Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

John Maynard Keynes: el legado imposible

En Sistema nº 155-156, 2000.

Indagar sobre la vigencia del pensamiento keynesiano en nuestros días puede ser una cuestión muy simple y, a la par, bastante compleja.

Si consideramos en términos generales en qué medida la obra de Keynes ha ocupado y preocupado a economistas posteriores no se podría sino llegar a la conclusión de que se trata de la obra económica de conjunto más influyente, quizá todavía hoy mismo, de esta centuria que acaba. Ya en 1980 Weintraub cifraba en 4.827 las diferentes lecturas que se habían realizado de la Teoría General hasta aquel momento. Y, aunque es cierto que su papel central en la polémica económica ha disminuido más recientemente, no puede decirse que haya desaparecido completamente de los debates económicos. Sus adversarios más modernos, algunos con la furia compulsiva de los conversos, sólo estarían dispuestos a reconocer hoy día que Keynes llevaba únicamente razón cuando afirmaba que a largo plazo todos muertos; más que nada, para reafirmar así que Keynes ha muerto, la expresión un poco vulgar que tan a menudo se ha convertido en el único argumento para justificar, unas veces, el cambio de bando intelectual, y otras la bondad de las posiciones teóricas contrarias a las que el economista inglés defendió con mucha más brillantez a lo largo de su vida. Si se coteja la literatura económica en toda su extensión y no sólo la que se circunscribe al liberalismo redivivo, quizá habría que afirmar respecto al lord británico, como en el Tenorio, que los muertos que vos matásteis gozan de excelente salud.

Pero si nos referimos sencillamente a su influencia sobre las políticas económicas que se llevan a cabo en los últimos años o sobre la intelectualidad más relevante que marca las pautas de lo que debe ser lo teóricamente correcto en la taoría y en la política económica habría que concluir sin el menor atisbo de duda que el keynesianismo no es sino una parte del patrimonio más olvidado del pensamiento económico. De hecho, los académicos más de moda y poderosos lo han confinado despectivamente en las asignaturas de pensamiento económico de los planes de estudio de las universidades, asignaturas, por cierto, que los adalides del pensamiento único han procurado eliminar de los curricula universitarios, única forma de demostrar la superioridad de las ideas que mantienen. Como si la figura de Keynes no fuese sino la de un molesto mensajero que, a pesar de todo, siguiera advirtiendo que las cosas no son como los partidarios del liberalismo más dogmático quieren defender impertérritos contra el viento y la marea de los hechos más irrefutables.

Por otra parte, si se deja de lado la influencia puramente intelectual de Keynes y llevamos nuestra atención a las prácticas gubernamentales, con independencia de la filosofía que las inspira, encontraríamos seguramente con sorpresa que muchas de las recetas de intervención que había propuesto Keynes han seguido siendo utilizadas en muchas ocasiones, a pesar de que quienes las llevaron a cabo nunca asumirían la herencia keynesiana y a pesar de que podrían incluso adoptarlas al mismo tiempo que adjuraban por contraproducente e inadecuada de la influencia o la inspiración del británico. Lynn Turgeon, por ejemplo, ha analizado no sólo la evolución del pensamiento económico desde la segunda guerra mundial, sino también la forma de hacer política económica y ha comprobado que las recetas keynesianas no han podido ser eludidas por muchos gobiernos, aunque es verdad que se han aplicado de una manera muy distinta a la concepción original del propio Keynes. Se ha tratado, más bien, de una especie de «keynesianismo bastardo» o reaccionario, pues la intervención pública se ha vinculado al impulso de la demanda efectiva basado en el aumento de los gastos militares, en la reducción de impuestos que ha beneficiado sobre todo a las clases más altas y enriquecidas y nunca con el fin de generar pleno empleo o una mejor distribución de la renta, si bien fuera en la perspectiva del mejor sostenimiento del capitalismo que proponía Keynes.

Finalmente, si se entiende que la vigencia de un cuerpo de conocimientos deriva de que no haya sido puesto en cuestión por análisis teóricos alternativos resulta también una curiosa paradoja. Mientras que el común de los economistas proclama, al disciplinado compás que marcan sus corifeos, la invalidez de las formulaciones keynesianas, lo cierto es que el pensamiento neoliberal alternativo no ha sido capaz de establecer con la necesaria y exigible rotundidad su inconsistencia teórica, su error analítico o su desapego a la realidad. Como dice Michael Bleaney, «los argumentos keynesianos fundamentales no han sido demolidos por el Monetarismo y sus descendientes; simplemente lo han ignorado». Habría que decir, entonces, que efectivamente las ideas de Keynes no tienen la menor vigencia, pero casi en el sentido jurídico del término, porque esa pérdida de vigencia deriva de una especie de decreto de firma oculta que parece haber determinado sin más la indeseabilidad del legado keynesiano

Ocurre, pues, un fenómeno singular. La obra de Keynes ha dejado de ser influyente en la teoría, en los principios inspiradores y en las propias formas de la política económica pero eso no ha sido consecuencia de que los puntos de vista alternativos hayan logrado mostrar un cuerpo de conocimientos que la pusiera efectivamente en cuestión. Al mismo tiempo, se instrumentan a veces recetas keynesianos de manera vergonzante sin que el prosista que las aplica se atreva a reconocer nunca que se expresa en la prosa, aunque infiel, del keynesianismo. Se trata en mi opinión de una paradoja que es el resultado de que la obra de Keynes no es inadecuada o incorrecta en sí misma, más bien todo lo contrario, sino del hecho de que ahora se persigan objetivos políticos distintos a los que él trataba de alcanzar cuando formulaba sus propuestas. Sólo eso justifica que quienes verdaderamente establecen las grandes coordenadas de la acción social no necesiten ya recurrir para sostener el sistema económico y corregir sus deficiencias coyunturales a los análisis keynesianos.

Trataré de exponer con más detenimiento esta tesis en los epígrafes siguientes, primero, estableciendo lo que en realidad constituye el alcance de la obra keynesiana y más adelante mostrando que fueron los cambios en el medio ambiente social los que hicieron inadecuados o incluso contraproducente los preceptos keynesianos. Siguiendo ese hilo se podrá concluir sobre la vigencia del pensamiento de Keynes tomando en cuenta las alternativas de actuación que hoy día se abren ante los problemas de la economía internacional.

La pretensión keynesiana

Toda buena obra científica es, en mayor o menor medida, atemporal en el sentido de que contiene elementos y claves de entendimiento que se pueden aplicar a otras épocas y no sólo a su propio presente, aunque incidir en ese mismo sea su principal intención. Exactamente igual le ocurre a la obra de Keynes. Aunque se trataba principalmente, y él lo reconocía de forma explícita, de dar una respuesta concreta a la situación del capitalismo de su época lo cierto fue que sus propuestas trascendieron la coyuntura en la medida en que incorporaban categorías de análisis capaces de explicar el funcionamiento de la economía capitalista y no sólo su funcionamiento en un periodo determinado. Es curioso que lo que podríamos denominar las recetas de Keynes (intervencionismo, manipulación de la demanda efectiva, fiscalismo,…) hayan sido lo que ha merecido más reconocimiento e influencia, cuando en realidad eran la parte de su pensamiento menos novedosa si se tiene en cuenta que muchos gobiernos de su época –anticipándose como tantas veces a la más laboriosa sistematización científica- las habían aplicado antes de que el economista británico las justificara teóricamente. Por el contrario, sus reflexiones mucho más trascendentes y categorizadas sobre la naturaleza de los males de la sociedad capitalista, de las claves de su funcionamiento y de los equilibrios sobre los que se puede mantener su pervivencia han sido siempre aspectos más secundarios, más abundantemente matizados y más rápidamente condenados al ostracismo.

Para explicar todo esto me parece necesario resaltar los elementos que, a mi juicio, son los que permiten comprender la naturaleza real del pensamiento keynesiano.

La pretensión principal de la reflexión keynesiana es hacer frente al gran irrealismo en el que estaba sumida la teoría económica clásica, construida a partir de los equilibrios walrasianos y confiada permanentemente a las capacidades autorreguladoras del mercado para hacer frente a cualquier desequilibrio o problema del sistema. Ese era, en opinión de Keynes, su principal problema. Por lo demás, siempre reconoció las virtudes de la economía clásica. Reconocía su prestigio intelectual, según Keynes, derivado del «hecho de haber llegado a conclusiones completamente distintas a las que una persona sin instrucción del tipo medio podría esperar»; su belleza «al poderse adaptar a una superestructura lógica consistente»; su autoridad, ganada «por el hecho de que podía explicar muchas injusticias sociales y aparente crueldad como un incidente inevitable en la marcha del progreso, y que el intento de cambiar estas cosas tenía, en términos generales, más probabilidades de causar daño que beneficio; y tampoco le cabía duda de que «el proporcionar cierta justificación a la libertad de acción de los capitalistas individuales» fue lo que «le atrajo el apoyo de la fuerza social dominante que se hallaba tras la autoridad».

Pero inmediatamente, sin embargo, afirmaría que «aunque la doctrina en sí ha permanecido al margen de toda duda para los economistas ortodoxos hasta nuestros días, su completo fracaso en lo que atañe a la posibilidad de predicción científica ha dañado enormemente, al través del tiempo, el prestigio de sus defensores…Después de Malthus los economistas profesionales permanecieron impasibles ante la falta de concordancia entre los resultados de su teoría y los hechos observados». Eso es lo que lleva a Keynes a finalizar la Introducción de su Teoría General señalando con su fina ironía que «puede suceder muy bien que la teoría clásica represente el camino que nuestra economía debería seguir; pero suponer que en realidad lo hace así es eliminar graciosamente nuestras dificultades. Tal optimismo es el causante de que se mire a los economistas como Cándidos que, habiéndose apartado de este mundo a cultivar sus jardines, predican que todo pasa del mejor modo en el más perfecto posible de los mundos, a condición de que dejemos las cosas en libertad».

Lo que preocupó, pues, a John Maynard fue algo en principio bastante elemental: la concordancia de los postulados de la teoría económica y de las propuestas políticas que se derivaban de ella con la realidad. En su opinión, para recuperarla se requería sencillamente cambiar los puntos de partida de la comprensión clásica de los fenómenos económicos y, en particular, tres de ellos «que querían decir los mismo»: que el salario real es igual a la desutilidad marginal de la ocupación existente, que no existe eso que se llama desocupación involuntaria en sentido riguroso y que la oferta crea su propia demanda.

A partir de ahí desarrolla sus postulados teóricos sobre los cuales no voy a detenerme aquí puesto que lo que me interesa y quiero destacar ahora es que todos ellos y las conclusiones a las que llega se mueven claramente en el mismo espacio escénico en que se desenvuelve la teoría clásica cuyo irreralismo critica con toda la razón: dentro del sistema económico capitalista. El realismo con el que Keynes quiere contribuir a la teoría económica clásica le lleva a reformularla haciendo descansar su análisis sobre tipos de relaciones y variables diferentes y eso significa que no hay una modificación sustancial en lo que podríamos llamar la teoría del sistema económico, sino tan sólo en la concepción del equilibrio y, más particularmente, en la teoría del uso de la mano de obra en el sistema.

Keynes desnuda a los conceptos económicos de su contenido utilitario y los reviste en términos reales así como modifica la comprensión de las variables, pasando del análisis de los volúmenes de stock al de flujos, pero no hay, por el contrario, una modificación esencial en el concepto de volumen de producción o de producción agregada que permita contemplarlo como algo que llegue a no igualarse con la satisfacción general, lo que verdaderamente hubiera podido implicar un cambio en la comprensión sistémica de los procesos económicos. Keynes opera, pues, sin salirse de un universo económico cuyas fronteras coinciden plenamente con las establecidas tajantemente por la economía clásica y que nunca osan sobrepasar los economistas ortodoxos, que sólo por su candidez e irrealismo son objeto de la crítica keynesiana.

El propio Keynes lo reconoce explícitamente al final de su obra más conocida, en un último capítulo sintomáticamente titulado «Notas finales sobre la filosofía social a que podría conducir la Teoría General», donde afirma que «en lo que ha fallado el sistema actual ha sido en determinar el volúmen de empleo efectivo y no su dirección».

No puedo detenerme ahora en resaltar hasta qué punto Keynes ofrece una lectura analítica diferente de la teoría clásica, justamente para dotarla de mayor realismo y capacidad predictiva, bien sea en su crítica de la asunción de la Ley de Say, de la teoría de los determinantes de la inversión, del papel del dinero o de los tipos de interés que llevan a planteamientos políticos completamente dispares al puro dejar hacer al mercado que terminaba aconsejando siempre la economía clásica. Sólo pretendo resaltar aquí que todo ello se llevaba a cabo sin alterar los presupuestos esenciales, «sin echar por tierra el sistema de Manchester» e incluso con una pretensión de fondo prácticamente idéntica: «al llenar los vacíos de la teoría clásica… se indica la naturaleza del medio que requiere el libre juego de las fuerzas económicas para realizar al máximo toda la potencialidad de la producción».

En suma, la pretensión última de Keynes no era otra que rehabilitar a la teoría económica clásica para que, dentro del sistema económico capitalista, estuviera en condiciones de dar respuestas realistas a los problemas económicos de su época ante los cuales los economistas ortodoxos se mostraban verdaderamente como simples visionarios incapaces de proporcionar claves intelectuales que verdaderamente les dieran solución.

El contexto de la política keynesiana: consenso, pérdida de perfil, inutilidad manifiesta

No hace falta señalar hasta qué punto las propuestas keynesianas fueron efectivas, acertadas, adecuadas y bien recibidas en el contexto preciso en que fueron concebidas: frente a la crisis de sobreproducción que se había desatado en los años treinta y que requería, efectivamente, impulsos acelerados en la demanda para reestablecer los equilibrios que habían saltado por el aire cuando, ante el desempleo que se generaba masivamente, sólo se contestaba con la pasividad derivada de la creencia en que el mercado resolvería, por la vía de la reducción de los salarios, los niveles de empleo y con ellos la actividad de las empresas y los beneficios. No se trataba, además, de una simple crisis que repercutiera sobre los procesos económicos, sino que, acompañada de paro masivo y desigualdades demasiado evidentes, provocaba también una progresiva deslegitimación social, mucho más peligrosa en aquel momento si se tiene en cuenta que la revolución soviética había creado una referencia alternativa de organización social y que los movimientos obreros y sociales cobraban una fuerza cada vez mayor. Se trataba, por lo tanto, de una situación cuya solución, dentro del sistema, precisaba no sólo de un nuevo entendimiento de las cuestiones económicas que fuese realista a fuer de reconocer las imperfecciones del sistema económico que la teoría económica clásica permitía ocultar entre ecuaciones y formalismos sofisticados; sino también, y quizá sobre todo, de una nueva filosofía social que permitiese cementar de nuevo a la sociedad fragmentada de los años treinta en torno a un proyecto que volviera a presentar al capitalismo como el marco donde conquistar el progreso sin límites y el bienestar para todos.

Lo que vino después es bien conocido: con la ayuda inestimable de la propia guerra mundial que propició el establecimiento del adecuado campo de operaciones, la formulación keyenesiana de los problemas económicos proporcionó la cobertura teorico política pertinente para lograr crecimiento económico estable y un gobierno suficientemente efectivo de los desequilibrios a corto plazo del sistema, todo lo cual, en el marco de instituciones en donde se podría generar el consenso distributivo que impidiese el cuestionamiento efectivo del sistema, permitió vivir los que luego se llamarían los años gloriosos de la economía capitalista.

Naturalmente, el propio modelo keynesiano necesitó puestas al día, que fueron afectando tanto a su propia estructura interna como a su alcance político. Se modificaron algunos de sus fundamentos teóricos para poder soportar propuestas de política económica más versátiles y adecuadas a las nuevas situaciones que se iban generando, sobre todo, reconsiderando del papel de la política monetaria. Además, y apoyándose en el desarrollo de la econometría que hacía posible la profundización en la determinación de las componentes fundamentales del modelo así como en las relaciones entre ellas, se procuró incorprar la consideración del largo plazo y, en general, la problemática del crecimiento

Podría parecer sorprendente, sin embargo, que a medida que se avanzaba en la actualización y reformulación más enriquecedora del modelo keynesiano de partida, éste mismo fuese perdiendo actualidad y vigencia en lugar de ganarla. Es más, podría decirse que los retoques que sucesivamente iba recibiendo más bien lo desplazaban, silenciosa pero muy eficazmente, hacia las grandes coordenadas del modelo clásico, justificando quizá de esa manera que Joan Robinson hablara de la «bastarda progenie» que siguió a Lord Keynes. La llamada «síntesis neoclásica» o los intentos posteriores de Clower y Leijonhufvud de releer la teoría keynesiana para asentarla en modelos distintos al de renta-gasto y, esencialmente, para reconsiderar el papel de los tipos de interés frente a la tasa de salarios como desencadenante del desequilibrio (con las consecuencias «prácticas» que ello lleva consigo) son ejemplos claros de la pérdida del perfil original, mucho más realista y práctico, del modelo de Keynes.

Pero, en realidad, lo que estaba ocurriendo era lo que debería ocurrir y lo que el propio Keynes había advertido que ocurriría sin remedio si las cosas se hacían bien: la formulación adecuada de sus propuestas permitirían que el sistema se recuperase hasta el punto de que el propio modelo clásico (mucho más atractivo para las fuerzas sociales dominantes por cuanto justificaba mayor libertad de acción para los capitalistas individuales) volviera a ser la referencia del análisis teórico y de la política económica.

También lo reconocía Keynes al final de la Teoría General, cuando escribía que «nuestra crítica de la teoría económica clásica aceptada no ha consistido tanto en buscar los defectos lógicos de su análisis, como en señalar que los supuestos tácticos en que se basan se satisfacen rara vez o nunca, con la consecuencia de que no puede resolver los problemas económicos del mundo real. Pero si nuestros controles centrales logran establecer un volumen global de producción correspondiente a la ocupación plena tan aproximadamente como sea posible, la teoría clásica vuelve a cobrar fuerza de aquí en adelante».

Un primer problema al que se enfrentaba el propio legado keynesiano era, pues, que su propio remedio como rehabilitador de los mecanismos de equilibrio del sistema implicaba su posterior inutilidad. Así, en condiciones de pleno empleo como las que se daban en la época dorada del capitalismo de postguerra, no sólo el intervencionismo keynesiano, sino la sobreabundancia de expectativas a que da lugar el crecimiento sostenido, la cultura de reivindicación permanente que se desata en un régimen bienestarista, la seguridad en el puesto de trabajo y una filosofía social cuasi socializante como la que se desprende de la política keynesiana, generarían una situación mucho más crítica y con una naturaleza muy distinta de que la que originariamente motivó la respuesta keynesiana.

El propio proceso de crecimiento intensivo auspiciado en la mayor medida por la política keynesiana fue generando una serie de disturbios internos y desajustes profundos que conformaban un espacio problemático para el cual la política keynesiana terminaría por se completamente inútil.

El primero y sin duda más importante de todos ellos fue la pérdida progresiva de lo que Samir Amín denominó la «flexibilidad normal» del sistema, originada por factores muy diversos pero que la política keynesiana contribuyó decisivamente a hacerlos resaltar: la disminución de los fondos de reserva latentes de mano de obra, la segmentación de los mercados producida por la innovación tecnológica y la generalización de lo que se llegó a denominar la «cultura del más» que provocaba una enorme rigidez «a la baja» en las pautas de consumo y gasto sociales.

Por otra parte, esta pérdida de flexibilidad, especialmente agudizada en los mercados de trabajo y en los mecanismos de reasignación productiva en el interior del sistema, contribuyó de forma decisiva a fortalecer un proceso de subida de precios, de salarios y de tipos de interés que se veían fortalecidos al solaparse con las actuaciones sobre la demanda que imponía la inercia del keynesianismo dominante.

En tercer lugar, resultaba que el desempleo que empezaba a generarse ya no era de la misma naturaleza del que había sido analizado por Keyenes y al que éste había sido capaz de encontrar respuestas efectivas en un contexto de subcomsumo generalizado. Generalmente no resultaba ser consecuencia de una insuficiente capacidad sino más bien de la readecuación del sistema de dotación de capitales, por lo que no se veía sustancialmente afectado por actuaciones desde el lado de la demanda.

Además, desde la perspectiva original keynesiana, a corto plazo podía razonarse «para un estado dado de la técnica»cuando la salida a la crisis requería, principalmeente, modificaciones tecnológicas incesantes. Eso hacía que la inversión no actuase como una inversión de capacidad, tendente al incremento de las capacidades productivas y de empleo, sino más bien como una inversión de productividad, orientada a mejorar el rendimiento de los diferentes factores, y especialmente de aquellos que entonces resultaban más costosos como el trabajo. Los aumentos de inversión tendían, por lo tanto, no a aumentar el grado de ocupación de los recursos productivos sino a procurar una asignación distinta de los mismos.

Todo ello implicaba que el mantenimiento de una política de demanda de carácter tradicional keynesiano no sólo mantenía la tónica de deterioro sino que además impedía la readecuación productiva, lo que provocaba que la única vía para mantener la tasa de beneficios ante un proceso de subida de costes fuese la inflación permanente o el desempleo.

En cuarto lugar, el marco oligopolista en que se llevaba a cabo generalmente la obtención y difusión de las rentas tecnológicas provocaba una importante segmentación en términos de productividad en los diferentes mercados, el que los precios dejaran de estar en condiciones de ser el instrumento de la competencia y contribuía al divorcio entre la circulación real y la monetaria del sistema.

Como diría O’Connor , «la competencia en los mercados de mercancías de consumo se convirtió en competencia por el producto, incluso en competencia por el servicio y la calidad» y ello obligaba a un proceso incesante de renovación en la producción de bienes de consumo para colocar en el mercado nuevos productos a precios mayores que los antiguos. Esta mutación en el «ciclo del producto», que en opinión de este mismo autor constituye un «proceso sistemático de autoexpansión de los bienes de consumo», requiere un incremento de capacidad que, sin embargo, no tiene como finalidad el abaratar la obtención de los productos antiguos y tiene, por tanto, algunas implicaciones importantes.

Para garantizar la realización de los productos se hizo necesaria la expansión permanente del crédito al consumo, lo que unido a la generalización del endeudamiento exterior de las empresas multiplicó la circulación del dinero, hasta el punto de que ésta llegó a ser independiente de la propia circulación de mercancias. Este fenómeno, junto a otros a los que no haré ahora referencia , dio lugar al nacimiento de una verdadera «economía de papel» cuyo efecto sobre el sistema, en opinión de O’Connor, fue «el desarrollo de una economía de deuda permanente, de crisis fiscal y de liquidez e inflación y presión impositiva muy altas». Y ello constituyó un reto que no podría superar la práctica política keynesiana.

Al contrario de lo que Keynes supuso en el capítulo XII de su Teoría General, la financiación de ésta deuda se realiza cada vez menos en el mercado financiero y mucho más por medio de la intermediación bancaria. Ello es importante, pues mientras que en el primer caso los tipos de interés son resultado de la oferta y la demanda, la intermediación hace que los tipos de interés no sean precios de mercado sino más bien precios de oferta. Además, este proceso requiere, en todo caso, -al contrario de lo que plantea la corriente monetarista y como parece que más acertadamente postulan los postkeynesianos-, considerar a la oferta nominal de dinero como variable endógena del propio modelo. Y ello es, desde luego, un problema de reformulación importante si se coincide con Joan Robinson cuando dice que «la Teoría General es una «teoría monetaria» sólo en el sentido de que las relaciones e instituciones relativas al dinero, al crédito y a la financiación son elementos necesarios en la economía «real» en que están implicados».

En suma, resultaba que la política económica keynesiana que desde el año 1.947 se centraba en los objetivos de estabilidad y crecimiento económico no estaba concebida para hacer frente a este nuevo escenario y mucho menos a la inmensa reestructuración productiva (desde el lado de la oferta) que requería el agotamiento el modelo de crecimiento forjado a su sombra. La insistencia en mantener políticas de tipo keynesiano terminaba finalmente por bloquear las posibilidades mismas de regeneración y agravaba los problemas existentes.

Los instrumentos que eran reiteradamente utilizados para canalizar el impulso de la demanda se resumían en el incremento permanente y reiterado del gasto, esencialmente del gasto militar, del gasto social y del que está ligado al mantenimiento de los aparatos administrativos y burocráticos. Y eso provocaba la asimilación colectiva de unas pautas de gasto que generaban un auténtico proceso de integración social que venía favorecido, además, por la socialización de la cultura del consumo y la difusión de servicios sociales no mercantilizados suministrados por el Estado. Se trataba de un auténtico consenso socio-político que tenía su hilo conductor en la expansión de la demanda y el crecimiento económico. Era eso lo que permitiría decir a Walter Heller , «el éxito de la política expansionista…ha minado la posición y suavizado las diferencias doctrinales a izquierda y a derecha. Las mentes se han abierto y el área de apoyo común ha crecido… Otros se aferran a creencias largo tiempo inestimables y pretenden ignorar los hechos. Pero éstos se hallan, en forma creciente, fuera del centro mismo del consenso de la política económica».

Sin embargo, con el tiempo la opción de la expansión de la demanda, del incremento del gasto, la ausencia de disciplina en el mercado de trabajo y el incremento de salarios, junto a la práctica ausencia de acciones sobre la oferta generaron lo que se denominó gráficamente como una situación de inflación creciente e inversión insuficiente. Lo que no podía dar lugar más que a la caída de los beneficios, del valor de la producción y del empleo. Es decir, a una situación de estagflación que a su vez requería más crédito, más demanda efectiva y, por consecuencia del mayor desempleo y pobreza, más gastos sociales y por tanto más déficits.

La indisciplina laboral creciente a la que siempre da lugar el pleno empleo y la mecánica macoreconómica keynesiana provocaban efectos devastadores sobre el mercado de trabajo y la tasa de beneficios: la política discrecional como los estabilizadores automáticos desincentivaban la movilidad laboral e incluso la propia conversión en capital fijo de la propia fuerza de trabajo. El trabajo, como señalaría Abraham-Frois , se convertía en «cuasi-capital» llegando a ser un factor tan fijo como este último.

Para restablecer la lógica del capital y recuperar las condiciones que garantizan la obtención de beneficios eran necesarias medidas de flexibilización o de actuación desde la oferta, pero éstas no sólo encuentraban el escaso favor de los discípulos más convencidos de Lord Keynes sino el rechazo de los agentes sociales y de los propios administradores de los recursos públicos que para no hacerles frente agudizaban los efectos negativos de un expansionismo inadecuado al fortalecer la dinámica del ciclo político.

Fue así que el propio keynesianismo generaba una inercia social y politico económica que a la postre dificultaba la reestructuración del sistema productivo, que veía reducidas su posibilidades de expansión por causa de las limitaciones y de la unidireccionalidad de la propia economía keynesiana.

Lo peor, no obstante, no era que el keynesianismo hasta entonces asumido generalizadamente no pudiera hacer frente a los nuevos escenarios con éxito porque sus proposiciones fueran teóricamente desacertadas sino, sobre todo, porque lo que fundamentalmente demandaba el nuevo escenario productivo era una nueva filosofía social.

De hecho, el «keynesianismo reaccionario» demostraba (y todabía lo sigue haciendo hoy en día) que las actuaciones desde la demanda son instrumentos imprescindibles y seguramente insustituibles para generar estimulos a la actividad, para aumentar la producción y para crear empleos. Pero lo que estaba sucediendo era que el capital no precisaba en esta nueva época de más producción, más actividad o más empleo. Todo lo contrario: en realidad, se buscaba provocar una profunda deflación; no solucionar el problema del paro, sino utilizar el desempleo masivo como elemento desmovilizador; no aumentar las capacidades del sistema, sino reestructurar su base estructural; no aprovechar al máximo los recursos existentes, sino modificar su lógica de uso para abaratar su utilización y hacerlos más rentables. Y, por supuesto, no se deseaba una distribución de la renta más igualitaria y más civilizada, como había planteado Keynes, sino justamente todo lo contrario: dar una potentísima vuelta de tuerca a la pauta distributiva que había llegado a ser muy desfavorable para los rendimientos del capital como consecuencia de la fortaleza de los movimientos sindicales.

El keynesianismo no había dado todo lo que podía dar de sí, los economistas keynesianos podían seguir demostrando la validez de sus propuestas más o menos remozadas al albur de los nuevos tiempos, pero el capital ya no necesitaba de unas recetas que, en realidad, lo iban a debilitar mucho más porque, aunque las respuestas que podía dar el keynesianismo siguieran siendo analíticamente válidas, no respondían ya a las nuevas preguntas que el capital se estaba planteando.

El legado imposible

Comencé este artículo señalando que la aportación teórica de Keynes se insertaba claramente en el marco de la economía capitalista y si terminase aquí tendría que concluir que ese sistema repudia contundentemente respuestas teóricas y políticas como las suyas.

Esto último me parece que es un aserto que puede considerarse definitivo por varias razones.

Primero, porque creo que es imposible pensar que en el actual conexto económico y político se admita nuevamente, digamos que desde dentro del sistema, un papel preponderante a la discrecionalidad y al intervencionismo gubernamental. Máxime, cuando la filosofía social monetarista ha logrado ya instituir nuevos poderes, al margen de los democráticamente establecidos, para el gobierno de los intereses económicos más poderosos, principalmente los Bancos Centrales independientes, las instancias informales de decisión internacional o, simplemente, el reconocimiento expreso de la influencia empresarial en la vida política. Todo ello es lo que está permitiendo una redistribución de la renta ingente a favor de las grandes corporaciones multinacionales y de los grandes poderes financieros y empresariales. Desde esas instancias difusas se puede implantar el «liberalismo dirigido» hoy día dominante; tanto o más regulador que en otras épocas, pero ejercido desde una especie de clandestinidad institucional, bordeando hábilmente los controles en la misma medida en que se devalúan las instancias democráticas en donde se supone que reside la soberanía popular ahora sustituida por la más expedita del dinero y el comercio. No es pensable, pues, que la instrumentación a través de la demanda y de la política, que los gobiernos deben ejercer de manera mucho más transparente, vuelva a estar en la agenda de los grandes poderes. Siempre les va a ser mucho más util que esa retórica se sustituya por la de la «libertad» y la del mercado, aunque a la postre la realidad muestre muy nítidamente que ni esa libertad está al alcance de todos los individuos, ni los mercados son los mercados perfectos que proclama la teoría económica al uso.

En segundo lugar, porque la filosofía social que inevitablemente sirve de apoyo al keynesianismo implica una concepción de la integración social o incluso de la equidad que hoy día constituye una aspiración imposible. Dentro de las coordenadas actuales de nuestro sistema económico dado el nivel de desigualdad que genera y la fragmentación social en la que inevitablemente se traduce la generalización del intercambio en mercados imperfectos, el paro masivo o la degeneración continua del trabajo que produce la precarización del empleo, y el debilitamiento de los mecanismos protectores típicos del Estado de Bienestar.

Por demás, y a diferencia de lo que ocurría cuando Keynes formuló sus teorías, la aspiración al pleno empleo no sólo es innecesaria, sino incluso contraproducente si se lleva a cabo en las condiciones salariales que puedan permitir la integración del trabajador o el sostenimiento de la demanda efectiva.

Por último, una razón definitiva para pensar que los grandes poderes, la «fuerza social dominante» en palabras del propio Keynes, no asumirán ya de nuevo sus postulados es que no precisan de su realismo. Todo lo contrario: temen hasta tal punto a la realidad que los propios análisis keynesianos pasan a veces como radicales y casi revolucionarios. Fue Keynes el que cerraba su Teoría General diciendo que «los principales inconvenientes de la sociedad económica en que vivimos son su incapacidad para procurar la ocupación plena y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos». No puede haber una descripción más directa y actual de la economía de nuestra época, pero ¿qué neoliberal admite que esos sean los inconvenientes de nuestra sociedad, a pesar de que son problemas que hoy se sienten tanto o más agudizadamente que cuando escribía Keybnes? El paro no solamente no se percibe como un problema que se haya deseado resolver sino que se han procurado implementar políticas que directamente lo han generado para abaratarlo, y sólo entonces, se hace más intensiva su utilización precaria, informal, temporal y, muchas veces, incluso en condiciones de simple y pura esclavitud laboral.

El realismo con el que Keynes logró que los intereses del capital se hicieran fuertes ya no es un arma utilizable en una sociedad que, como dice Braudillard, ha cometido el crimen perfecto: el asesinato de la realidad para sumergirse en un mundo de hipótesis delirantes .

Ahora bien, lo que puede resultar definitivamentye paradójico es que el keynesianismo puede proporcionar, y de hecho proporciona, sin embargo, claves de gran utilidad y actualidad que permiten sostener perspectivas de análisis y propuestas políticas que se sitúan más bien fuera del sistema, o al menos en sus últimos límites. Así pueden citarse, y aunque no todas estas ideas son estrictamente provenientes de la obra de Keynes, la ruptura con el individualismo metodológico, un punto de partida esencial para entender la sociedad y no para inventarla de la manera efectivamente delirante como lo hace el neoliberalismo; la concepción de la producción en términos de flujos y de la actividad en términos de producción y no de precios; en suma, la negación del artificial esquema walrasiano que es preciso para concebir la economía en términos mucho más realistas; la comprensión del análisis teórico vinculado a la práctica política y no como pura retórica; el reconocimiento del papel de las instituciones y de las circunstancias personales, en fin, la necesidad de partir de una antropología que no se limite a contemplar al ser humano como un simple construto abstracto; o incluso algunos principios sobre la teleología de las relaciones internacionales en un mundo en donde se ha llegado a establecer que sólo lo que es bueno para la gran empresa representa bienestar para los seres humanos. Fue Keynes, por ejemplo, quien escribió: «Ideas, conocimientos, arte, hospitalidad, viajes, ésas son las cosas que deben ser internacionales por su propia naturaleza. Pero dejad que los productos sean «caseros» siempre que sea razonable y convenientemente posible; y, por encima de todo, permitid que las finanzas sean básicamente nacionales» .

Es obvio que estas ideas son completamente contrarias al pensamiento económico dominante y muy cercanas a quienes sostienen que el actual orden económico internacional conforma una arquitectura tan irracional como cínica en la medida en que, frente al análisis mucho más sincero de Keynes, la actual retórica librecambista sólo sirve para ocultar que en la realidad los poderosos imponen a los más desfavorecidos un proteccionismo reaccionario que nada tiene que ver con la doctrina que aparentemente defienden.

De hecho, quienes se tienen por continuadores más fieles del pensamiento keynesiano, los postkeynesianos, han logrado llevar el pensamiento original del Keynes mucho más allá de su carácter de respuesta a los problemas coyunturales del capitalismo, enriqueciéndolo notablemente y trasladando muchas de sus categorías a un espacio de análisis que permite conocer la realidad de nuestros días de forma realista y operativa, lo que demuestra precisamente que el keynesianismo no ha sido rechazado en los círculos de pensamiento dominantes como resultado de limitaciones intrínsecas a su cuerpo analítico sino, como he señalado, porque sus respuestas nunca iban a favorecer hoy día a los intereses a los que termina por defender la clase académica mejor instalada y protegida o los partidos políticos que directamente asumen su gestión institucional.

Eso es lo que permite pensar que se seguirán produciendo contribuciones teóricas y prácticas como resultado de seguir leyendo la obra de Keynes aunque, a pesar de ello, el keynesianismo seguirá teniendo una limitación fundamental para servir de soporte de estrategias politico económicas alternativas. Su construcción teórica no sólo se realiza en el seno de la economía capitalista, sino dentro de lo que podríamos denominar gráficamente «lo económico», esto es, sin tomar en consideración que esto último, lo económico, se resuelve finalmente en un espacio físico superior del que depende en última instancia sus propia sostenibilidad. Por eso es difícil que presupuestos básicamente establecidos sobre el principio de la intensividad y del crecimiento cuantitativo puedan servir de base a los planteamientos alternativos que actualmente sería necesario establecer para diseñar alternativas de asignación y reparto frente al neoliberalismo dominante. Y eso es lo que justifica el título de este artículo: es casi imposible que el legado keynesiano, por muy revolucionario que fuese en su momento o por muy adecuadas a la actualidad que puedan ser algunos de sus presupuestos, de sus categorías y de sus análisis, vuelva a convertirse, como antaño, en la referencia inmediata de la política económica. En las condiciones de explotación impuestas por el neoliberalismo no hay lugar para el capitalismo más racional y de rostro humano en el que pensó Keynes, y el hecho de que sus propuestas estuvieran concebidas para generar un crecimiento capitalista intensivo les hace muy poco útiles si lo que se quiere verdaderamente es darle la vuelta al capitalismo de nuestros días.

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