Publicado en Publico.es el 20 de marzo de 2020
Las bolsas de valores nacieron para desempeñar funciones esenciales en las economías de mercado: canalizar el ahorro hacia la inversión que necesita la actividad productiva, proporcionar liquidez a quienes venden títulos de cualquier tipo (empresas, Estado o individuos), fijar el precios de los activos financieros y, como éste se establece en función del beneficio esperado de los títulos que a su vez depende de cómo marchan las economías, actuar como una especie de termómetro de lo que ocurre en todas ellas, en las empresas e incluso en la acción de los gobiernos.
Sin embargo, en las últimas décadas las bolsas se han desnaturalizado. En lugar de servir de instrumento para que el «papel» (los títulos financieros) financien y proporcionen recursos que pongan en marcha la actividad productiva, los papeles se han convertido en objeto mismo de las compras y ventas. Por ejemplo, la gran mayoría de las divisas que circulan no se compran para ir de viaje, para comprar productos o para invertir en otros países, sino para tratar de obtener ganancias con el cambio de sus cotizaciones. Y lo mismo ocurre con una acción: no se compra en función de que la empresa que la emitió vaya a ir bien y proporcione buenos dividendos, sino para obtener rentabilidad vendiéndola en cuanto suba un poco su precio. O, lo que es peor, para generar a partir de ahí un «producto derivado», un seguro o algo parecido, pero mucho más complejo, que igualmente se vende y compra tratando de sacar rentabilidad puramente especulativa.
Hace cuarenta o cincuenta años ese tipo de operaciones no valía la pena realizarlas porque eran lentas, los intercambios costosos y las cantidades que se podían vender o comprar no muy grandes. Pero la llegada de las tecnologías de la información cambió todo. Con ordenadores, fibras y algoritmos que toman las decisiones automáticamente, se pueden realizar miles de operaciones en milisegundos. Así se obtiene una ganancia muy pequeña en cada operación, pero como se hacen millones y millones al cabo del día sin parar (las máquinas van enganchando una bolsa con otra alrededor del planeta) los beneficios son muy grandes. Los bancos (que ganan dinero prestando, es decir, generando deuda) vieron una oportunidad de oro en este tipo de negocios y se dispusieron a prestar todo lo que hiciera falta para financiarlas. Y así es posible que cuando alguien se dispone a invertir, por ejemplo, 1.000 euros, disponga desde el principio y automáticamente de 1.500 o 2.000 o incluso 3.000, que se le prestan para que multiplique el volumen de operaciones. Una de las causas del crecimiento exponencial de la deuda en nuestras economías.
Las consecuencias de todo ello han sido muy claras. En primer lugar, los negocios financieros especulativos son mucho más rentables que los que proporcionan ganancias produciendo bienes o servicios, vendiéndoles, cobrándolos, contratando trabajadores, luchando y sufriendo todo tipo de vicisitudes… de modo que estos últimos cada vez tienen menos rentabilidad relativa y son menos atractivos. La actividad financiera absorbe los recursos que necesitaría la realmente productiva y esa «financiarización» destruye empleo y produce la ralentización económica no virtuosa de las últimas décadas. En segundo lugar, se producen muchas crisis y pánicos, porque los negocios especulativos son muy volátiles, ya que en gran medida dependen de decisiones que apenas tienen que ver con las condiciones objetivas de las empresas y de la economía en general. En tercer lugar, se provoca un extraordinario incremento de la deuda. Y, por último, todo eso condiciona de un modo muy perverso la actividad de las empresas: si quieren financiación no será necesario que proporcionen buenos dividendos, sino que las cotizaciones de sus acciones sean lo más altas posibles. Esto ha dado lugar, por ejemplo, a que en los últimos años un gran número de las mayores empresas del planeta no hayan dedicado sus beneficios y ahorro a la actividad productiva sino a comprar sus propias acciones o las de otras empresas. Y eso ha provocado una onda alcista tremenda que no tiene otro fundamento que la mera especulación.
Así, como he dicho, las bolsas se han desnaturalizado. No se dedican a desempeñar las funciones para las que nacieron y que son efectivamente necesarias. Como escribió el Premio Nobel de Economía Maurice Allais, se han convertido en «casinos reales donde se juegan gigantescas partidas de póker». Ahora, los productos financieros, las operaciones especulativas sobre ellos y la deuda anexa crece sin cesar y sin relación con el desarrollo de la actividad productiva. Un ejemplo: la circulación de divisas que teóricamente sirve como instrumento del comercio internacional es hoy día unas 21 veces mayor que el PIB mundial y 65 más que el volumen del comercio internacional de bienes y servicios. Un sinsentido.
Las bolsas son la expresión de una locura insostenible incluso para la economía capitalista. Esta funciona gracias a que los mercados determinan los precios que sirven de referencia para la toma de las decisiones, se supone que eficientemente. Pero si las bolsas sólo siguen lógicas especulativas y sus vaivenes enloquecen, los precios lo hacen también e inevitablemente se arrastra a la crisis al sistema productivo porque sus referencias, los precios, son inadecuadas. No es casualidad, sino todo lo contrario, que de 1970 (cuando comienza la desnaturalización de las bolsas) a la actualidad, se hayan producido 107 crisis bancarias, 177 de divisas y 42 de deuda en todo el mundo, según un estudio del Fondo Monetario Internacional.
La especulación y la locura de las bolsas son peligrosas siempre, en cualquier momento, pero cuando se desatan en medio de una tormenta sus efectos pueden ser catastróficos. Y eso es lo que está ocurriendo en la actualidad. Cuando la vida de millones de personas está amenazada y los gobiernos luchan para tratar de poner orden en la economías, los fondos especulativos se comportan como auténticos buitres carroñeros que trasladan la inestabilidad extrema de las bolsas al resto de la economía (e incluso al conjunto de la sociedad, porque producen miedo). En las llamadas operaciones a corto, por ejemplo, toman prestado un título (ni siquiera es suyo, de modo que le dará igual lo que ocurra con él), hacen un seguro apostando a que su cotización va a bajar y luego hacen todo lo posible para que baje, algo que les resulta bastante sencillo gracias a que manejan fondos millonarios y a que tienen gran poder político y mediático. Cuando lo han hecho caer, lo devuelven, cobran la prima del «seguro» y recogen los beneficios. Eso lo pueden hacer 7.000 u 8.000 veces en el tiempo que se tarda en parpadear y así no sólo pueden hundir la cotización de cualquier título financiero sino a un Estado, arruinándolo por completo, tal y como ya ha ocurrido en varias ocasiones.
Mantener en funcionamiento esa locura en medio de una crisis global como la que estamos empezando a vivir, cuando una pandemia está paralizando las economías con efectos imprevisibles, pero en cualquier caso muy graves, es una barbaridad. Hay que cerrar las bolsas para evitar que su locura especulativa destroce el sistema financiero, que ponga al borde del precipicioa las economías nacionales y que imposibilite la recuperación de la actividad productiva de las empresas justo cuando más se necesita.
Las bolsas se han cerrado ya en otras ocasiones y no solo no ha sucedido nada, sino que el cierre devolvió la calma a los mercados y la razón a las empresas, evitándose pánicos y quiebras generalizados. En la situación actual sólo las empresas de comportamiento menos correcto y los fondos especulativos más poderosos, ni siquiera todos y mucho menos los ahorradores pequeños, son los que se benefician de lo que está ocurriendo. Hay que cerrarlas y tengo la seguridad de que se van a cerrar antes o después en esta crisis (Wall Street ya se ha tenido que detener tres veces en las últimas dos semanas). Pero es necesario que eso se haga cuanto antes, y como resultado de una decisión global que debería tomar un G7 ampliado. Quien, además, debería asumir la necesidad de impulsar y garantizar la reforma de su funcionamiento en todo el mundo, una vez que pase la tormenta. Que nadie tenga duda: si se deja que las bolsas sigan funcionando como hasta ahora, será imposible evitar que se produzca una debacle financiera catastrófica, más pronto que tarde.
Ahora bien, el imprescindible cierre de las bolsas mientras dure la situación de crisis servirá de poco ante las convulsiones que nos esperan en las próximas semanas y meses si al mismo tiempo no se establecen controles sobre los movimientos del capital especulativo. Sobre todo, teniendo en cuenta que la especulación extrabursátil (en mercados no regulados ni supervisados) es cada día mayor y también más peligrosa. (OTC?)
No estoy proponiendo una barbaridad. Incluso el Fondo Monetario Internacional ha reconocido que estos controles son necesarios cuando se producen flujos de entrada o salida «disruptivos». Como ya están empezando a ser y como lo serán mucho más cuando países grandes, como Italia o España sin ir más lejos, tengan que acudir a los mercados a financiarse si no reciben el apoyo (sino la soga) de la Unión Europea.
Mantener abiertas las bolsas, tal y como están funcionando, y dejar en libertad a los movimientos especulativos de capital es como meter un perro rabioso en el quirófano donde se lucha a vida y muerte para salvar al enfermo. Es una gravísima irresponsabilidad y nadie podrá extrañarse si no tomar esas medidas ya nos lleva a la catástrofe.
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1 comentario
He estado buscando alguien que diga algo sobre este drama y he encontrado su artículo. Estoy totalmente de acuerdo con usted; uno de los aspectos más irritantes de la actualidad en los medios en esta situación es precisamente la crónica bursátil, que posee un vocabulario que trasmite perfectamente la inestabilidad y el corto plazo en el que se desarrolla esa actividad: pánico, castigo, batacazo, hundimiento, son términos habituales y normalizados. La bolsa no sube, se dispara, o bien, no baja, se hunde. En la crisis de 2008, un periodista llegó a decir en un informativo que «los mercados huelen sangre». En aquellos años, los movimientos especulativos sobre las primas de riesgo hacían que la deuda de España aumentase 30000 millones en 24 horas. España se financiaba en los mercados, como usted y como yo, a un interés del 7%, como un crédito al consumo.
Pero, qué impide que se paralicen las bolsas, quién se opone dentro y fuera de los Estados?
Saludos