mantener durante cinco años un crecimiento neto de empleo del 2,25% anual.
Parece evidente que tasas diferenciales de esa magnitud, en relación al PIBpc, al empleo o a cualquier otro índice de crecimiento no están al alcance, precisamente, de las regiones menos desarrolladas y que parten, por tanto, con una mayor desventaja de salida.
Y mucho menos sería posible, en mi opinión, si se trata de otras variables de caracter más cualitativo (educación, servicios sociales, control de población y movimientos migratorios, dotación de infraestructuras y servicios públicos, inversión de productividad -o incluso de capacidad) que requieren no sólo un incremento de los factores productivos originarios y de su rendimiento, sino, además, de un impulso exógeno generalmente en forma de recursos públicos adicionales y cuya obtención por las economías más débiles de la Comunidad se verá especialmente dificultada en el futuro al tenor de las severas reglas de convergencia macroeconómica que habrán de observarse respecto de las más avanzadas.
Eso quiere decir entonces que para limar esos desequilibrios y procurar que vayan desapareciendo las disparidades en renta y riqueza entre las regiones y los ciudadanos europeos no se requiere sólo que las empresas produzcan y vendan más, sino que se modifique también la pauta de reparto y quie se rectifique el modelo de crecimiento, de tal forma que la cohesión social y el bienestar, entendido como la posibilidad de acceso general a los recursos que hacen posible satisfacer las necesidades sociales, se erija en el norte obligado de las políticas económicas y de las decisiones que afectan a la asignación y provisión de los bienes y los servicios que la Comunidad Europea está en condiciones de producir.
Por otro lado, resulta también muy significativo que este proceso haya coincidido con el de mayor profundización en la integración política y económica. Precisamente, las desigualdades han aumentado cuando la Comunidad Económica Europea ha dispuesto de más y mejores instrumentos para la coordinación de las políticas económicas, para la definición de las coordenadas del crecimiento económico de los estados miembros y para el diseño de actuaciones conjuntas en pos del progreso económico y social de las naciones, de las regiones y de los ciudadanos comunitarios.
Sin duda, eso debería llevarnos a pensar si, verdaderamente, el diseño de la propia integración no es ajeno a la generación de la desigualdad, y si el modelo de crecimiento, de reparto y de disfrute de los recursos auspiciado no resulta, a la postre, el origen de los desequilibrios que se detectan en el seno de la Comunidad.
El camino hacia Maastricht
Como es sabido, el proceso de integración europeo ha sido progresivo, aunque lento. Paulatinamente se ha ido estableciendo un marco institucional que hiciera posible y que al mismo tiempo consolidase los pasos dados hacia la mayor integración de las economías y las sociedades.
El futuro de una Europa unida y expresión de un espacio social, económico y político de progreso y libertad constituyó indudablemente un horizonte lo suficientemente atractivo como para que se conjugaran en torno a él los esfuerzos de los pueblos más cultos y de los ciudadanos de más amplias miras. Pero, al mismo tiempo, ha sido siempre inevitable que la aspiración de tintes tan humanistas que alentó a los primeros europeístas haya atraído también al abanico tan amplio como poderoso de los intereses mercantiles. Podría decirse que la construcción europea ha sido el vector resultante de un proceso tan desigual como contradictorio entre los ideales humanistas y los intereses comerciales.
Y preso de esa contradicción, el proceso de integración no puede explicarse sin atender al poder con que cada fuerza ha procurado matizar el largo camino de la identidad europea.
Además, la diversidad en la historia, en la cultura y en la economía de cada nación ha procurado siempre una gama añadida de intereses nacionales no siempre fáciles de conjugar, máxime cuando se había de tratar los resultados materiales de la integración. Pues si ya de suyo resultó difícil diseñar un marco jurídico, legislativo o de decisión política que necesariamente llevaba consigo una merma en la concepción tradicional de la soberanía nacional, tanto más farragoso habría de ser avanzar en unos mecanismos de integración que obligaban a renunciar a espacios productivos, a someter la producción nacional a directrices supranacionales o, más gravemente, a aceptar la determinación exterior de una buena parte de las condiciones de las que dependen finalmente los resultados de las economías nacionales.
Este tipo de conflicto no es sino la expresión del natural contexto de intereses diversos y desiguales que, fuera y dentro de cada nación, condicionan el diseño de las decisiones sociales, políticas y económicas. El mismo conflicto que obliga a contemplar Europa como marco de fuerzas sociales, de poderes reales y de proyectos económicos dispares y de naturaleza diferente, si es que no se la quiere entender de una manera abstracta o bajo un velo que oculte las circunstancias reales en que se desarrolla históricamente.
Es muy significativo en este sentido la génesis de uno de los momentos más importantes en el proceso de integración europea: el Acta Unica.
Como se sabe, esta constituye un conjunto de casi 300 Directrices que establecían por primera vez el marco necesario para la creación de un auténtico mercado europeo. Se trataba de crear un espacio en donde quedaran eliminados todos los obstaculos y limitaciones a la libre circulación de mercancías, capitales y servicios y en donde el mercado fuese el único regulador del sistema, haciendo desaparecer en lo posible la intervención de los Estados.
Por lo tanto, implica la desaparición de fronteras físicas, técnicas, fiscales o legales que impidan o dificulten la circulación de factores en el seno de la comunidad. Para ello se exigía eliminar las limitaciones u obstáculos en sentido estricto así como las discriminaciones más sutiles originadas por la existencia de subvenciones nacionales, de marcos legales diferentes, etc. y llevaba consigo la cesión de competencias nacionales en temas económicos y políticos, en la elaboración de la políticas monetaria y fiscal, reglamentaciones de calidad, denominaciones de origen, y en general en todos los ámbitos suceptibles de limitar la plena circulación, es decir, la constitución de un verdadero mercado único.
Las pretensiones integradoras del Acta eran de tal magnitud que permitieron decir al italiano Andreotti que al final del proceso abierto por ella, en cada nación comunitaria sólo quedaría el ejercito nacional (subordinado a la UEO y la OTAN) y la bandera.
Quiere decirse, por tanto, que el Acta Unica representó un paso de vital importancia para la Europa Comunitaria y que estaba llamado a marcar la naturaleza de su progreso futuro. Y es precisamente por eso que debe resultar muy significativo el origen del Acta y de sus directrices según se ha sabido después. Preocupado por la ralentización del proyecto de integración que llevase al mercado único, el dirigente de la compañía Phillips Wisse Dekker reunió a cuarenta representantes de «las más grandes empresas europeas» -en sus propias palabras- y de entre ellos salió el documento que luego sería asumido por el Comisario Cockfield para la elaboración de la propuesta de 300 directivas en las que se basaría el Acta Unica..
Este origen quizá pueda explicar que, a diferencia de lo que sucedía con la integración económica, los aspectos relativos a la integración política y social quedasen claramente relegados. Y podría explicar también que el diseño del proyecto de integración quedara finalmente impregnado por criterios muy distintos a los que habían inspirado la mayoría de los informes solicitados por la Comisión o el Parlamento europeos y que habían advertido de los peligros que se cernían sobre el equilibrio territorial y la igualdad de seguirse el camino que el Acta finalmente terminó por imponer.
Aunque desde las primeras declaraciones fundacionales la Comunidad había tratado de ser especialmente sensible a las desigualdades y los desequilibrios territoriales y personales, lo cierto es que las políticas comunitarias difícilmente han sido capaces de corregirlos a lo largo de los años, como demuestra precisamente su evolución a la que hice referencia anteriormente. Y eso es algo que no debe extrañar pues es un hecho reconocido que el objetivo central de las políticas económicas comunitarias ha sido mejorar la competitividad global de la economía comunitaria que permitiera fortalecer la posición comercial de las grandes empresas europeas en el contexto mundial, es decir de aquellas cuyos dirigentes estimularon el nacimiento del Acta Unica y propusieron sus contenidos; y ello «aunque como efecto lateral aumenten las diferencias regionales y sociales».
El Acta Unica vino a confirmar precisamente este objetivo, como no podía ser menos viniendo la propuesta de quien venía, y a instaurar la filosofía de que debía de ser exclusivamente el mercado quien se convirtiese en el mecanismo principal de asignación y provisión de los recursos.
Los estudios que se habían realizado antes y después de la firma del Acta Unica ponían reiteradamente de manifiesto que en esa dinámica -y si no se establecían adecuados y potentes mecanismos de redistribución- se multiplicarían los desequilibrios y desigualdades.
Incluso, más adelante, en el Comité presidido por Delors que debería presentar el Informe previo a la Unión Ecoómica y Monetaria se pusieron de manifiesto posiciones contrarias acerca de esta filosofía. De una parte, la de quienes defendían que era preciso resolver previamente problemas estructurales de desigualdad entre regiones, para lo que había que avanzar en la dotación de infraestructuras que hicieran competitivas a todos los espacios de la comunidad. Y por otra, la argumentación -representrada por los portavoces del Bundesbank alemán y que se impuso finalmente- favorable a la supeditación de la política fiscal a la política monetaria al exigirse techos vinculantes a los déficits de los países y que entronizaba de manera mucho más contundente a las relaciones de mercado.
Pero incluso a pesar del sesgo marcadamente liberal y monetarista del que se impregnó finalmente el Informe Delors, en él se llegó a advertir (punto 29) que «si no se presta suficiente atención a los desequilibrios regionales la Unión Económica habría de enfrentarse a graves riesgos económicos y políticos». Más adelante, el citado informe del IFO aventuraba igualmente futuros problemas incluso de «desintegración progresiva de las unidades que constituyen la Comunidad» por esta causa.
El Tratado de la Unión Económica y Monetaria
Fue en este Informe Delors donde se definen las condiciones y los requisitos que debían dar cuerpo al mercado único y, más adelante, a una auténtica unión económica y monetaria.
Para ello se establecen cuatro medidas básicas que deben garantizar el ajuste necesario para homologar a las economías comunitarias en un contexto de mercado único: movilidad factores, flexibilidad salarial, convergencia de políticas económicas e intensificación de la competencia. Y, junto a ellas, se establecían los que debían ser los requisitos básicos de la unión monetaria: tipos de cambio irrevocablemente fijos, techos vinculantes a los déficits públicos y creación de un Banco Central Europeo para vigilar la estabilidad precios.
Más adelante, el Consejo de Roma de 1.990 confirmó la filosofía gradualista estableciendo tres etapas para conseguir la Unión Monetaria:
1? implantación del mercado único, progreso en la convergencia económica y reforzamiento de la coordinación de políticas monetarias.
2?. Además de proseguirse en la convergencia y la coordinación, se crearían los embriones de las instituciones monetarias europeas y se reforzaría la implantación del ECU.
3?. Fijación irrevocable de los tipos de cambio y moneda única.
Sin embargo, mientras que el Acta Unica había avanzado más o menos bien, aunque no por ello sin problemas, el futuro de la Unión Monetaria no conseguía avistarse con solidez: la coyuntura económica ya cambiante y que comenzaba a dar signos de inversión en la dinámica de expansión, los conflictos internacionales como la Guerra del Golfo, la evolución desigual de las economías de la Comunidad, los cambios en los países del Este que habían obligado, sobre todo a Alemania, a distraer la atención hacia el exterior paralizaban en buena medida el proyecto.
En ese contexto, el Tratado firmado en Maastricht no sólo será un simple relanzamiento del proyecto de integración, sino que permitirá también hacerlo con una doble conveniencia: ligándolo a los principios de mercado propios de la ideología liberal que en ese momento están en su mayor auge y, a la vez, proporcionando unos criterios de ajuste económico que resultarán mucho más fácilmente asumibles por la opinión pública al poder revestirse como pasos necesarios para un proyecto genéricamente deseable de Unión Europea.
De la forma más resumida posible el Tratado se basa en dos grandes pretensiones: alcanzar como meta final la unión monetaria (para lo que se termina creando el Banco Central Europeo y adoptando el ecu como moneda única) y establecer unos objetivos monetarios y fiscales (las llamadas condiciones de convergencia) que hagan posible alcanzar lo anterior.
Para ello los acuerdos de Maastricht contienen:
– El Tratado sobre la Unión Europea que modifica el de Roma y los constitutivos de la CECA y EURATOM. Las dos terceras partes del texto se refieren a la Unión Económica y Monetaria.
– Diecisiete protocolos de los cuales trece se refieren a aspectos relacionados con la UEM, y otros cuatro al Acuerdo Social sin el Reino Unido, a la cohesión económica y social, a los órganos consultivos de la comunidad y a la cuestión del aborto e Irlanda.
– 33 Declaraciones
Como se sabe, debe ser ratificado por todos los estados miembros durante 1.993 y, en la medida en que modifica el Tratado de Roma, exige unanimidad.
Como queda dicho, la constitución de la UEM es la cuestion central del Tratado. El objetivo esencial es convertir al ECU en moneda única de la Comunidad y al Banco Central Europeo en la máxima autoridad monetaria de la misma.
Este objetivo se pretende alcanzar en el Tratado creando instituciones europeas, estableciendo unas «condiciones de convergencia» y estableciendo fases para alcanzar los objetivos.
Las instituciones serán las que deberán velar por el cumplimiento de las condiciones, marcar los ritmos, regular las funciones, etc. y las más importantes son:
– El Instituto Monetario Europea que será el órgano encargado de la construcción de la UEM y que será asumido en su día por el Banco Central Europeo cuando se haya logrado la Unión Monetaria.
– El Sistema Europeo de Bancos Centrales, en el que se integrarán los de los Estados miembros.
– El Banco Central Europeo, que emitirá el ECU y que será la máxima autoridad monetaria de la comunidad.
– El Banco Europeo de Inversiones.
Otro aspecto esencial del Tratado lo constituyen las llamadas «condiciones de convergencia».
Puesto que se trata de construir una Unión Económica y Monetariar debe procurarse que las economías que la van a integrar sean lo más homogéneas posibles. Por eso se quiere procurar que las economías tienda a tener una «presencia» macroeconomica semejante. Y ello se consigue estableciendo unas condiciones de convergencia, de acercamiento que son las siguientes:
– permanecer al menos dos años en la banda normal del 2,25% de fluctuación y sin que sea necesaria devaluación en los dos años previos a la evaluación.
– que la inflación no supere en más de un 1,5% la media de los tres países que la tengan más baja.
– que los tipos de interés a largo plazo no sean superiores en más de dos puntos a la media de los tres paises con menor inflación el año previo.
– que el déficit público no supere el 3% del PIB.
– que el endeudamiento del sector público no supere el 60% del PIB.
Por último, para alcanzar los objetivos se establece un calendario con etapas sucesivas y cuyos contenidos son los siguientes.
1? etapa. Hasta el 1 de Enero de 1.994.
Si lo necesitan, los diferentes países elaboran programas de convergencia. Además, se siguen los procesos iniciados con el Acta Unica: libre circulación de capitales, coordinación de políticas monetarias, establecimiento del Mercado Unico en 1.993.
2? etapa. De 1 de Enero de 1.994 a 1 de Enero de 1.997 (como muy pronto o al 1 de Enero de 1999).
Entonces se profundizará el camino para la UEM, con una disciplina más fuerte.
Para ello,
1. se prohibe la financiación monetaria del déficit público,
que los paises respalden la deuda de otro y el acceso preferencial de los Estados a los mercados financieros.
2. Se inicia la independencia de los bancos centrales de sus gobiernos.
3. Se crea el Instituto Monetario Europeo para reforzar la coordinación monetaria y establecer la mayor disciplina.
4. La política fiscal de cada estado se supervisa multilateralmente para evitar los déficits públicos.
5. Antes del 31 de Diciembre de 1.996 el consejo decidirá por mayoría cualificada si se cumplen las condiciones para entrar en la fase 3 y quienes pasarán a la misma.
En ese momento pueden darse dos situaciones:
a) una mayoría de estados cumplen las condiciones de convergencia. En este caso éstos pasan a la fase 3, cuya fecha de comienzo se fija en ese momento. Los demás quedan en situación de excepción.
b) Sólo cumplen las condiciones una minoría de miembros. Entonces sólo estos entrarán en la 3 fase en 1-1-99.
3? etapa. El inicio, como acabo de decir, depende del grado de cumplimiento de la convergencia.
El Banco Central Europeo (rodeado por los 12 Bancos Centrales que componen el Sistema Europeo de bancos centrales) se instituye como autoridad monetaria máxima con el fin principal de mantener la estabilidad de los precios. El ECU se convierte en la moneda única de la Comunidad. Los estados miembros dejan de tener políticas monetarias independientes, pues esta es definida por el SEBC y la política monetaria externa la fija el consejo de Ministros de Economía y Finanzas y el BCE.
Además se establecen reglas de política fiscal y se fijan los tipos de cambio irrevocables.
Las implicaciones de una unión económica y monetaria
Conviene precisar siquiera sea brevemente las connotaciones que lleva consigo alcanzar una estructura integradora como la prevista en el Tratado de la Unión pues en esta situación hay diferencias sustanciales con la forma en que se organiza la economía en estados nacionales.
En relación con el mercado interno hay que tener en cuenta que en un estado nacional la actividad economica esta sometida básicamente a los mismos impuestos, a las mismas cargas sociales y existe un conjunto de normas legales que afecta por igual en su interior. Por el contrario, en una UEM, los sistemas imposisitvos no están plenamente homogeneizados, como tampoco los sistemas de seguridad social ni el conjunto de las normas legales.
En relación con la moneda, en un estado nacional su gestión se lleva a cabo tomando en consideración la actividad economica y vinculada con el conjunto de decisiones económicas que adoptan los gobiernos, mientras que en la UEM el gobierno de la moneda está centralizado y su control es independiente tanto del gobierno europeo que en puridad no existe, como de los de cada pais.
Finalmente, también se produce un cambio sustancial en relación con la intervención de los propios Estados en la vida económica que se manifiesta incluso en términos puramente cuantitativos: mientras que en un estado nacional la actividad pública supone una parte muy importante de la actividad económica (un 44% en el caso español), en la UEM, es una parte muy pequeña (el presupuesto comunitario representa menos del 2% del PIB conjunto).
En los estados nacionales el Estado ha llegado a desempeñar un papel redistributivo fundamental a través de la política de ingresos y gastos públicos; en la UEM, y a consecuencia de la reducida función de los mecanismos fiscales las actuaciones redistributivas son mucho menos potentes.
En el ámbito de la protección social, el Estado facilita las mismas prestaciones sociales a todas las regiones en un estado nacional, mientras que en la UEM cada región, cada pais, tiene un sistema diferente y no se contempla su homogeneización al abandonarse la idea del espacio social europeo.
En resumen, en un estado nacional la adminsitración pública juega un papel corrector del mercado y de las vicisitudes de la moneda evitando que ambos den lugar a desigualddes agudas y que lleguen a poner en peligro la estabilidad social.
Sin embargo, en la UEM los gobiernos de los paises miembros no tienen soberanía para actuar en parcelas trascendentales de la economía: no pueden emitir moneda, no pueden incurrir en déficits presupuestarios, no pueden utilizar las variaciones en los tipos de cambio como instrumentos de política económica, no tienen en suma autonomía para llevar a cabo la politica fiscal y monetaria.
Independientemente de otras consecuencias a las que haré referencia inmediatamente, todo ello quiere decir, sobre todo, que se pierden instrumentos correctores de todo tipo facilitando por ello, tal y como es deseado, la libertad de movimientos de los agentes, de las mercancías y de los capitales y asumiendo los resultados de asignación y provisión que se derivan de ella sin los contrapesos que tradicionalmente utilizan los gobiernos nacionales para evitar los efectos malévolos que son inevitables en las relaciones de mercado, cuando estos son tan imperfectos como lo son en la realidad.
Una evaluación global del Tratado de Maastricht
Para analizar los previsibles efectos globales del Tratado sobre el bienestar social me parece necesario destacar los rasgos más importantes del modelo de crecimiento que propugna y el conjunto de prioridades de política económica que establece.
Antes de nada, sin embargo, me parece necesario señalar que desde esos puntos de vista, el Tratado de Maastricht no supone verdaderamente una dinámica diferente a la que se había consolidado años antes y especialmente desde el Acta Unica. Sí es característico, sin embargo, su mayor rotundidad a la hora de asumir los principios del liberalismo y del monetarismo en boga y, en consecuuncia, de reivindicar el mercado como eje central de la construcción europea.
Y es precisamente de la consideración de esos principios, que en mi opinión son los que expongo a continuación, de donde pueden inferirse los efectos del Tratado sobre las condiciones de vida y trabajo que afectarán a los ciudadnos europeos en el futuro.
1. El mercado como eje de la actividad económica
El propio Tratado de la Unión Europea (art. 3 A) establece claramente que la política económica encaminada a alcanzar los objetivos comunitarios se llevará a cabo con «respeto al principio de una economía de mercado abierta y de libre competencia».
En consecuencia, es inevitable que la discusión acerca del bienestar, de la desigualdad y los desequilibrios en la Europa comunitaria se proyecte sobre las consecuencias de este principio de respeto al mercado «de libre competencia» que inspira necesariamente la actuación de sus políticas económicas.
De su asunción se siguen cuatro grandes criterios que deben gobernar la integración de las estructuras económicas de los estados miembros: la mayor movilidad posible de los factores (que garantice su desplazamiento allí donde su uso resulta ser más valioso), la flexibilidad salarial (que evite que los costes salariales constituyan un factor de rechazo a la valorización de los capitales en los lugares donde éstos encuentren mejores condiciones de aplicación en virtud de la búsqueda de economías de escala y proyección de mercado), convergencia de políticas económicas (que permita hacer efectiva la unión económica, puesto que ésta comporta una limitación en los instrumentos de política económica de cada estado) y política de competencia (que elimine trabas y obstáculos para la rentabilización de los capitales en el mercado).
Se supone que el funcionamiento del mercado garantizará la movilidad suficiente y la eficiencia necesaria de manera que el Mercado Unico primero y la Unión Económica y Monetaria más tarde permitan que «todos salgan ganando» con la integración.
La plena movilidad, por una lado, haría posible la expresión de las ventajas comparativas de cada Estado o región permitiendo la especialización y la ventaja recíproca de todas ellas, mientras que la diferencial de salarios, lejos de constituir un incómodo elemento de divergencia, sería el factor que garantizaría el fluir de los capitales a las regiones menos desarrolladas y con más bajos costes del trabajo.
Sin embargo, la realidad de las cosas es bien distinta. Cuando se profundiza en la dinámica del mercado, resulta que ésta no produce el efecto equilibrador pretendido, sino más bien el contrario. Como puso de manifiesto el IFORME PADOA, «las regiones sólo tienden a igualar sus ingresos per capita, como resultado de la movilidad de los capitales y de la mano de obra, bajo ciertas condiciones excepcionales y nada realistas…La historia y la teoría económica enseñan que cualquier extrapolación de la teoría de la «mano invisible» al mundo real de la economía regional, en presencia de medidas de apertura de mercados, carecería de todo fundamento».
La economía comunitaria se caracteriza por la amplia presencia de fenómenos de concentración oligopólica (frente a los que, por cierto, tan poco combate presenta la política «de competencia») que originan que los mercados sean extraordinariamente imperfectos. Además, la existencia de economías de escala como determinantes -más que la ventaja comparativa- de la especialización en el somercio son circunstancias que, como también señaló Krugman, no permiten distinguir claramente las consecuencias positivas de la integración en todas las zonas afectadas. Por el contrario, este autor indica que «el principal obstáculo para reforzar la integración económica reside en el hecho de que, al menos a corto plazo, sus beneficios no se distribuyen de igual manera entre los países». Como tampoco hay evidencia empírica alguna de que los costes salariales más bajos de las regiones menos desarrolladas constituyan un incentivo suficiente para la atracción de capitales, toda vez que éstos, en las condiciones de transnacionalización existentes, pueden supeditar como regla general la variable salarial a otras como la productividad, los costes derivados de la peor infraestructura, la diferenciación de precios que permite la estructura oligopólica del mercado, o la más habitual aparición de economías de escala, de concentración o integración en las zonas más desarrolladas.
Estas circunstancias, y el hecho de que la integración a través del mercado conlleva una reducción de las barreras que pueden proteger a las economías más débiles, ocasionan, por lo tanto, una mayor indefensión de estas últimas y, en suma, que sean las más desfavorecidas, tal y como han puesto de manifiesto los diferentes informes que se han venido citando, mientras que las más ricas serían también las más favorecidas.
2. La renuncia a una auténtica cohesión social comunitaria
La profundidad de los desequilibrios regionales y de las desigualdades personales han sido de tal magnitud que la propia Comunidad ha sido consciente de los peligros que se generan sobre su propio futuro.
Esta preocupación llevó a poner sobre el tapete la necesidad de alcanzar un adecuado nivel de cohesión social y económica entre los Estados miembros, lo que reconoció incluso la propia Comisión de las Comunidades al señalar, en el Consejo celebrado en junio de 1.989, que aquella debía constituir el contexto en donde debía desarrollarse el proyecto hacia la Unión Económica y Monetaria.
En el Tratado de la Unión Europea la cohesión social sigue constituyendo un objetivo del proyecto integrador (art. 2), aunque no una condición para impulsar el crecimiento económico y para determinar las medidas de política económica. Y, de hecho, tal y como puede comprobarse en el Protocolo sobre la cohesión económica y social que acompaña al Tratado, se reduce al fomento de mecanismos reequilibradores, renunciándose, de esa forma, a comprenderla como un prerequisito del crecimiento económico igualador e igualitario.
Puede decirse, por tanto, que se ha renunciado a la cohesión social tal y como había sido formulada inicialmente, como el «grado hasta el cual las desigualdades en el bienestar económico y social entre distintas regiones o grupos de la Comunidad son política y socialmente tolerables». Desde antes del Tratado, y después con mucha mayor rotundidad, el concepto de cohesión social ha ido perdiendo, especialmente a la hora de hacer efectivas las políticas económicas globales, esa significación amplia y ligada a la fijación de objetivos concretos sobre el bienestar social, para quedar reducida a una simple aspiración compensatoria ante los desequilibrios que esas mismas generan.
La cohesión social es ciertamente un objetivo que se reputa necesario (aunque no siempre ni en la misma medida deseado por todos) para hacer frente a los desequilibrios ya lacerantes que afectan a la Comunidad, pero lo es tan sólo como un simple bálsamo paliativo de los efectos perversos del modelo de crecimiento adoptado y de los estímulos que han sido preferidos para incentivarlo, no como una característica que se desee como intrínseca al mismo.
Efectivamente, el punto de partida esencial que se consolida con el Tratado de Mastricht es que debe llevarse a cabo sobre la base del «ajuste de mercado», tal y como expresó en su día con total claridad la principal autoridad monetaria europea al afirmar que «la reducción de los desequilibrios estructurales debe ser corregida principalmente a través de los mecanismos de ajuste de mercado: el otorgamiento de asistencia financiera para promover la cohesión económica y social tan sólo lograría minar ese proceso» y así lo ha admitido en diversas ocasiones el Presidente Delors al expresar la inoportunidad de generar fondos de compensación europeos.
Y lo que resulta esencial en este sentido es que la dinámica del mercado es no sólo productora, sino también reproductora de desigualdad cuando se parte de dotaciones iniciales de recursos desiguales, tal y como evidentemente sucede en la realidad comunitaria. Precisamente por ello, cuando se prioriza el fortalecimiento del mercado y si es que no se desea un auténtico desbordamiento de los desequilibrios, resulta necesario un extraordinario esfuerzo presupuestario tan sólo para limitar un impacto desigualador tan grande como el que, en el caso de la Comunidad Europea, lleva consigo la construcción del mercado único.
3. La inexistencia de impulsos fiscales para la redistribución
Sin embargo, la posible magnitud de ese esfuerzo se ve enormemente reducida en el seno de la Comunidad, en primer lugar, por las limitaciones propias de su política presupuestaria y, en segundo, porque el camino hacia la Unión Económica y Monetaria se orientó por la senda más útil para hacer posible tan sólo la libertad de operar en los mercados y para fortalecer un modelo de crecimiento cuyo caracter «intrínsecamente desequilibrador» ya había sido puesto de manifiesto reiteradas veces como una importante amenaza para los desequilibrios existentes en el interior de la Europa comunitaria.
El conocido como Informe MacDougall puso de relieve la gran potencia redistributiva del sistema tributario y del gasto público en Europa al señalar cómo habían contribuído a reducir las desigualdades en renta per capita de los países estudiados en torno a valores cercanos al 40%. Pues bien, para alcanzar este efecto en la Comunidad de los doce sería preciso un volumen de transferencias equivalente aproximadamente al 2% del PIB comunitario, mientras que el gasto total comunitario en 1.992 representó algo menos del 1,3% de dicha magnitud.
Y a esta limitación puramente cuantitativa hay que añadir otras circunstancias que impiden de hecho el suficiente impacto redistributivo de la política presupuestaria de la Comunidad. En primer lugar, el caracter regresivo de la estructura de ingresos por causa del gran peso del recurso IVA. En segundo, que, a pesar de que en conjunto los Estados menos desarrollados contribuyen en menor medida a las arcas comunitarias, aún se producen situaciones de claro desequilibrio (como es el que -gracias a los pagos por la PAC- Dinamarca o los Países Bajos sean beneficiarios netos y resulten más favorecidos que Italia o España). Y, finalmente, que como consecuencia del diseño del ajuste y de las reglas de convergencia establecidas para alcanzar la Unión Económica y Monetaria se produce una importante pérdida de impulsos fiscales como consecuencia de tres circunstancias singulares: la supeditación de las políticas presupuestarias al cumplimiento de los objetivos de estabilidad monetaria exigidos, la pérdida de versatilidad de los instrumentos tradicionales de la Política Fiscal como consecuencia de la limitación de los déficits públicos y, poor último, a causa del fenómeno llamado de «desfiscalización competitiva» provocado por la menor recaudación a que puede dar lugar el incentivo a la movilización de los factores. Y, en definitiva y de manera mucho más trascendental, porque se ha renunciado a la creación de una auténtica Hacienda Europea, condición imprescindible -en un proceso cuyo contexto final pretende ser el de la unión política- para que la integración económica fuese una realidad no sólo desde la perspectiva del equilibrio entre los agregados económicos relativos a la moneda y la estabilidad de los precios.
Todo ello permite concluir claramente, como lo hizo el Informe IFO, que las dotaciones presupuestarias «no pueden paliar de modo significativo las disparidades regionales ni siquiera cuando los efectos positivos sean considerables en las regiones problemáticas».
4. La vision macroeconomizada y nominal de la política económica
Como consecuencia del caracter que impregna al modelo de crecimiento en que se basa la integración europea las política económicas que le sirven de estímulo presentan a su vez rasgos definitorios y que condicionan los resultados que pueden alcanzar sobre el empleo y el bienestar. Los más importantes en mi opinión son los siguientes.
En primer lugar, la opción por un significado macroeconomizado de la convergencia entre las diferentes economías de los estados miembros que ha supuesto renunciar a lo que se llamó la «convergencia real», esto es, la que contempla la evolución y distribución del producto interior, la tasa de crecimiento económico o el volumen de desempleo. Eso implica que, incluso de poder alcanzarse, la convergencia entre las economías nacionales no será plena pues dejará de afectar a la actividad productiva, a las condiciones en que se desenvuelve la economía real y que son las que inciden realmente sobre los ingresos de quienes sólo pueden obtenerlos con la contribución de su trabajo.
En segundo lugar, la naturaleza del ajuste preciso para conseguir la convergencia que se ha basado principalmente en la flexibilización y la re-regulación. De esta forma se dejan inermes a las zonas o los agentes económicos más debilitados por la competencia oligopólica y las estrategias de las corporaciones transnacionales, cuya secuela de imperfección en los mercados no se encuentra, sin embargo, limitada.
En tercer lugar, la severidad de las reglas de cambios establecidas como soporte del Sistema Monetario Europeo. Estas, además de ser técnicamente incapaces de evitar la inestabilidad monetaria (como la tozudez de los hechos no ha tardado en demostrar), limitan la capacidad de ajuste exterior e interior de los Estados al impedirles utilizar la palanca del tipo de cambio que es necesaria cuando no existe homogeneidad real entre sus estructuras productivas, regionalizan los que hasta ahora son problemas internos de balanza de pagos y conducen, como reconoció Schlesinger, gobernador adjunto del Bundesbank, «a un mayor declive relativo en las regiones que ya eran estructuralmente débiles y a una degradación de las balanzas comerciales de los miembros menos competitivos del Sistema Monetario Europeo».
Finalmente, hay que destacar la prioridad concedida a la Política Monetaria a la hora de abordar los desequilibrios que produce el proceso de integración en su conjunto y en el interior de cada economía y que viene a convertir a la moneda en el signo distintivo de la Unión Europea (desde luego con pretensiones más prosaicas y alejadas del europeísmo inicial de los padres fundadores).
Este vigor inusitado que se le proporciona a la política monetaria tiene un significado triple que tampoco debe pasar desapercibido desde el punto de vista del bienestar. En primer lugar que esta política tiene la ventaja de que requiere menos aparato administrativo y se instrumenta desde los Bancos Centrales (en el futuro, y con gran autonomía, desde el Banco Central Europeo) organismos más defendidos del control parlamentario y ciudadano. En segundo lugar, que permite además regular directamente la circulación monetaria que es el lugar privilegiado de realización de los beneficios si se tiene en cuenta que la reconversión productiva destruye tejido industrial y libera ingentes recursos financieros destinadas a la especulación financiera y a la inversión no productiva y para cuya rentabilización son imprescindibles políticas de tipos de interés adecuadas. En tercer lugar, y lo que no es menos importante, que bajo la apariencia de que está libre de toda connotación redistributiva permite sin embargo llevar esta a cabo y a favor de los agentes más poderosos que disponen de gran liquidez, principalmente las grandes empresas europeas y transnacionales, al concebirse para dejar hacer al sistema de intercambio que produce la desigualdad.
Todo ello quiere decir que el diseño de la convergencia y el de las propias políticas económicas ha vuelto la cara a la necesidad de fortalecer los espacios productivos, de generar impulsos endógenos creadores de renta e ingresos y que se ha preferido, por el contrario, consolidar un doble status comunitario: el de las economías cuya fortaleza (por el peso específico que allí tiene la gran empresa) están en condiciones de alcanzar un estado nominal de equilibrio macroeconómico y, de otro lado, el de los cada vez más numerosos sectores o incluso economías en su conjunto que se convertirán en dependientes de lo que se ha llamado «el núcleo duro» de la Comunidad y que, con menor riqueza y menos liquidez, no podrán escapar de la política del subsidio ni del declive industrial y productivo.
5. Una renuncia exlícita al igualitarismo y al bienestar general
Resulta verdaderamente sorprendente que los diseños ejecutivos del proceso de integración europea hayan estado tan sordos ante las precauciones advertidas por tantos informes y dictámenes elaborados, incluso, por encargo de las propias instituciones comunitarias.
Soslayando los peligros del desequilibrio y la desigualdad, la apuesta realizada por la estrategia de mercado deriva en un ajuste traumático a costa de la colocación rentable de los capitales en el solar europeo. Gracias a la liberalización y la flexibilización de las estructuras productivas que simplemente facilitan la concentración y el dominio de los mercados se generan, finalmente, mercados imperfectos y bien distintos de los de libre competencia a los que se alude en las declaraciones de principios, pero que constituyen un contexto ideal para que resulten fortalecidas las estrategias de predominio de los intereses comerciales y financieros más poderosos.
Sin que pueda negarse, como he señalado antes, la reacción comunitaria frente a la desigualdad, ésta no deja de ser sino un intento, tan contradictorio como a la postre poco eficaz, de paliar los efectos desigualadores que ocasiona la concentración, la desarticulación de las políticas de ajuste interno de los estados y el debilitamiento de sus barreras frente a un exterior que, bajo esas coordenadas, es siempre amenazante.
Al salvaguardar por encima de todo un modelo de crecimiento basado en el aprovechamiento de las situaciones de desigual dotación de recursos se incentiva inevitablemente y de manera simultánea un reparto igualmente desigualitario y desigualador que se expresa en la exclusión y en el empobrecimiento. Pero es que, incluso cuando se les hace frente incluso con recursos menguados, cuando las políticas públicas se autonomizan de los «valores de mercado» -naturalmente insolidarios- para contener el malestar social o evitar sus expresiones más rebeldes, se incurre necesariamente en la contradicción de generar desincentivos a la propia dinámica del mercado, provocando (por ejemplo, a través, de los déficits públicos) su inestabilidad y su falta de resguardo. Presas de esta contradicción, las políticas comunitarias para el bienestar sucumben finalmente ante las poderosas armas de la competencia oligopólica y el mercado, cuya demanda no la realizan los pobres y menestorosos sino quienes disponen de influencia política por su poder económico.
Por otro lado, vincular tan excesivamente el proceso de Unión Europea a la consecución de equilibrios macroeconómicos que no tienen en cuenta la diversidad real de las economías y las sociedades que integran la Comunidad (ni pueden pretender alcanzarla puesto que ésa es la base de la rentabilidad transnacional) no puede sino dar lugar a la divergencia real y nominal, como en buena medida se puede comprobar si se compara la situación de cada estado en relación con las reglas de convergencia desde su aprobación en Maastricht hasta la fecha, la vulnerabilidad frente a las tensiones internacionales o, incluso, su muy débil arraigo en la opinión pública.
De ahí, en definitiva, la enorme esquizofrenia que caracteriza al proceso hacia la Unión después del Tratado de Maastricht y de la puesta en práctica de los programas de convergencia: cuando más necesario es el apoyo ciudadano para la integración, cuando más falta hace la legitimización pública del proceso, más ciudadanos descontentos se crean, porque cada vez son más los parados y los indigentes, es decir los que no están llamados a disfrutar del festín generado para que las grandes empresas puedan «competir de manera más agresiva en el mercado mundial». Objetivo, naturalmente, para el que la igualdad constituye efectivamente una «amenaza» cuya institucionalización, se ha llegado a decir, «disipará las ventajas de la profundización de la Comunidad Europea».
Los primeros pasos dados para la ratificación del Tratado han mostrado el coste político de esas contradicciones; la inestabilidad financiera es así mismo buena prueba de lo fútil que es diseñar proyectos de progreso sobre bases nominalistas; los programas de convergencia no han llegado a ser verdaderamente más que intentos de rígido ajuste sin consenso social y que han sembrado inquietud sin reducir el malestar social; su eficacia para acercar entre sí las distintas economías europeas se ha mostrado técnicamente tan reducida como inútil su pretensión de garantizar una evolución armónica hacia la Unión de las diferentes naciones comunitarias; los plazos establecidos no han servido, en fin, sino para reproducir una vez más el protocolo vacío de las grandes fechas memorables.
Las cumbres posteriores a la firma del Tratado han constituído ceremonias progresivas donde se han inmolado las ilusiones unitarias bajo fórmulas de renuncia tan subrepticias como la de «las dos velocidades» o «la unión a la carta», únicas alternativas encontradas frente a los nuevos coletazos de crisis, de desempleo y de insatisfacción.
Incluso las tímidas demandas del Presidente Delors para que la convergencia contemple los niveles de desempleo como forma de considerar la situación real de las economías no han servido sino para debilitar su propia posición política, en un contexto en el que las llamadas al pragmatismo ocultan verdaderamente la falta de proyectos realistas y, mucho menos, de mayor bienestar social.
En realidad, tan sólo la nave nodriza de la centralización monetaria surca sin contratiempos las aguas comunitarias. Sin que a los poderes establecidos parezca preocupar, más bien todo lo contrario, que también en la nueva Europa sólo el viejo caballero, como dijo Quevedo,
«da y quita el decoro
y quebranta cualquier fuero».
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