En volumen colectivo «La evolución del derecho en los diez últimos años». Tecnos, Madrid 1992.
Para abordar el problema de la solidaridad desde la perspectiva económica será preciso previamente llegar a un acuerdo sobre lo que entendemos por ella. Sin perjuicio, como veremos más adelante, de que no será menos importante el acuerdo, no siempre evidente sino más bien todo lo contrario, de lo que debemos entender como «perspectiva económica».Creo que sería aceptable afirmar que por solidaridad entendemos normalmente la acción conjunta o colectiva tendente a evitar el desamparo, la desprotección o la insatisfacción de las necesidades de otras personas. La solidaridad, por lo tanto, se soporta sobre dos conceptos esenciales: la acción no egoísta que comporta hacer de uno el problema ajeno y la tendente a evitarlo o resolverlo.Sin perjuicio de admitir que cualquier sociedad, y por tanto cualquier economía, no es ajena -aunque bien sea en escaso grado- a este tipo de acciones, lo que sí puede decirse es que la solidaridad no han sido nunca la expresión característica de los comportamientos individuales o colectivos relevantes, es decir de aquellos que cohesionan y dan forma a las relaciones sociales, a la sociedad como un todo.Podría decirse, entonces, que el principal problema económico de la solidaridad es que ésta no se constituye en sí como problema económico, o dicho de otra forma que la economía -como ciencia y como práctica social- no asume en el corazón de su problemática – en los ejes de su perspectiva- el comportamiento solidario.Unas veces, la solidaridad se entiende exclusivamente como la cooperación necesaria para alcanzar los intereses propios. Así, se diría que ciertos oligopolios son cooperantes o solidarios, que en el interior de la empresa se producen estrategias basadas en la solidaridad, etc. Pero no es este el sentido que damos aquí a la solidaridad, tal y como dije al principio.
Otras veces, la solidaridad -como comportamiento de naturaleza y objetivos estrictamente económicos- se reduce a un ámbito muy minoritario, estrecho y marginado de la acción económica: el cooperativismo o la economía social. Ambito -no hay que insistir en ello- que es claramente un típico subproducto de las economías occidentales y que como tal es abordado por el conocimiento económico al uso.
Los comportamientos solidarios han sido, por el contrario, objeto de estudio por la moderna teoría de los juegos. Se construyen modelos bipersonales básicos que describen situaciones conflictivas y el enfrentamiento entre actitudes cooperativas (que podríamos también denominar solidarias) y comportamientos egoístas. Estos modelos, como otros de estrategias reactivas, de juegos reiterativos, etc. responden a estrategias-tipo muy diferentes de las que se dan en la realidad, por lo que las conclusiones que permiten obtener son de escasa proyección en la acción social, como suelen reconocer sus autores.
El comportamiento solidario, en suma, no ha sido materia cordial -en el doble sentido del término- al análisis económico. Este más bien se ha sustentado en una comprensión del comportamiento humano como naturalmente insolidario y poco cooperante, modernamente -como veremos después- incluso netamente egoísta.
Se ha llegado a decir, nada más y nada menos que por Pareto, que «la solidaridad sirve de pretexto a todos los que quieren gozar del fruto del trabajo ajeno y a los políticos que tienen necesidad de reclutar partidarios a costa de los contribuyentes, constituyendo tan sólo un nuevo nombre dado a un género de egoísmo de los más malsanos».
Es decir, que han tenido notorio eco este tipo de posiciones derivadas de las que Spencer personificó, con más éxito del pensable, cuando afirmaba que «toda criatura incapaz de bastarse a sí misma debe desaparecer».
La material ausencia de preocupación por lo solidario de la ciencia económica choca, desde luego, con la expresión que realmente ha tenido siempre el progreso de los pueblos y las sociedades. Este casi nunca ha sido limpio, socialmente hablando, sino que se ha basado casi siempre en la desigualdad y ha provocado reiteradamente estigmas como la pobreza, la marginación y el desamparo de millones de personas.
Y debería resultar chocante que la ciencia económica, si de verdad quisiera perder esa naturaleza lúgubre que le achacaba Carlyle, tenga otros objetivos que no sean los de evitar el malestar generalizado de tantos seres humanos. Objetivo que realmente es la expresión primera de la solidaridad.
En mi opinión, la perspectiva económica de la solidaridad se convertiría en un problema abstracto y sin sentido si no se plantea como la otra cara de un mismo problema, la perspectiva del bienestar y del malestar y de la acción institucional (y por lo tanto, individual y colectiva) tendente a conseguirlo y a aliviarlo, en cada caso.
Veremos a continuación desde qué perspectiva ha abordado la ciencia económica estos asuntos y qué conclusiones se han deducido de ella en lo referente a la solidaridad, como actuación humana que comporta un remedio de la situación de insatisfacción en la que se encuentra una buena parte de los colectivos sociales
Se comprenderá que en esta exposición me limite a exponer estas cuestiones en referencia a las corrientes de pensamiento que han sido protagonistas de la política económica y social de los últimos años y tan sólo en nuestro mundo occidental, obviando por lo tanto otras realidades sociales e históricas que, quizá sin las limitaciones de tiempo que me son propias aquí, podrían proporcionar perspectivas distintas y quién sabe si más enriquecedoras.
LA COMPRENSION TEORICO-ECONOMICA DEL COMPORTAMIENTO HUMANO. EL PAPEL DE LA SOLIDARIDAD.
Me detendré ahora a exponer, de una forma necesariamente sumaria, los presupuestos metodológicos y de política económica que tienen que ver con el bienestar social en que se han sustentado las más importantes corrientes de pensamiento económico de este siglo, aquellas que han tenido una influencia virtual sobre la acción de los gobiernos y de los ciudadanos.
Verdaderamente, todas las teorías económicas giran en torno a un presupuesto semejante: la obtención del máximo grado de bienestar para los agentes económicos. Aunque cada una de ellas, como cabe esperar, propone alternativas de actuación económica y diseña comportamientos esperados de los agentes económicos netamente diferenciados.
Haré referencia, por el momento, al pensamiento económico neoclásico, al keynesianismo y al neoliberalismo de los tiempos más recientes. Más adelante tendremos oportunidad de comprobar si realmente éstas son todas las perspectivas desde las que puede abordarse de hecho el problema del bienestar y el del tipo de comportamiento humano que resulta más válido para alcanzarlo.
El paradigma neoclásico se basa en una lectura modernizada y altamente formalizada del utilitarismo benthamiano. Se supone que la acción individual, encaminada a alcanzar su propio interés, procurará un alto grado de armonía social que permitirá alcanzar el máximo grado posible de bienestar colectivo.
Cuando los intercambios en los que se resume toda actividad económica se llevan a cabo en las condiciones que se denominan de competencia perfecta es posible alcanzar una situación óptima, que de hecho se denomina técnicamente «óptimo de Pareto», en donde se alcanza el máximo bienestar individual y social. Esto es, una situación en la que ninguna alteración beneficiaría a ningún individuo y sí podría perjudicar a cualquiera.
Esas condiciones de competencia perfecta equivalen a decir que todos los intercambios se llevan a cabo en mercados que reunen una serie de características: -elevado número de oferentes y demandantes, de manera que ninguno de ellos puede interferir en los precios o que no tiene poder sobre ellos;
– homogeneidad en el producto que se intercambia, de forma que ningún oferente puede diferenciarlo para que sea demandado a un precio mayor de el de competencia; -libertad de entrada y salida en el mercado, de manera que ningún oferente -o demandante- puede establecer barreras a la incorporación de otros al mercado; -y perfecta y gratuita información acerca de las condiciones en que funciona el mercado y en las que se forman los precios.
Se demuestra que en estos supuestos el comportamiento destinado alcanzar el máximo beneficio individual permite la mayor satisfacción posible de las preferencias del conjunto de los agentes económicos que intervienen en los intercambios. Se hace innecesaria, por lo tanto, cualquier intervención ajena a la dinámica propia del mercado. A la vez de innecesaria, comportaría desequilibrios y mermaría eficacia al mecanismo de competencia perfecta.
Sobre estas bases, que me permito resumir de forma bien sumaria, se sustenta el desarrollo general del paradigma neoclásico.
Lo que hemos entendido como comportamiento solidario carece pues de sentido en esta corriente de pensamiento. Los agentes económicos pueden y de hecho satisfacen sus preferencias en el mercado, de manera que, como mucho, sólo cabría pensar en la necesadidad de acciones solidarias en situaciones que, o bien son desequilibrios coyunturales -como el desempleo- o bien de carácter excepcional, que deben ser abordados fuera del mercado, o, lo que es lo mismo, fuera del mundo de las relaciones económicas.
Sucede, sin embargo, que de tales supuestos se deriva una batería importante de problemas.
El más evidente es precisamente su propio irrealismo. Los mercados de competencia perfecta, tal y como son concebidos teóricamente, apenas si se dan en la realidad. Es en extremo difícil, por ejemplo, pensar que la información sea gratuita y absoluta para todos los agentes, o que los oferentes, en la mayoría de los casos, sean precio-aceptantes, es decir que no puedan influir sobre los precios.
Sin embargo, el pensamiento neoclásico afirma que la irrealidad de estos supuestos es irrelevante, toda vez que lo importante es que de ellos se derivan conclusiones realistas y que una ciencia empírica como es la economía debe preocuparse, esencialmente, por la obtención de un adecuado poder de predicción. Poder que sí proporciona el modelo de partida.
En segundo lugar, este modelo no funciona cuando se dan dos tipos de situaciones. Por una parte, cuando aparecen lo que llamamos «externalidades»; esto es, situaciones cuyo efecto -costoso o beneficioso- no es suceptible de ser incorporado a los precios, de manera que éstos no reflejan el valor total que comporta el intercambio -tal y como exige el modelo-. Por otra, cuando los llamados «costes de transacción» -los costes de usar el mercado- son tan altos que hacen imposible el intercambio en las condiciones de competencia perfecta.
En ambos casos, cabría pensar en la necesidad de intervenciones ajenas al mercado (por medio del derecho o de cualquier otra actuación gubernamental), que forzosamente conllevarían efectos distributivos (de ahí, precisamente, la justificación teorico analítica de la Economía del Bienestar).
Pero, en opinión de la corriente neoclásica, ni en estas ocasiones se hace precisa tal intervención pues, como han tratado de justificar los economistas más modernos, no se demuestra que la propia intervención sea menos onerosa que el efecto de la externalidad o que los propios costes de transacción que se quieren evitar.
Y, en todo caso, se procurará que el derecho «reproduzca» las condiciones del mercado, que sea una norma mimética respecto a las condiciones de intercambio que deben darse en la competencia perfecta, sin generar obstáculos al sistema de incentivos propio del mercado y, por tanto, evitando redistribución alguna de los recursos que aquel asigna.
Por todo ello, que los economistas neoclásicos consideren que la mejor y más eficiente asignación de recursos sea la que proporciona el mercado y que la provisión pública de los bienes o servicios, a la par de más costosa, desincentiva a los agentes económicos, disminuye su capacidad de elegir al hacerla depender de las burocracias y tiende a eliminar el sentido de responsabilidad individual y la autoconfianza, cualidades necesariamente bien preciados en las economías del mercado.
Pero la objeción más importante, por lo que toca al tema que nos interesa, es que el mercado produce y reproduce una distribución desigual de las rentas. La produce por la «inevitable tendencia del mercado a excluir a los individuos», como destaca HARRIS , y la reproduce porque la optimalidad paretiana se deduce de una distribución previa de las rentas y los recursos, y sobre cuya desigualdad nada dice el desarrollo del modelo neoclásico.
Quienes defienden el paradigma neoclásico no se arredran ante esta objeción. La distribución es una cuestión menor, sacrificada necesariamente en aras de la eficiencia y que, por demás, es asunto de moralistas y predicadores como afirmó en su día Stigler.
Bien es cierto que los propios economistas neoclásicos reconocen la existencia de situaciones extremas, de necesidades no satisfechas. Pero sólo cuando éstas sean de absoluta necesidad y no debidas a desequilibrios del mercado (piénsese que un gran economista como L. Robbins afirmaba que no podía pensar que el desempleo fuese permanente) es aceptable que agencias no gubernamentales les hicieran frente. Siempre y cuando, eso sí, no se alterase con ello el sistema de incentivos y que se efectuase «el socorro» en determinadas formas: en efectivo y no en especie.
Desde esta perspectiva, el altruismo es un sentimiento que puede existir, pero que en ningún caso puede ser exigido. Y que salvo que responda a un sentimiento individual y ubicado en el dominio del no mercado, es decir fuera del mundo económico, debe ser expresamente condenable, como vimos antes que hacía Pareto.
Como es natural, la política económica y social derivada de esta forma de comprender las relaciones económicas debía ser la mínima posible y limitada a favorecer, en todo caso, los propios mecanismos de mercado.
Sucedió, sin embargo, que las docenas de millones de parados y la pobreza subsiguiente existentes en Estados Unidos y en Europa en los años treinta dificultaba notoriamente que los gobernantes mantuviesen estas posiciones de no intervención, si no querían enfrentarse a un conflicto social de dimensiones grandiosas.
Y de ahí que los gobiernos de la época se adelantaran a la revolución keynesiana desarrollando grandes programas de asistencia y de gasto público para hacer frente al desempleo masivo y a la insuficiente capacidad productiva existentes.
El keynesianismo fue efectivamente quien proporciona una forma distinta de abordar los problemas económicos y, por lo tanto, una radical ruptura con estos principios individualistas y de no intervención típicos de los primeros economistas neóclasicos.
J.M. Keynes elabora un esquema teórico, aplicado después y durante tres docenas de años por la mayoría de los gobiernos occidentales, que permite hacer frente al bajo crecimiento económico mediante el impulso de la demanda agregada.
En situaciones en las que las economías no alcanzaban la máxima producción potencial el desempleo podía ser combatido incrementando los componentes de la demanda, es decir el consumo y la inversión, tanto públicos como privados.
Los gobiernos utilizaron preferentemente la componente del gasto público y ello permitió alcanzar un alto grado de consenso social en torno a una serie de circunstancias económicas:
– el mantenimiento del altos ritmos de crecimiento económico.
-el desarrollo de políticas fiscales expansivas, con fuertes pretensiones redistributivas y con altos niveles de gasto.
-la consolidación de un sistema productivo orientado al consumo de masas.
-la amplia provisión de bienes y servicios públicos que, al amparo de grandes programas de gasto estatal, ampliaron la oferta de servicios sanitarios, docentes, de vivienda y de obras públicas, etc.
– la permanente intervención estatal para mantener tal estado de cosas, el desarrollo de la democracia política y la socialización de las pautas de atención y participación social al amparo de estrategias redistributivas.
Esto dio lugar a lo que se llamo el Estado del Bienestar o estado providencia, caracterizado por el alto grado de protección social, por la amplia provisión de bienes y servicios públicos y por la preeminencia de la regulación del estado sobre la de los mercados competitivos (si bien ello no debe entenderse tampoco como resultado de una contradicción entre ambas dinámicas sino más bien, en mi opinión, como la mejor fórmula de contribuir a la salvaguarda de los intereses privados predominantes en esa época).
Deberíamos preguntarnos si esta situación -a veces tan mitificada- fue realmente el resultado de la ejecución de acciones políticas tendentes a alcanzar un orden económico más justo, igualitario y solidario o si fueron simplemente los resultados de un momento histórico de acumulación acelerada y de expansión económica.
Los datos parecen poner de manifiesto que las pretendidas acciones redistributivas del estado del bienestar no lo fueron tanto, al estar limitadas más bien a la distribución horizontal y no vertical y que, en la medida en que los ritmos de crecimiento disminuyeron, los basamentos del estado providencia se manifestaron tan extraordinariamente débiles que difícilmente podría decirse que se hallaran bien asumidos por los respectivos cuerpos sociales.
Por demás, como veremos más adelante, no podemos olvidar que en estos años de providencia en los paises desarrollados se agudiza la brecha entre éstos y los paises más pobres y que se establecen las bases económicas que dieron lugar al endeudamiento y la crisis permanente de lo que, precisamente en aquellos tiempos, empezó a denominarse como Tercer Mundo.
Por ello, más bien me atrevería a señalar que, en la larga época del esplendor keynesiano, la vertiginosa expansión económica, el mantenimiento de los altos ritmos de crecimiento y la contención del conflicto social por medio de la provisión de bienes y servicios públicos proveía institucionalmente de un grado de protección social y de empleo que, al limitar realmente las necesidades insatisfechas, hacía innecesaria la expresión virtual y explícita de la solidaridad colectiva. El estado se hacía cargo de las necesidades que el mercado no proporciona a sus ciudadanos garantizando, al mismo tiempo y precisamente para ello, el ritmo de acumulación de capitales necesario.
Pero las políticas de demanda keynesianas resultan no sólo insatisfactorias sino también ineficaces para mantener los ritmos de acumulación cuando se alcanza la producción potencial.
A lo largo de los últimos años sesenta, el sistema productivo de las economías occidentales comienza a dar signos de saturación. Las propias conquistas sociales del keynesianismo alteraron la estructura de la población, contribuyeron a hacer menos flexibles los mercados de trabajo y empezaron a manifestarse signos de sobreproducción si no se alteraba sustancialmente la estructura productiva.
La obsolescencia productiva y la tensión de los salarios reales provocaban la disminución de la productividad y el necesario incremento de la inversión debía conseguirse sobre la base de un incremento del ahorro y por tanto de los beneficios.
Ello requería una política fiscal que los incentivara a costa de sus pretensiones distributivas (diríamos que debía ahora distribuir claramente hacia las rentas del capital), así como una reorientación del gasto público hacía las subvenciones a las empresas y a la reconversión de los tejidos industriales.
Si a ello se añade que la crisis del petróleo desencadenó fuertes tensiones inflacionistas que hicieron necesarias políticas monetarias restrictivas, con altos tipo de interés y con una secuela inevitable de desempleo, se percibirá la situación a la que debían hacer frente las economías occidentales a mediados de los años setenta.
El instrumento en que se había sustentado el estado benefactor, el gasto público, difícilmente podía mantenerse en los niveles de años anteriores sin desencadenar déficits, mayores tensiones inflacionarias y nuevas dificultades al empleo y los beneficios, por la vía de los altos tipos de interés.
De manera que, en la medida en que los gobiernos optaran por colaborar en la reestructuración productiva por la vía de las subvenciones y de la costosa regulación industrial, los gastos sociales habrían de ser necesariamente los peor parados de la crisis económica. Justamente, porque el criterio de los Gobiernos occidentales fue que en los momentos de crisis es cuando los trabajadores deben ceder en sus reivindicaciones socio económicas para hacer posible la recuperación de las empresas. Lo que, entre paréntesis, podríamos discutir si es una extraña o acertada fórmula de urdir la solidaridad social.
De ahí, que el control del gasto público -esencialmente por la vía de reducir los gastos sociales- y la contención de la inflación se instituyeran como objetivos prioritarios respecto al empleo o el mantenimiento de los niveles de protección alcanzados en el estado del bienestar .
Todo ello dio lugar a un notable aumento del desempleo y la pobreza en condiciones cada vez mayores de desprotección social lo que hizo que se hablase de la crisis del estado benefactor, o inluso del advenimiento del estado del malestar
Y en estas condiciones, el posicionamiento teórico que ha predominado en la ciencia económica convencional, en la que sirve de soporte a la acción de los gobiernos occidentales en los últimos años, se centra en reivindicar vigorosamente los viejos presupuestos del orden liberal, condenando las expansión intervencionista de la acción pública, justificando la drástica reducción de los gastos sociales y volviendo a replantear los supuestos de funcionamiento del mercado libre.
Se denuncia la magnitud del gsto social y sus consecuencias inflacionistas, su carácter improductivo, que desincentiva la asignación de recursos en el sector privado que debe ser el sustento de la recuperación y el relanzamiento economicos y se propone la reorientación del gasto público hacia la inversion productiva y el apoyo al sector privado.
El redescubrimiento del mercado libre lleva a condenar y rechazar la provisión pública de bienes y servicios, entendiendo que de esta forma se sustituye la más eficiente acción de la competencia y por ello se propone la privatización de los propios servicios públicos.
Pero quizá la crítica neoliberal más aguda y sostenida al estado benefactor de la época keynesiana es la basada en que la intervención pública merma sustancialmente la libertad de elección de los ciudadanos.
Se considera, con razón, que el estado providencia es necesariamente coercitivo por cuanto que se basa en detraer coactivamente recursos de unos agentes para asignarlos a otros en virtud de un patrón de necesidades colectivamente establecido y no en función de la revelación de preferencias individuales.
Para el neoliberalismo, ésta es una rémora sustancial de la política social, puesto que, de conformidad con la herencia neoclásica, considera que la libertad se basa justamente en la ausencia de coerción, en la práctica ausencia de interferencias de los unos sobre la capacidad de elegir de los otros. Y esto sólo puede garantizarlo el mercado.
De conformidad con el modelo neoclásico de competencia perfecta la coerción no sólo merma la libertad sino que, además, desincentiva la asignación de recursos allí donde son más valiosos y hace que no funcione el mercado, generando así mayores costes a la sociedad.
La situación de precariedad y desigualdad en la distribución sigue siendo un asunto menor para las corrientes neoliberales. En cualquier caso, es un asunto ajeno al mercado y como tal debe ser abordado.
De hecho, la distribución expresa un cierto tipo de juego de compensaciones, en virtud de la cual unos agentes compensan -generalmente de forma involuntaria por medio del sistema impositivo- a otros, a los que transfieren parte de sus rentras.
Para las corrientes del pensamiento económico neoliberal estas compensaciones sólo pueden llevarse a cabo cuando se produce responsabilidad. En otro caso, hay coacción y se desincentiva la asignación de recursos a actividades valiosas pero arriesgadas, impidiendo el correcto funcionamiento del mercado.
Se entiende que las relaciones económicas que se llevan a cabo en el mercado están exentas de responsabilidad y precisamente ésta ausencia de responsabilidad es lo que impide hablar de injusticia en relación con los resultados que proporciona el sistema de competencia. La justicia es, exclusivamente, un simple concepto moral y no un problema económico.
Es decir, que cualquier resultado distributivo alcanzado en el mercado nada tiene que ver con la injusticia. Como dice ACTON, «la pobreza y el infortunio son situaciones negativas pero no constituyen injusticia». Quiere decirse, por lo tanto, que cualquier tipo de ayuda, o de corrección de la situación que moralmente reputamos injusta, debe prestarse entonces sólo «sobre la base de sentimientos humanitarios» (ibidem.).
Estos sentimientos podrían llevar a consentir que se preste una ayuda a los necesitados y los pobres por medio de la caridad privada, de la seguridad social obligatoria y de ciertas instituciones oficiales. Son las situaciones de infortunio que el mercado no puede evitar y sobre las que se reconoce que hay un cierto deber moral de aliviarlas.
El problema surge, sin embargo, a la hora de establecer los mecanismos más adecuados pára ello.
En opinion de ACTON (p. 92), en estos casos hay varias alternativas que podríamos llamar de organización de la solidaridad colectiva: «la ayuda voluntaria privada (caridad), la ayuda privada involuntaria (regalos forzosos como son las rentas controladas), la ayuda voluntaria pública (aportación pública a favor de los damnificados por desastres naturales) y la ayuda pública involuntaria (mediante impuestos)».
La ayuda privada involuntaria es, desde luego, rechazada. Pero hacer frente a estos problemas por la vía de la caridad, de la ayuda privada voluntaria, es difícil por el desinterés que ACTON considera «fomentado en gran parte por la existencia de organizaciones públicas de asistencia social» y por la aversión de los necesitados a recibir este tipo de ayuda caritativa «al perder vigencia las motivaciones de la antigua sociedad aristocrática» (p. 94).
La ayuda pública, por otra parte, lejos de reducirse a los casos señalados, «se ha venido extendiendo -dice ACTON- progresivamente, no limitándose a los casos extremos sino ocupándose también de alojamientos, de la asistencia médica y la educación» (p. 96) y ello da lugar a un «sistema dual de desigualdad en la imposición e igualdad en el bienestar» que es considerado incompatible si es que se desea salvar «el sistema capitalista de competencia» (p. 104).
En un sistema de esa naturaleza, prosigue ACTON, «pocos serían los que, a largo plazo, están dispuestos a trabajar y a contribuir hasta el límite de sus posibilidades si, en las cosas fundamentales, no se encuentran en mejor posición que los desamparados, los holgazanes y los desafortunados» (p. 103).
De manera que la asistencia involuntaria debe limitarse pues a lo que muy ambiguamente se consideran situaciones extremas de necesidad (quizá sólo los desastres naturales a los que alude ACTON anteriormente?).
Así lo señala con toda claridad este profesor de Filosofía Moral: «Si alguien se negara a aportar su ayuda en favor de quienes se encuentran en extrema necesidad, no consideraríamos inadecuado que se le gravara con un impuesto. Pero verse obligado a pagar unos impuestos que han de destinarse a realizar una justa distribución de la riqueza es algo totalmente distinto, ya que no existe acuerdo universal sobre lo que semejante justicia debe ser, y el individuo se ve obligado a pagar por algo que puede considerar malo» (p. 159).
Como resultará evidente, estas proposiciones no dán pábulo alguno a la comprensión solidaria del bienestar colectivo.
Pero lo cierto es que vivimos en un mundo en donde la pobreza y la marginación son, desgraciadamente, cada vez más abundantes.
Según un reciente informe del Fondo Monetario Internacional en la actualidad hay 1.200 millones de personas en nuesto planeta con ingresos anuales por debajo de 35.000 ptas. En España se ha calculado que existen 8 millones de pobres, 40 en los países europeos que consideramos «ricos» y unos 50 en los Estado Unidos.
Más de 100.000 personas mueren de hambre todos los días y se calcula que sólo un 25% de la población mundial está suficientemente alimentada.
Cierto que los organismos internacionales proyectan programas de ayuda y que los gobiernos procuran atender éstas expresiones dramáticas de desigualdad. Pero, no siempre las ayudas favorecen realmente a quienes las reciben sino que más bien responden a estrategias de beneficio de los centros productores y que -al mismo tiempo que se procura «descontaminar» a las sociedades occidentales del estigma de la pobreza- los gobiernos propician el consumismo, se erigen en salvaguardas de la mercantilización de la vida social y no frenan, sino todo lo contrario, las dinámicas culturales tendentes a aislar al individuo en un universos egoísta y ensimismado, ajeno al verdadero drama que viven sus congéneres.
Y mientras, el modelo neoclásico y el mercado que reivindica el neoliberalismo se presta cada vez más al refinamiento técnico y matemático. Pero de su interior queda excluída, como dice GALBRAITH, «la realidad de la vida económica, que por desgracia, dado su abigarrado desorden, no se presta a la formalización matemática».
Y como, señala Amayrta SEN, es «muy duro» que los defensores del mercado se limiten sólo a considerar que esos resultados son asuntos que pertencen al mundo del no mercado, es decir al discurso de los filósofos y moralistas, ajeno a la problemática de los asuntos económicos.
UNA PERSPECTIVA ECONOMICA ALTERNATIVA DE LA SOLIDARIDAD. LA ECONOMIA COMO COMPROMISO MORAL.
Frente a las limitaciones que manifiesta el modelo neoclásico y la estrategia de acción humana que se deriva del mismo, me parece precisa una formulación alternativa y realista del bienestar. Una definición que no puede excluir de hecho las realidades sociales del malestar, de la pobreza y la desigualdad.
El bienestar social debería entenderse como el estado de cosas que comporta la satisfacción de las necesidades de vida social de todos los individuos, que hace posible el ejercicio virtual de todos sus derechos como ciudadanos; y entre los que, naturalmente, están los que le garantizan los recursos materiales necesarios para ejercer «plenamente» como tal, es decir, de conformidad con los niveles medios de vida que son propios en un momento social dado.
Ello implica que la consecución del bienestar social se convierte en la erradicación de las condiciones que imponen un acceso desigual a los recursos y en el establecimiento de sistemas de integración social que las eviten.
La desigualdad (entendida como una enajenación respecto del uso de los recursos productivos y no como el resultado de su aprovechamiento plural) constituye objetivamente una limitaciòn esencial de la actuación del hombre en sociedad y, en consecuencia, también una limitación primaria de las propias posibilidades de actuación económica.
No cabe, por lo tanto, pensar en conseguir el bienestar social mientras persista la desigualdad y la insatisfacción de necesidades que comporta. Cualquier fórmula de bienestar es una simple quimera mientras millones de seres humanos estén astronómicamente alejados del «standing» que comúnmente consideramos mínimo para desarrollar nuestra vida en comunidad. La imposibilidad de ejercer los derechos sociale o económicos la limita tanto como la ausencia de los derechos civiles o políticos, cuyo ejercicio reputan esencial las sociedades modernas.
Una perspectiva del bienestar de esta clase, requiere conocer las causas que provocan el malestar y la desigualdad y determinar -para poder llevar a cabo acciones que lo potencien- qué tipo de comportamiento individual y colectivo es el que permite alcanzarlo más eficazmente.
En mi opinión, el mercado sólo se manifiesta como mecanismo de satisfacción de las necesidades humanas cuando éstas están avaladas por la riqueza, de manera que, en condiciones dadas de desigualdad y de no disposición de recursos, conlleva inevitablemente la frustración y la necesidad insatisfecha.
El mercado erige a las relaciones mercantiles -las destinadas a obtener beneficio- en la expresión relevante y en donde culminan las relaciones sociales. De esta forma, soslaya, como señala SEN, una buena parte del orden social; pero, al mismo tiempo, pretende explicarlo y justificarlo de forma omnicomprensiva, por medio del comportamiento individualista consustancial al intercambio mercantil.
Sucede, como señalé anteriormente, que la dinámica del mercado no se desarrolla «ex novo», sino sobre la base de un reparto desigual de recursos que multiplica las condiciones de desigualdad en que se produce el intercambio capitalista (al mismo tiempo que es multiplicado por él). Como dice HARRIS, el sistema capitalista es menos abierto al talento de lo que parece a primera vista, desde que los orígenes de clase tienen un efecto profundo sobre el destino social.
De ahí que el mercado no pueda estar en condiciones de garantizar un uso plural e igualitario de los recursos y de ahí su carácter desintegrador de las relaciones sociales, pues, de hecho, la pobreza y el malestar no son sino el resultado de las oportunidades que no brinda el mercado a quienes carecen previamente de capacidades de pago suficientes.
Por otra parte, la conducta tendente a maximizar exclusivamente el propio interés, ni es una expresión fidedigna del comportamiento humano real, ni lleva necesariamente a condiciones económicas de optimalidad.
Por el contrario, reproduce la situación social de predominio (precisamente por estar derivada de una situación originaria de desigualdad) y supedita la satisfacción de las necesidades a la realización de un proceso de intercambio en donde una de las partes impone las condiciones para su realización, puesto que es necesaria una situación de desequilibrio en el sistema social del intercambio para la obtención de la ganancia.
En consecuencia, la satisfacción de necesidades que comporta el bienestar social no puede limitarse a ser el simple remiendo de los efectos que produce un sistema de relaciones economicas basadas en la desigualdad. La acción tendente a conseguirlo debe superponerse a la lógica del intercambio mercantil tal y como éste se lleva a cabo en los mercados que conocemos para conseguir la satisfacción de las necesidades privadas.
La opción por el bienestar no sólo «civiliza» al mercado, como señala HARRIS, sino que debe superponerse a éste para hacer posible erradicar los mecanismos que impiden eliminar la pobreza, maximizar la riqueza y conseguir la igualdad.
Un propósito de esta naturaleza requiere evidentemente un orden social distinto. Al igual que las relaciones de mercado como expresion sublime de la vida social demandan todo un paroxismo publicitario, una cultura de lo supérfluo y del individualismo (y que por cierto dicen bien poco sobre el supuesto carácter «natural» del comportamiento intrínseco a las relaciones de mercado), el bienestar social requiere igualmente una cultura distinta y, fundamentalmente, una organización social de la solidaridad.
Porque, efectivamente, estas propuestas de estado de bienestar no son sino una reivindicación de los sistemas de solidaridad social y de las prácticas comunitarias. Es decir, de un orden socio económico en donde la satisfacción de las necesidades humanas constituye el destino prioritario al que se orienta la producción y la distribución de los recursos sociales. En donde la necesidad de unos delimita lo supérfluo de los otros.
Finalmente señalaré que desde el punto de vista del conocimiento económico es igualmente preciso un abordaje diferente de los problemas económicos. Unos presupuestos que me parecen mínimos para ello son los siguientes.
En primer lugar, la ciencia económica debería hacer suyo un expreso compromiso moral con los estigmas sociales, considerando que estos efectivamente forman parte del nucleo de los problemas económicos. Ello naturalmente comportaría que los economistas asumieran el imperativo ético de conocer y proponer soluciones al malestar social, aún a costa de renunciar, en palabras de GALBRAITH, a los viejos dogmas y al gran poder de los intereses económicos.
En segundo, lugar, la ciencia económica debería tr tar de comprender la vida vida humana, los «asuntos ordinarios de la vida» según decía A. Marshall, como algo que virtualmente trasciende las relaciones mercantiles. Debería conocer de qué manera y en qué condiciones las relaciones de intercambio no implican la mercantilización del comportamiento humano, es decir, la supeditación de la necesidad a la obtención del beneficio.
En tercer lugar, la Economía no puede perder de vista que las relaciones económicas se desenvuelven realmente en el contexto del poder que cohesiona las relaciones sociales. Y, por ello, que el plantemiento sincero de los problemas económicos no pueda ser sino el que los reconduce al ámbito de las estructuras de poder y al de las estrategias para su mantenimiento o recambio.
En términos más concretos, se trataría de que la actuación individual y colectiva tendente al bienestar (lo que en contextos más próximos llamamos «política social») no sea un simple subproducto de las políticas económicas, sino que la satisfacción de las necesidades sociales se convertiría en el objetivo central de la decisión económica. Es decir, que frente a la escasez y la elección, la alternativa no sea, parafraseando a D. ANISI, vender más sino cooperar más .
Evidentemente todo ello significa, en buena medida, poner en cuestión una gran parte de los fundamentos del mundo en que vivimos, de su organización productiva y de su proyección cultural. La prepotencia de las voces que siempre salen en su defensa, la eficaz contumacia con que suelen reducir al submundo de la utopía las de quienes osan plantearlo y, por qué no decirlo, sus propias carencias analíticas no nos permiten disponer aún de alternativas suficientemente desarrolladas y socialmente virtuales.
Pero el malestar de tantos millones de seres humanos bien debería incentivarnos a encontrar soluciones. Aunque quizá para que las podamos leer en los libros deba producirse antes, como decía Erich FROM, un cambio radical del corazón humano.
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