En Revista de Occidente, nº 162, 1.994.
Los cambios operados en las economías occidentales desde la década de los años setenta han modificado sustancialmente y de forma bien conocida las formas de producción, principalmente gracias a la incorporación de una nueva base tecnológica que ha facilitado el uso productivo de la información; pero también han comportado mutaciones igualmente notables en la práctica social del consumo, sobre todo al provocar que la demanda de los productos no se realice tanto por su valor de uso como por el valor simbólico que ha sido posible asociarle.
Al analizar estos fenómenos se pone de relieve la naturaleza y las posibilidades del proceso de satisfacción de las necesidades en nuestra sociedad en el momento presente y también que su realidad cada vez más compleja obliga a analizar el fenómeno del consumo como una práctica social vinculada tanto a las formas de producir como a los sistemas de valores que gobiernan los comportamientos humanos.
Para que eso sea posible, me parece que es necesario considerar que el consumo nunca resulta ser un acto aislado -como lo entiende generalmente la economía convencional-, ni inherente tan sólo a la simple individualidad, ni, por supuesto, el resultado exclusivo de una interacción automática y limpia entre la oferta y la demanda en el mercado.
De hecho, para que pueda ser posible realizar actos de consumo es preciso participar en todo un entramado de relaciones sociales de muy distinta naturaleza: relaciones de intercambio complementarias encaminadas a obtener recursos que permitan financiarlo, relaciones jurídicas que establecen los límites de las conductas posibles para lograr la satisfacción, relaciones dirigidas a establecer la naturaleza y la cantidad de los objetos de los que luego se podrá disponer y, lo que es muy determinante, relaciones de aprendizaje que permitan conocer el uso potencial de los objetos de cara a la satisfacción.
Esto último significa, al contrario de lo que es mantenido por la economía convencional, que el sujeto no se enfrenta a los objetos como abstractos y que tampoco el consumo es un acto derivado intrínsecamente de la necesidad. En sentido estricto, tampoco la pura disposición del objeto es lo que proporciona necesariamente la satisfacción.En tanto que algo es deseado como objeto del consumo, éste ya no se desenvuelve tan sólo en el ámbito de las cosas, sino en el mundo de las ideaciones y de los valores simbólicos que son inherentes a cualquier objeto.
Así, mientras que la necesidad (entendida como la carencia que puede ser satisfecha objetivamente por algo que posea un valor de uso determinado) puede existir de forma natural, los deseos asociados a ella no; de tal forma que el patrón de la satisfacción no se resuelve tan sólo en virtud de la pura materialidad del objeto, sino también del juego de los valores que les hayan podido ser añadidos.
De hecho, la respuesta humana frente a la necesidad está siempre determinada por un tipo específico de aprendizaje de los valores, de los usos y de las representaciones simbólicas que corresponden a las cosas que le son accesibles, de tal manera que el consumo no es una simple práctica de disposición de objetos, sino un auténtico proceso revelador de signos. Así, cualquier cosa que satisface objetivamente una necesidad puede no ser deseada para ese fin, mientras que el consumo de otra que de hecho no pueda llegar a satisfacerla puede ser deseado en la medida en que el disfrute de su valor simbólico se considere, en el mundo de representaciones del sujeto, como la satisfacción auténtica de la misma.
Si se rechaza la hipótesis convencional de que la producción y el consumo son instancias separadas que responden a fenómenos y estrategias divorciadas y que, por tanto, tan sólo el azar de los precios de mercado es capaz de hacer que se encuentren, habría que convenir, por el contrario, que ambos, producción y consumo, forman parte de un proceso general que los influye simultáneamente al generar, por ejemplo, formas de apropiación determinadas, derechos inherentes a la propiedad diferenciados y distinta participación de los individuos en el excedente que se genera y que determina el grado y la forma en que cada uno de ellos puede afrontar su satisfacción. E, igualmente, al analizar la producción desde el punto de vista de sus determinantes sobre el consumo no sólo se está conociendo la forma de producir (quién oferta, con qué técnica o en qué condiciones de disponibilidad general de lo producido) sino también las condiciones en que va a ser disfrutado el objeto de producción, la pauta social de consumo que incluye la forma de accesibilidad material a los objetos y el sistema de representaciones dominante.
Y es que la producción no sólo proporciona a través del consumo un objeto a los sujetos. En la medida en que cada uno de ellos entraña la asimilación de signos y símbolos que le están asociados implica también un sistema de valores y, en consecuencia, un tipo de sujeto determinado que en el acto del consumo no sólo hace suya la materialidad de la cosa que se corresponde con su valor de uso, sino también la ideación del mundo que se deriva de la aprehensión del valor como símbolo que se le ha dado.
En el consumo se resuelve entonces no sólo la estrategia de la producción en sentido estricto, esto es, la adquisición del producto, sino también la directriz que marca el sistema de valores establecido, el que determina finalmente el abanico de preferencias que gobiernan los fenómenos sociales y las decisiones colectivas.
Todo ello se hace especialmente evidente, a mi parecer, en las modificaciones que vienen afectando en los últimos años a la pauta social de consumo de nuestras sociedades y que se producen, simultáneamente, con los cambios operados tanto en el sistema productivo como en el sistema de valores dominante.
Crisis de producción, subversión de valores: los límites del consumo de masas en la sociedad del bienestar
Como es sabido, después de la II Guerra Mundial se abrió un período de fuerte crecimiento entre cuyas características me interesa ahora destacar brevemente las siguientes.
En primer lugar, el proceso de permanente expansión del gasto garantizado tanto por el incremento de la población incorporada a los mercados de trabajo, como por el aumento del gasto público.
Uno y otro dieron lugar a una poderosa presión de la demanda que permitía la realización plena de la producción, básicamente orientada a la dotación de infraestructuras sociales de todo tipo, a la fabricación de bienes de consumo y a la de los bienes de equipo necesarios para ello.
Se trataba, por tanto, de un modelo de acumulación garantizado por el consumo generalizado y que hacía posible tasas de crecimiento económico prácticamente autosostenidas.
En segundo lugar, que las líneas de producción se correspondían con una demanda de esas características, es decir de consumo generalizado y masivo. La producción de mercancías fue una producción de grandes cantidades, de productos en serie, standarizados y sin apenas diferenciación porque se destinaban a satisfacer la necesidad de un equipamiento hasta ese momento prácticamente inexistente.
El incremento del consumo, el acceso generalizado a los objetos, fue la base en que se sustentó, como tercera característica, un amplísimo consenso social. Lo que se calificó como sociedad del bienestar era la expresión de un estado de cosas en donde la aspiración del consumo era tan fuerte como para garantizar la disciplina laboral y social que hacía posible que las reivindicaciones salariales pudieran ser compensadas por incrementos superiores en la productividad y que las sociedades gozasen de un alto grado de legitimación ciudadana.
La rápida generación de empleo, el establecimiento de los niveles de salarios que permitían hacer frente con holgura a las necesidades domésticas más dispares y la universalización de los servicios públicos de toda naturaleza forjaron un tipo de ciudadano satisfecho con su destino y plenamente confiado en un estado de cosas que parecía garantizarle la satisfacción de todas sus necesidades.
Una sociedad cuyos principios eran, como dijo el ministro alemán G. Heinemann, «ganar mucho dinero, tener soldados para defenderlo e iglesias bendiciéndolo todo» proporcionaba suficiente atractivo material para gozar de una elevada legitimación; y la posibilidad de garantizar el consumo masivo a través del salario era una razón sobrada para disciplinar el trabajo en los talleres y conseguir la paz laboral y la cooperación entre el capital y el trabajo, necesarias para que pudieran conseguirse incrementos en la productividad sin provocar el empobrecimiento que había sido característico de épocas anteriores.
Pero este modelo de crecimiento iba a dar muestra de contener limitaciones fundamentales que se plasmarían en lo que luego hemos conocido como la «crisis del Estado del Bienestar» y cuya expresión más importante, desde el punto de vista de la influencia sobre las pautas de consumo social, fue la saturación de los mercados, producida, al mismo tiempo, por diversas circunstancias.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que ya a finales de los años sesenta se habían comenzado a generar los primeros volúmenes importantes de desempleo, marginación y pobreza. Como dice Katonna «los que más compran son los más insatisfechos» y eso significará que la pérdida de ingresos de las capas sociales con menos rentas y con mayor propensión al consumo (es decir, que dedican a éste una proporción mayor de su renta) afectará de manera más decisiva a la contracción del consumo total.
Ciertamente, la caída importante del consumo no se lleva a cabo hasta ya entrados los años setenta pues se produce el efecto que había sido analizado por Duesemberry: los consumidores ajustan su gasto a la renta pasada que había sido mayor. Pero eso lo que produjo no fue sino agudizar el endeudamiento que llegaría a convertirse en un problema principal de las economías.
A la saturación contribuye, en segundo lugar, el agotamiento técnico del propio sistema productivo.
Con la base tecnológica existente la producción en serie y masificada se podía llevar a cabo y multiplicar sin límite y a bajo coste con mucha facilidad. El problema es que en nuestras economías no se produce según la demanda existente. Mientras que exista demanda el mecanismo de la producción opera sin descanso y con rentabilidad, pero cuando la demanda cae se produce un fenómeno de sobreproducción.
En tercer lugar, porque precisamente para hacer frente a estos riesgos se hace necesario abrir la producción a nuevos sectores y nuevos productos. Hacia los más rentables acude entonces la inversión, pero también estos son los que primero padecen una sobrecapitalización, es decir, una dotación desproporcionada de capitales en busca de nuevas franjas de demanda.
La expansión había sido posible porque fue relativamente fácil abrirle paso a los nuevos productos en mercados vírgenes. Pero a medida que la demanda se fue saciando, la capacidad de inducir nuevas variedades de necesidades para los mismos productos, o incluso nuevos productos para viejas necesidades, se fue limitando también.
A lo largo de los años sesenta esas posibilidades fueron haciéndose cada vez más reducidas, más costosas y, en consecuencia, más arriesgadas.
Finalmente, todo ello provocaba un efecto perverso. Cuando las empresas se enfrentan a la saturación dedican preferentemente sus inversiones a mejorar el producto o a diferenciarlo. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo el 31% de los gastos de inversión realizados entre 1.957 y 1.966 se dedicó a inversión industrial propiamente dicha. Pero eso llevaba naturalmente a que se deteriorase la dotación para inversiones de base productiva. De hecho, de 1.967 a 1.975 los gastos globales en inversión industrial en los once países más importantes de la O.C.D.E. no crecieron en absoluto tan fuertemente como lo hicieron en la fase expansiva anterior.
Frente a esta situación, las posibilidades de ampliar la capacidad de la demanda en el mercado son reducidas.
La de aumentar el crédito da lugar problemas añadidos que no puedo tratar aquí y, en cualquier caso, debía tener forzosamente un límite.
La segunda solución es tratar de encontrar nuevos mercados. La producción seriada y masiva tiene el inconveniente de que necesita un gran mercado interior para ser rentable, pero tiene la ventaja de que permite la reproducción de los productos de manera idéntica en cualquier localización.
Cuando se produce la saturación del mercado interior las empresas tratan entonces de posicionarse en otros mercados. Pero en esa estrategia iban a coincidir, a lo largo de los años sesenta y setenta, las empresas norteamericanas y también las europeas y japonesas que, tras la reconstrucción de sus economías, habían comenzado a tener la dimensión y la capacidad productiva suficiente para lanzarse a los mercados internacionales. A la larga, pues, la saturación de los mercados interiores se haría extensiva a la economía internacional en su conjunto.
La verdadera alternativa entonces era la de tratar de diferenciar el producto u obtener gamas relativamente distinguidas de un mismo original, es decir procurar alcanzar mejores posiciones en el mercado desmarcándose de los competidores no por la vía del precio sino por la de ofrecer una variedad algo distinta del producto que le permita ofrecerlo como si pudiera satisfacer necesidades diferentes y de esa manera generar segmentos adicionales de demanda que permitieran aumentar el consumo.
En definitiva, se hacía necesario un nuevo sistema de competencia generalizada basada en la diferenciación. Eso condujo a tratar de diversificar la producción, de modo que se realizaran variaciones sobre un mismo producto para poder crear así la ilusión de que los consumidores estaban disponiendo de nuevos bienes sin que éstos lleguen verdaderamente a serlo. Es lo que se ha calificado como «ingeniería del valor», la permanente búsqueda de nuevas envolturas o apariencias externas de productos idénticos o similares para que puedan aparecer como capaces de satisfacer necesidades distintas.
Sin embargo, la tecnología existente y propia de la producción en serie sólo proporcionaba las bases de fabricación de una gran cantidad de un mismo producto y de una sola vez. De hecho, transformó la demanda de bienes similares entre sí en la demanda de un único producto estándar. En consecuencia, la diferenciación bajo ese régimen era no sólo muy difícil sino que además era muy costosa. En definitiva, no era rentable. Resultaba preciso incorporar una nueva base tecnológica.
No se tratará de producir menos en cada serie de productos. Todo lo contrario. Se procurará producir cada vez más pero en series diferenciadas.
Lo que habrá que conseguir entonces es una nueva base técnica que pueda diferenciar los productos (en mayor o menor grado) a partir de unos componentes básicos comunes para que el proceso de diferenciación sea lo más ágil posible y lo menos costoso.
Evidentemente, eso se podría producir a través de una ingente aportación de trabajo humano, lo que implicaría volver a la pura artesanía, pero eso era lógica y económicamente impensable. Lo esencial, por el contrario, es conseguir que los medios materiales que intervienen en la producción manipulando las piezas o los distintos componentes del proceso no sólo se automaticen, como hasta entonces, para poder producir grandes cantidades, sino que también lleguen a ser programables. Es decir, que reconozcan diferentes series de operaciones y que puedan intercambiar respuestas en cada una de ellas para conseguir resultados variados. Y todo ello, con la menor aplicación posible de trabajo humano.
La incorporación masiva de la electrónica, primero, y de la informática, después, va a permitir sustituir las series uniformes que proporcionan productos indiferenciados por redes en las que el propio capital físico estará en condiciones de diversificar los procesos y sus resultados.
La base material de la producción a lo largo de los años cincuenta se había basado en la máquina herramienta que alberga herramientas distintas y permite combinar operaciones. Pero su inconveniente principal es que su eficacia depende de la propia habilidad del usuario.
De ahí, que el avance inmediato consistió en su simplificación para permitirle operar en flujos y procurar su automatización que hiciera posible que el control se sustrajera de la intervención del trabajador-usuario.
Para ello debía ser susceptible de ser programada, lo que se consigue gracias a la máquina herramienta de control numérico. Con ella, además, es posible que el control le corresponda a un usuario indirecto, al «ingeniero de dirección» que será quien elaborará los programas.
El problema seguía siendo que este tipo de máquinas, aunque ahora programables, se seguían insertando sólo en procesos reiterativos, propios de la producción en serie. Y, de hecho, sólo en procesos de esta naturaleza podía ser utilizada mientras la capacidad de programación fuese limitada, es decir, cuando no puede responder «en tiempo real» a las diferentes contingencias que se pueden producir en el proceso, ni modificar de manera inmediata su manipulación programada.
Sin embargo, la electrónica y la informática que logran un uso mucho más eficiente de los códigos que hay que transmitir a las máquinas permitirán, sobre todo, que se multiplique el alcance de la programación a la que está sometida la máquina, dando entonces respuestas inmediatas a los cambios que se produzcan, o que se desee que se realicen. El pilotaje y la conducción del proceso productivo se informatizan y eso permite, en suma, hacer mucho más versátil y operativa a la máquina.
Por fin, un nuevo paso consiste en lograr que las máquinas se conviertan en manipuladores de gran versatilidad (robots) que tengan capacidad para realizar (podríamos decir, para memorizar) no sólo tareas repetitivas y simples sino para hacer frente a imprevistos, para modificar las trayectorias o para adaptarse sobre la marcha a las modificaciones programadas en la operación.
Como consecuencia de ello se alcanzan tres grandes objetivos. Por una parte, la integración en los procesos que permite eliminar los tiempos muertos en el abastecimiento, tanto de energía como de materiales, lo que garantiza enormes ganancias de productividad y que éstas no sólo dependan del esfuerzo humano incorporado a la producción.
Por otro lado, la flexibilidad que se expresa en la adaptación de las máquinas a las modificaciones pre-programadas. Así, en un mismo proceso se pueden fabricar variedades de productos diferenciados a partir de componentes comunes y/o un mismo producto con connotaciones o características diferentes. Además, se permite hacer frente de forma mucho más económica a las fluctuaciones de la demanda.
Finalmente, la incorporación de la nueva base tecnológica permite no sólo transformar la producción de las mercancías tradicionales, sino también disponer de nuevos productos vinculados principalmente al almacenamiento, difusión o tratamiento de la información que ahora se pueden realizar en condiciones de gran versatilidad y a bajo coste.
Es de esta manera que la nueva organización del trabajo y la informatización añadida a la automatización conforman una forma de producción que proporciona la posibilidad de obtener gamas de productos diferenciados a menor coste así como incluso nuevos objetos de consumo. De esa forma se podía afrontar un nuevo tipo de competencia. Tan sólo era necesario que la posibilidad técnica de diferenciar se correspondiese con una demanda que, sobre todo, respondiese al deseo de la diferencia.
Las nuevas prácticas del consumo. Fragmentación de mercados, cultura del simulacro
Efectivamente, la generalización de la competencia a través de la oferta de gamas implica que el consumidor no debe sentirse atraído tanto por el objeto mismo como por lo que lo «distingue», esto es, por su valor simbólico; pero ello sólo puede ser resultado de que los objetos (que en su pura materialidad pueden ser exactamente los mismos) conlleven un signo o una representación distinta, que su adquisición comporte también al consumidor una nueva imagen de sí mismo.
Por eso se dice que uno de los descubrimientos más importantes de la publicidad en los años ochenta es el de las numerosas dimensiones comunicativas que escondían los productos (Mattelart, A. La publicidad. Paidós, Barcelona 1.991, p. 102). Un determinado diseño, logotipo, estilo de empaquetamiento, arquitectura de lugares de venta, o una específica identificación visual del producto pueden contribuir a convertirlo en objeto deseado de consumo más que la utilidad misma que proporcione su valor de uso.
El consumo entonces se sustenta no sobre el aprendizaje de los usos que se corresponden con la materialidad del objeto, sino sobre el establecimiento de las correspondencias necesarias entre las representaciones simbólicas del objeto (que es lo que verdaderamente lo distingue) y el mundo de ideaciones y valores del consumidor.
De hecho, la cosa deja de ser lo deseado y la relación entre el sujeto y la cosa que expresa el consumo deja de ser de carácter utilitario para convertirse en una relación lúdica, a través de la cual el consumidor complace su representación del mundo.
Para ello es preciso que la oferta, en condiciones de competencia a través de gamas, responda sobre todo al mundo de las representaciones de los consumidores y, naturalmente, que éste último se haya conformado previamente de manera que el cultivo del sí mismo, la búsqueda de la propia identificación lleguen a ser, más que la referencia colectiva del otro, lo que defina el patrón de la conducta social.
En consecuencia, la oferta debe tratar de personalizar el objeto, de dotarlo de un valor simbólico que se corresponda fielmente con el sistema de ideaciones del consumidor al que se dirige. Por eso se modifica no sólo la elaboración del propio producto, sino las condiciones de venta o los espacios en donde el propio consumo se realiza.
Las nuevas formas de consumo no pueden llegar a realizarse cuando la oferta se limita tan sólo a poner físicamente el producto a disposición del consumidor. Es necesario dotarlo de una imagen que explicite suficientemente su papel en el universo de los simbólico. De ahí que no sea útil ya la simple publicidad reiterativa, o puramente informacional, propia del consumo de masas y encaminada básicamente a dar a conocer la simple existencia del producto resaltando las cualidades intrínsecas a su uso. Es preciso desarrollar una estrategia complementaria dirigida a asociar su valor simbólico con los valores de referencia del segmento de la demanda al que pretende dirigirse. El marketing y, en general, la actividad destinada a desarrollar globalmente lo que se conoce como «imagen de producto» se convierten en la pieza esencial del proceso de consumo.
Fundamentalmente, se trata de establecer la estrategia adecuada para que se produzca una exacta correspondencia entre las variedades del producto con cada segmento de la demanda, o parafraseando a Moles, con cada mosaico social. Es también un marketing diferente al del consumo de masas; se trata ahora de un «marketing de alvéolos» o «de minorías», pues, al tratar de diversificar los productos modulando un mismo producto central, se debe conocer fielmente el universo íntimo del consumidor, recurrir a soportes dirigidos a audiencias específicas, alcanzar al consumidor en el lugar mismo de la venta, individualizar la promoción o articular la distribución en torno a minoristas más cercanos a los espacios en donde se expresa el deseo de los consumidores. Los que se conocen como estudios de «estilos de vida» constituyen, en consecuencia, una pieza angular que permite a la oferta conectar en cada momento con cada categoría social, con cada estrato y hacer que la imagen de su producto se corresponda lo más posible con las aspiraciones, aficiones o, simplemente, frustraciones más relevantes de cada uno de ellos.
La oferta de objetos con iguales valores de uso se realiza entonces de manera polimorfa y el consumo aparece así como un acto de por sí distinguido, expresión de la individualidad singularizada de quien lo realiza.
Ahora bien, si el consumo galvanizado a través de este tipo de competencia es la clave que abre las puertas al beneficio y al éxito comercial y ello implica la generalización de un sujeto social que hace transitar su estrategia frente a la necesidad fundamentalmente a través del universo de los valores y de sus representaciones simbólicas, cabe preguntarse si, de esta forma, el consumo no deja de ser el remedio social de la escasez para convertirse en un proceso principal para favorecer la asimilación de los valores que tan sólo garantizan la perpetuación de un orden económico de despilfarro y de una sociedad desigual.
Al haber menos horas de trabajo necesarias hay menos trabajadores. No puede olvidarse que el ejército de trabajadores residuales, los desempleados o los cada vez más grandes números de personas sin ingresos impiden ya lograr el consenso social desde la producción que había caracterizado a la sociedad del bienestar. El consumo de masas, incluso en su más bien aparente expresión de satisfacción general, ya no es un mecanismo que permita cementar una sociedad que, por desigual, tiende a estar escindida. Se ha hecho necesario conseguirlo entonces logrando simplemente un mayor grado de sumisión y ello generalmente sólo es posible ensimismando al sujeto, enajenándolo de la percepción de su medio social, haciendo que haga suyo un sistema de valores dominado por la individualidad, la competencia y el posibilismo.
Naturalmente esto implica que las fuentes de la legitimación no surgen ahora directamente de las relaciones económicas de producción-consumo que, por el contrario, se convierten en el origen del conflicto potencial, para asentarse en lo que podríamos llamar el «tiempo sobrante», en el tiempo de no trabajo, que es en el que únicamente se puede llevar a cabo el consumo, tanto de los productos materiales como de los culturales que transmiten los valores que garantizan la asunción del orden social.
El consumo ha dejado de concebirse socialmente como la contraprestación a la contribución que se realiza a la producción para constituirse más bien en el estado de conquista permanente que expresa la supervivencia frente al medio ambiente de frustración que entraña un orden productivo que garantiza cada vez en menor medida la satisfacción general.
El consumidor ya no es el productor retribuido de los años sesenta que se realiza socialmente (aún alienándose) en el taller y se premia con el consumo, sino más bien el que es premiado con un puesto de trabajo y se realiza (alienándose) en el consumo, pues a través del intercambio simbólico que éste lleva consigo es como asume las representaciones sociales en que se basa su sociabilidad.
Es fácil observar hoy día en nuestras sociedades cómo el consumo se manifiesta muy a menudo en conductas claramente compulsivas y que el incentivo colectivo que lo mueve se conjuga muy generalmente con una pérdida absoluta del sentido de la realidad. Incluso los propios espacios en donde se realiza de forma privilegiada (los grandes centros comerciales, por ejemplo) tienden a resumir en sí mismos los órdenes vigentes en la vida social.
Sucede, pues, que las transformaciones en la forma de producción no sólo llevaban consigo una nueva forma de competencia. También un nuevo orden social y una nueva representación del mundo, en la medida en que se modifican las fuentes de la legitimación y el universo de los valores sociales.
También la nueva forma de organizar la producción se transustancia necesariamente en el mundo de las representaciones, para ser asumida socialmente sin posibilidad de conflicto. La marginalidad se acepta como un estado de espera, el desempleo como un accidente funcional que se resuelve por la competencia y la responsabilidad individual, mientras que la alteridad no sería sino un residuo que impide a los individuos gobernarse con el necesario posibilismo.
Las nuevas formas de consumo distinguido, la moderna oferta diferenciada y personalizada, las modas que ahora se llaman «abiertas», fragmentadas y no prescriptivas, susceptibles de asimilarse por los diferentes segmentos de la demanda, son la expresión de que las formas recientes del consumo en nuestras economías promovidas bajo el nuevo régimen de la oferta se adaptan perfectamente a una reciente forma de sociabilidad que no tiene más referencia colectiva que el sí mismo y el cultivo de una individualidad construida a través, nada más, que de ensoñaciones.
Mientras tanto, sin embargo, el consumo se divorcia del sentido objetivo de la necesidad. El sujeto, imbuido tan sólo en la representación del mundo que le proporcionan los signos de las cosas que consume, sustituye así la frustración del insatisfecho por la ensoñación de la abundancia, reacciona frente a la escasez sólo con la aspiración y, a la postre, enmudece ante su propia carencia y la del otro.
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