En Revista de Economía, nº14, 1.992.
Aunque no se puede decir que los problemas relativos a la información hayan sido ajenos al discurso jurídico y al análisis económico tradicionales, lo cierto es que la información no ha sido considerada, ni por el Derecho ni por la Economía, como una componente explícita y autónoma de los problemas jurídicos o económicos generales.Los problemas de la información han estado presentes en toda sociedad y en cualquier momento histórico. Pero, hasta hace muy pocos años, esta presencia se ha producido de forma muy volátil, muy difícil de percibir analíticamente por las razones que más abajo señalaré y con expresiones concretas (materiales, culturales, mercantiles,…) muy limitadas.
De ahí, que tanto el Derecho como la Economía, a lo sumo, hayan estado pendientes de algunos problemas concretos que suscita la falta de información (de la incertidumbre en la toma de decisiones, de la ignorancia sobre las cosas o sus cualidades, de la inexistencia de señales adecuadas para el desarrollo de las relaciones sociales o económicas, de la falta de reciprocidad en el suministro de la información necesaria para la culminación de los intercambios) pero no de los derivados de la existencia de la información misma como un fenómeno específico en las relaciones económicas y sociales.
Podría decirse que el análisis económico tradicional hizo frente al problema de la información «por defecto». Establecida la hipótesis inicial de la información perfecta y gratuita no se debía tardar en detectar sus anomalías. Al igual que el paradigma fue trasladándose del equilibrio al desequilibrio, fue preciso trasladarse también a escenarios de información costosa e imperfecta que derivan en situaciones de intercambio irregular o simplemente de no intercambio.
Desde el lado del Derecho, la regulación de las relaciones entre personas o entre personas y cosas se realizaba como si se diera por hecho que la información (que debía tratar de ser más o menos necesaria o suficiente) fuese una cualidad inmanente a las cosas objeto del uso jurídico, de manera que la información no tenía dimensión autónoma entre los problemas sobre los que se vertía la norma sustantiva. Ello era natural predominando un derecho de la propiedad para el cual la esencia de ésta se vinculaba con la cosa material. La información (como cualquier otra dimensión inmaterial de los negocios jurídicos) era sólo algo connotado a ella. Y de ahí, que la problemática jurídica de la información quedase reducida al ámbito de las libertades públicas o al de los valores patrimoniales.
Ello se explica, por un lado, porque la propia naturaleza de la información comporta algunos problemas relevantes para la comprensión jurídica más tradicional de la propiedad y los intercambios. Una de sus características principales es su facilidad para reproducirse sin merma y eso resulta difícilmente encajable con el supuesto tradicional según el cual la cesión conlleva el desposeimiento.
Además, la información (y el valor que puede generar) está casi siempre muy estrechamente vinculada a su creador, de forma que también resulta difícil enajenar a éste del control o la fiscalización de la información que ha creado, aún cuando haya sido desposeído efectivamente de la misma.
A pesar de estos problemas, los ordenamientos jurídicos más avanzados iniciaron desde hace tiempo lo que podríamos denominar la definición y posterior protección de bienes jurídicos de caracter inmaterial o informacional, como sucedió en el caso de los fondos de comercio, patentes, clientelas, marcas o derechos de autor; pero ello no permite afirmar, sin embargo, que la información llegue a considerarse como una problemática autónoma que merezca una atención específica.
Por otro lado, las infraestructuras de mediación necesarias para que la información resultase ser un fenómeno social y económicamente trascendente no se desarrollaron sino hasta hace bien poco tiempo. En consecuencia, la circulación de informaciones (o, en términos generales, de contenidos inmateriales) no era algo realmente significativo para el conjunto de problemas relativos al intercambio o a la propiedad de los recursos.
En la actualidad, sin embargo, la información es un fenómeno que presenta connotaciones mucho más plurales y diversas, con mucha mayor trascendencia y con una mayor capacidad de diseminación en todo el conjunto de relaciones sociales.
Disponer, por ejemplo, de lo que ahora denominamos «información privilegiada» a la hora de participar en negocios ha existido siempre. Pero hasta muy recientemente, el problema de su regulación sólo se centraba en cómo proteger la seguridad en los negocios o la intimidad de las personas o sociedades. Hoy día, cuando el jurista se enfrenta a este problema se encuentra con un auténtico mercado en donde la circulación de información (privilegiada o no) se realiza en condiciones muy semejantes a las propias de otros productos o servicios mercantiles. Por lo tanto, ya no se trata tan sólo de proteger derechos personales o principios generales como el de igualdad entre las partes o el de la necesaria confianza, sino que es preciso contemplar éstos problemas cómo auténticos procesos de asignación de recursos muy valiosos y que constituyen también fuentes muy estimables de plusvalías.
Hace unas décadas, los comentarios sobre la marcha de empresas o sobre cotizaciones de bolsa de un periodista especializado influían en un ámbito tan reducido de personas o a mercados tan pequeños que era difícil pensar que de ello pudieran derivarse situaciones suceptibles de ser consideradas socialmente como antijurídicas. Actualmente, se pueden contar por docenas los casos que han dado lugar a sentencias por daños o responsabilidad de diferente tipo como consecuencia de esas actividades.
Hace unos años, los sistemas de responsabilidad establecidos sobre el principio de la previsión necesaria o posible (es decir de disposición de información) no tenían apenas más horizonte que el del sentido común que deberían guardar los agentes. En la actualidad, la mayor, más fácil y menos costosa obtención de la información permiten que la previsión y el conocimiento (información acumulada) reduzcan los límites objetivos de la incertidumbre y que la responsabilidad tenga dimensiones completamente diferentes y más fácilmente evaluables.
La intimidad humana, su inviolabilidad, están hoy expuestas a amenazas que hasta hace poco no podían ser adivinados más que por los novelistas o los soñadores. Pero estas amenazas proceden de auténticas industrias que mueven cantidades ingentes de recursos financieros y cuya estabilidad está estrechamente unida a la todo el sistema económico.
Estos ejemplos no son sino la expresión de que la información ha comenzado a jugar un papel completamente diferente en nuestras sociedades y al que los ordenamientos jurídicos, con desigual eficacia hasta el momento, tuvieron que hacer frente.
Ahora bien, puesto que la característica principal de este nuevo papel de la información surge de su naturaleza como objeto de intercambio, será preciso que las normas jurídicas contemplen la regulación de los nuevos fenómenos de la información a la luz de lo que ya va siendo conocida como «economía de la información». De hecho, como reconoció diez años atrás el entonces Ministro de Industria francés, André Giraud, el problema del Derecho en relación con estos fenómenos radica precisamente en la «inexistencia de una infraestructura jurídica capaz de asegurar la mutación hacia la economía de la información».
Señalar los problemas más importantes que, en mi opinión, comporta el diseño de esa «infraestructura» y proporcionar algunas sugerencias para la reflexión, es lo que se pretende exponer de forma sumaria a continuación.
La nueva dimensión económica y social de la información
A veces se dice, entiendo que no con total acierto, que la característica principal de las sociedades más desarrolladas es que en ellas la información ha llegado a ser el recurso más valioso y de ahí que incluso se haya popularizado la expresión de «sociedad de la información».
No me parece difícil demostrar que la información ha sido extraordinariamente valiosa en cualquier sociedad y en cualquier momento de la historia. En todas ellas, disponer de la mayor información ha sido la clave de los movimientos sociales y el resorte que ha permitido realizar los cambios en las relaciones sociales, políticas o económicas
Lo que más bien distingue hoy día a nuestras sociedades es que se han desarrollado potentes infraestructuras capaces de generar más y más variada información, de almacenar mayores cantidades de datos, de tratarlos de forma más rápida y eficiente y, sobre todo, de transmitirla de manera potencialmente generalizada.
Eso ha permitido que la información pueda estar siendo utilizada como un recurso adquirible sin que sea necesaria una inversión propia y previa para obtenerla -lo que, añadido a su menor coste, facilita e incentiva su incorporación a los procesos productivos-; que pueda ser acumulada como inversión productiva rentable; que pueda ser transmitida (intercambiada) con beneficio y, en consecuencia, que pueda ser considerada como un valor añadido más.
Dicho en otros términos, sucede que hoy día la información es una mercancía más. Que puede ser, y de hecho lo es, comprada y vendida en mercados o en cualesquiera otros sistemas específicos de asignación.
Al igual que actualmente es posible leer lo que está escrito en un libro u oir la música de un disco (consumir una determinada información) sin necesidad, no ya de comprarlos, sino tan siquiera de tenerlos en las manos, también es posible acceder, almacenar o transmitir información sin que esta se encuentre sustanciada en otras mercancías tradicionales o materiales. La información, en tanto que mercancía, se desprende, por lo tanto, de su «embalaje», que sólo resulta ser algo instrumental respecto a ella.
Esta es, precisamente, la caracterísica fundamental de las sociedades modernas. No el mayor valor de la información, sino su capacidad de ser objeto de cambio generalizado. Su carácter mercantil. La información ya no es una simple connotación añadida del tráfico comercial, sino un objeto mismo del comercio.
Naturalmente, hablar de la información como mercancía obliga a señalar una serie de singularidades que le son propias (aunque no exclusivas).
En primer lugar, la información se presenta como mercancía bajo formas extraordinariamente variadas. En puridad, me parece que decir que, en las condiciones actuales, la información es una mercancía es menos riguroso que afirmar que la información es una categoría de mercancías; y de ahí que más bien deba hablarse de «mercancías informacionales». Es posible y útil generalizar, como se suele hacer en el análisis económico tradicional, considerando, por ejemplo, «la información del consumidor sobre precios y calidades». Bajo esta expresión, sin embargo, se pueden descubrir una variedad enorme de fórmulas de generar, transmitir o utilizar la información: publicidad, marketing, diseño, medios de comunicación, etc.
Es corriente distinguir tres grandes formas de estas mercancías: la información que se presenta como bien de consumo (con contenido semántico directamente inteligible para quien la percibe y orientada hacia el conocimiento o la toma de decisiones), como bienes intermedios (dirigidas a complejos hombre-máquina que operan sobre la información a fin de obtener el saber o mensaje y circulando en forma de flujo de datos) y como bienes de equipo (presentadas como series de «módulos» de instrucciones elementales ordenadas y escritas en programas ejecutables). Cada una de ellas comporta no sólo expresiones distintas del fenómeno de la información, sino también lo que es más significativo para el análisis económico: variedad de mercados, de estrategias productivas y de ventas y, consecuentemente, de condiciones para alcanzar la satisfacción de las expectativas de los agentes económicos.
En segundo lugar, estas nuevas mercancías están sujetas a regímenes de apropiabilidad de muy difícil encaje en nuestra comprensión tradicional de los derechos de propiedad. En unos casos, la información no admite inspección previa, puesto que una vez que es conocida puede no ser ya demandada («en materia de información nueva, el cliente no puede jamás saber lo que compra», dice Madec); en otras, es imposible establecer mecanismos de exclusión, o ésta sólo puede alcanzarse de forma relativa, a costa de perder eficiencia económica y mediante mecanismos muy costosos. Otras veces, es posible la apropiabilidad de la información (acceso a una base de datos) pero es difícil discernir el régimen de propiedad de los datos que la conforman (qué puede hacer y qué no -qué derechos de apropiación le son reconocidos- con los datos de mi tarjeta de crédito la empresa que los incorporase a una base de datos).
En tercer lugar, existe una gran dificultad para determinar el precio de la información. Existe una gran coincidencia en afirmar que hoy día la información es objeto de intercambio. Pero, cómo se forma su precio?. Es difícil determinar la cantidad de información (el concepto de «bit» utilizado en Teoría de la Información no parece ser muy aplicable al análisis económico) o el propio valor previo que ha sido preciso incorporar para obtenerlo. Los criterios convencionales de costes e ingresos marginales pueden permitir una aproximación formal a este problema pero, con toda seguridad, no permiten establecer conclusiones realistas sobre la naturaleza concreta de los intercambios de información que se realizan en nuestras economías.
Por último, la información es un fenómeno de gran ubicuidad en los sistemas productivos. Eso hace difícil determinar las circunstancias concretas del intercambio, el entorno mismo del mercado y su morfología.
Como es sabido, estas características (algunas de las cuales también afectan a otras muchas mercancías) son los prototipos de las condiciones que dan lugar a imperfecciones o «fallos» del mercado. Como tales han sido estudiadas ampliamente por el análisis económico (seguramente sin la perspectiva más omnicomprensiva que requiere la coincidencia de todas ellas en el caso de la información) y no es mi pretensión detenerme aquí sobre ello.
Me interesa resaltar que esas caracterísitcas implican, como dice A. MADEC, que «los mercados de información no son ni pueden ser espontáneamente competitivos» y que ello obliga a que sea inevitable una determinada intervención del Derecho sobre el mercado, si no se desean soluciones de provisión ineficientes. Y que tan necesaria como la propia intervención es que la comprensión que realice el Derecho de estos problemas parta del reconocimiento de la información como una mercancía y de los procesos de información en general como procesos de intercambio.
Algunos problemas jurídicos de la información y las nuevas tecnologías
En una crónica sumaria, las nuevas cuestiones más relevantes que se vienen planteando los juristas y los organismos internacionales podrían resumirse en las siguientes.
– Protección de la vida privada.
La multiplicación de bases de datos y, consecuentemente, de informaciones recogidas de diferentes fuentes sobre las actividades de todo tipo de los ciudadanos es una primera cuestión a plantear.
Frente a lo que se ha llegado a calificar como «hemorragia de informaciones de carácter personal», dentro y fuera de las fronteras nacionales, es preciso plantearse y resolver diferentes problemas; pero la solución que se alcance no sólo es relevante como garantía de los derechos personales sino que afectará también a las condiciones generales de intercambio en nuestras economías, tanto por la propia magnitud de los mercados en donde se intercambia información, como por su gran influencia sobre otros sectores de la vida económica.
Por una parte, deben establecerse las condiciones y posibilidades de acceso a los datos de origen, las condiciones de uso de las propias bases de datos, así como los límites posibles o deseados a la libertad de circulación de aquellos, sobre todo a nivel internacional.
La primera cuestión ha puesto sobre el tapete la necesidad de definir lo más rigurosamente posible el bien jurídico que se trata de salvaguardar teniendo en cuenta que gracias a las nuevas tecnologías es posible utilizar los datos de forma más versátil y productiva: los listados telefónicos, profesionales, curricula, etc. suelen estar disponibles, cada uno, de forma general y suelen ser públicos. La información que es posible obtener explotando todos ellos de forma conjunta constituye una nueva mercancía sobre la cual hay que definir la propiedad, las condiciones de uso y/o abuso y de publicitación. Y de todo ello se derivan diferentes condiciones de apropiación de los beneficios que, con toda seguridad, proporcionará su explotación.
La segunda cuestión, la necesidad de regular la circulación de los datos o informaciones para proteger la intimidad, puede ser abordada desde muy diferentes perspectivas, tal y como ha sucedido con diferentes ordenamientos: en qué medida afecta sólo a las personas físicas y no a las jurídicas; hasta qué punto datos recogidos por el sector público, por ejemplo, pueden pasar a ser de uso privado en procesos de desreglamentación; cómo resolver los eventuales litigios cuando se trata de datos «transfronteras» o cómo evitar, en este caso, que bajo una pretendida tutela de los intereses personales de los nacionales no se oculte un falso proteccionismo que redunde en la limitación de las normativas generales que tratan de favorecer el libre comercio.
– una necesaria nueva formulación de la «libertad de información».
El nuevo papel de la información y su cada vez mayor versatilidad como elemento determinante de los intercambios ha dado lugar a que aparezcan nuevas demandas sociales y nuevas exigencias de cara a disminuir la incertidumbre y aumentar el conocimiento sobre las condiciones de intercambio que mejor satisfacen las necesidades humanas. El consumidor moderno, por ejemplo, no se limita (o no tiene por qué limitarse o ser limitado) tan sólo a demandar información sobre el precio y la calidad, entendida ésta de forma genérica; quiere conocer también qué consume, e incluso por qué, qué efectos tiene su consumo sobre el medio ambiente, sobre su salud o sobre sus hábitos de consumo. Igualmente, los ciudadanos disponen de mayores posibilidades de acceso a datos e informaciones públicas de todo tipo y se multiplican, por esas razones, los intercambios de información a nivel internacional.
De ahí, que haya sido preciso regular desde instituciones como el «ombudsman», hasta las exigencias de información sobre los productos pasando por la accesibilidad a datos oficiales, la mayor exigencia de respuestas administrativas o la homogeneización de las legislaciones internacionales (es anecdótico el caso de un investigador noruego que fue condenado por utilizar información militar considerada secreta en su país pero que había obtenido de acuerdo con la legislación que regula el acceso a las bases de datos norteamericanas).
Igualmente, la multiplicación de los flujos de información a través de las fronteras nacionales ha puesto sobre el tapete desde problemas de soberanía hasta fiscales o de control de las empresas transnacionales, puesto que el valor de las informaciones es inconmensurablemente mayor que el de sus embalajes o soportes (que suele ser el que se contabilizan en las cuentas nacionales o en los registros de Aduana) y porque las nuevas tecnologías permiten todo tipo de transferencias destinadas tanto a eludir las cargas fiscales como a modificar aparentemente la ubicación o la naturaleza real de las actividades productivas.
Estos problemas llevan a la reglamentación de los intercambios, a establecer baterías normativas de mayor o menor alcance pero que, en cualquier caso, significan establecer restricciones a mercados que movilizan tan alto volúmen de recursos como influencia en el status quo de mercado. Y estas actuaciones no siempre son neutrales, ni desde el punto de vista de la eficiencia, ni desde la perspectiva del desigual disfrute de los recursos que evidencian los mercados.
Abordar jurídicamente la «libertad de información» -tanto en lo que ésta tiene que ver con aspectos políticos, culturales o ideológicos como con relaciones económicas o comerciales- equivale necesariamente a plantearse la cuestión de las asimetrías, es decir, el desigual acceso y disponibilidad de información por los agentes sociales y económicos. Pero estos problemas, como señalaré a continuación, tienen mucho que ver con el planteamiento que tradicionalmente realiza la ciencia económica sobre los sistemas y fórmulas de provisión de recursos, sobre su eficiencia y sobre su influencia sobre las funciones individuales y colectivas de bienestar.
– la delincuencia «cableada»
Como han puesto de manifiesto multitud de informes y la vida diaria las nuevas tecnologías han permitido no sólo el uso más eficaz y productivo de la información y el conocimiento. También proporcionan nuevas posibilidades de utilizar la tecnología y la propia información con daño.
Independientemente de que las nuevas tecnologías pueden perfeccionar la comisión de delitos tradicionales (fraude, manipulación de datos o precios,…), al socaire de su implantación generalizada han ido apareciendo nuevos quebrantamientos de las condiciones de buena fé y confianza en que deben basarse, sobre todo, las relaciones comerciales: el acceso ilegítimo a fuentes de información, la violación de secretos cuya custodia resulta más difícil cuando se dispone de los modernos procedimientos tecnológicos, la utilización de información privilegiada, o el acceso desigual a la misma que procura ventajas estratégicas cuando ello se realiza ilegítimamente, han requerido respuestas novedosas de los ordenamientos legales así como importantes modificaciones en la consideración de algunos ilícitos tradicionales, nuevos mecanismos de prevención y nuevas fórmulas de represión de esas conductas.
Ello comporta un importante debate dogmático tendente a la correcta definición del bien jurídico protegido (ante la información privilegiada en relación con operaciones de bolsa, debe protegerse la «transparencia del mercado de valores» o, como han señalado otros sectores de la doctrina, el «correcto funcionamiento del mercado» o la «honestidad que debe presidir las relaciones mercantiles». El economista, con toda seguridad, sería capaz de encontrar matices importantes entre estas posiciones). Igualmente, deben tipificarse claramente las conductas ilícitas considerando que no existe un consenso general acerca de la posible antijuricidad de todas ellas).
Tampoco es fácil abordar legalmente de forma lineal los problemas de responsabilidad derivados de la asimetría en el acceso o disposición de la información, si se tiene en cuenta que la asignación de derechos no es necesariamente neutral frente a los diferentes objetivos que persiga el sistema de asignación establecido.
La consideración jurídica de las asimetrías en la información requiere un punto de vista quizá algo alejado de la formulación tradicional acerca de las condiciones en que deben formalizarse los contratos y obligaciones. Como es sabido, la asimetría puede dar lugar incluso a que no se realicen intercambios de mercado (caso de los mercados de «limones»). Pero cabe también pensar que sin asimetrías tampoco se podrían realizar otro tipo de intercambios (cual sería la dinámica de una Bolsa de Valores con información perfecta y gratuita?. La conocida tesis de Manne, vendría a despreciar el efecto negativo de la asimetría: en un mercado en el que se intercambia información, la inversión se realiza tras asumir el riesgo de que la otra parte esté mejor informada).
El derecho privado, especialmente en el ámbito de los contratos y de la responsabilidad, está llamado también a encontrar fórmulas que remedien la pérdida de confianza, las situaciones de inseguridad sobre condiciones contractuales derivadas de la información imperfecta o la llamada responsabilidad extracontractual (por información suministrada o puesta a disposición de un tercero con el que no existe relación contractual) que puede resultar hoy una práctica corriente gracias a la proliferación de bases de datos y a la multiplicidad de redes informáticas de almacenamiento y transmisión de datos.
Al final una vieja cuestión: la concurrencia y/o el mercado
Incluso después de tan sumarios planteamientos se podría detectar que las sugerencias de análisis más relevantes vienen a coincidir con asuntos que no por carentes de novedad dejan de ser actuales en el análisis económico.
De forma sintética, podrían resumirse en tres las cuestiones que plantea la asunción por los sistemas jurídicos de los modernos fenómenos de la información, tal y como han quedado expuestos.
a) Definición de derechos de apropiación.
En términos generales, para que los intercambios de información y la contribución de la información a los intercambios sea lo más eficiente posible, o simplemente para que en lugar de frenarlos los impulsen, es necesario que se establezca rigurosamente qué puede hacerse y qué no, cuáles son los límites del uso de la información, quiénes y en qué circunstancias pueden hacerla suya para el intercambio (quién puede usar una información?, en qué condiciones puede obtenerse renta de su explotación?, quién puede o no cambiar su forma?…)
Como se señaló, no será fácil hacerlo sin tomar en consideración la variedad de mercancías informacionales y, sobre todo, si no se establecen previamente los objetivos que persigue el sistema de asignación y de intercambio.
Hay que preguntarse si la desigual dotación originaria de derechos, y la distribución asímismo desigual que proporcionará un sistema de libertad de cambio en el mercado que se establezca sobre aquella, es el resultado efectivamente deseado por la sociedad y el que proporciona un mayor grado de bienestar y eficiencia. Si es aceptable un mecanismo de mercado necesariamente imperfecto, con tendencia la oligopolización y a la asimetría, o si, por el contrario, la trascendencia social de la información y el objetivo de una participación más igualitaria en el intercambio y en el disfrute de sus resultados no deben hacer pensar en una asignación de derechos de apropiación que parta de considerar a la información como recurso de acceso y disfrute colectivos; es decir, que impida la existencia de asimetrías en el acceso y uso de la información. O, incluso, algo más: que la asignación se haga de forma equitativa y de acuerdo con algún criterio de justicia, aceptando que el denostado «yugo igualitarista» pueda proporcionar soluciones, quizá con menor eficiencia «de mercado» pero más aceptables moralmente (si se acepta, como diría Calabresi, que lo que hace el mercado, en estos casos, es poner precio a lo que para nosotros tiene un valor ilimitado).
b) Reducción de los costes de transacción.
Puesto que los intercambios presuponen y requieren el conocimiento por los agentes de las condiciones en que aquel se lleva a cabo, para favorecerlos es preciso reducir los costes que lleva consigo disponer de esa información (y que junto a los de coordinación componen los costes de transacción). Sin embargo, la cuestión quizá no radique tanto en tratar, simplemente, de reducir los costes como en identificar claramente todos aquellos en los que se incurre y establecer mecanismos de evaluación que satisfagan un criterio de bienestar previamente definido. El mecanismo de libre mercado -en el sentido más riguroso del término- requiere la mayor reducción posible de éstos costes pero ello puede ocasionar, curiosamente, que no se provea toda la información posible que requeriría un mercado perfecto de la información (las regulaciones que obligan a los productores a revelar de forma explícita y efectiva las características y cualidades de las mercancías que ofrecen -piénsese por ejemplo en los mercados de alimentos con conservantes o de productos con componentes radioactivos- comportan mayores costes de transacción y pueden ser consideradas ineficientes. Pero en su ausencia, se estaría produciendo una provisión subóptima del bien información).
c) Garantizar la concurrencia.
En definitiva, los problemas que la información plantea al Derecho se resumen en que éste se enfrenta diversas alternativas: encontrar fórmulas que garanticen que los agentes puedan hacer uso de éste recurso de manera que sea posible satisfacer las condiciones de igualdad y confianza que son precisas para realizar intercambios en condiciones de concurrencia efectiva, supliendo al mercado cuando éste por su caracter imperfecto no es capaz de autogenerar soluciones de provisión de ésta naturaleza, o refrendar su funcionamiento aunque sus puntos de partida y de llegada sean una asignación asimétrica y desigual de los derechos de apropiación; en definitiva, que puede tratar de modificar o simplemente de reproducir los resultados del mercado, aún cuando éstos se reputen indeseables.
La cuestión estriba en que enfrentarse a estas disyuntivas requiere, como ya se ha dicho, una formulación, o una elección colectiva previa acerca del tipo de bienestar que es deseado y una opción, sobre todo, acerca del haz de derechos que, a la postre, se quiere salvaguardar de forma preferente.
Desgraciadamente, está mal visto que los economistas se pronuncien sobre estas cuestiones primarias. Salvo, claro está, que se desee entrar a formar parte, parafraseando a Stigler, de los colectivos de «moralistas y predicadores».
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