La prensa, especialmente la más especializada, se ha hecho eco al inicio del verano de las palabras del secretario general de Comisiones Obreras en uno de los cursos de formación estival del sindicato. Según esas fuentes, Antonio Gutiérrez afirmó que Europa, con el veinticinco por cien del comercio internacional, debe tener una moneda única que le permita competir con Estados Unidos y Japón.
La prensa económica suele recibir con satisfacción este tipo de declaraciones, calificadas como gratificantes por Cinco Días, por ejemplo. De hecho, suelen servir de fundamento para hablar
de la «responsabilidad» o de la madurez de los dirigentes de nuestros sindicatos, toda vez que coinciden muy de lleno con las opiniones propias de los gobernantes, de los políticos conservadores y de los economistas convencionales cuyas opiniones conforman el pensamiento que se reputa como acertado en las sociedad de nuestro tiempo. Sin embargo, me parecen bastante chocantes en boca de líderes sindicales comprometidos con proyectos políticos de izquierda.
Resulta particularmente lamentable (y justamente por eso lo alaba la prensa) que los líderes sindicales hayan asumido el concepto de competitividad como eje central de las estrategias
económicas. El mismo concepto utilizado desde hace tantos años para justificar los turnos horarios abusivos, el trabajo infantil esclavo o el mantenimiento de salarios de miseria.
En realidad, cuando se acepta que la competitividad (algo radicalmente distinto de la competencia aunque suene parecido) se erija en motor del proceso económico se está aceptando una disyuntiva perversa. Por un lado, significa aceptar que los incrementos de productividad que puedan ser logrados gracias al progreso técnico o a una mejor división del trabajo se apliquen de manera privilegiada para incrementar el beneficio empresarial, en detrimento, normalmente, del empleo y siempre de un proyecto social vinculado a la satisfacción general en lugar de al lucro privado. O, en otro caso, necesariamente se acepta que los salarios deben mantenerse suficientemente bajos para no poner en cuestión ni perjudicar la obtención del excedente.
Se quiera o no, una estrategia sostenida de competitividad empresarial en el mundo capitalista en que vivimos es la que implica o mejoras en la productividad que no sean absorbidas por las rentas salariales, o rentas salariales más bajas que compensen la menor productividad.
Dicho de otra forma: una estrategia permanente basada en la distribución de la renta a favor del beneficio. Por eso, lograr que una economía sea más competitiva no tiene por qué beneficiar a los trabajadores y, por extensión natural, al conjunto de la población. Sucede normalmente lo contrario, y justamente por ello es sorprendente que sea una estrategia querida por los dirigentes sindicales de izquierdas.
Como extensión de lo que acabo de señalar, es también significativo que la preocupación de un sindicalista sea que Europa (mal dicho, debe decir las grandes empresas europeas) compita con Japón o Estados Unidos. No pueden olvidarse ni el orden en el que se lleva a cabo esa pugna ni la naturaleza de la misma.
La estrategia comercial prevaleciente es muy anómala, pues no es la expresión precisamente de la auténtica competencia, sino de un régimen de confrontación oligopólica, muy asimétrico e imperfecto. Hablar de la competencia de Europa con Japón y Estados Unidos es un simplismo, que sale sin embargo demasiado caro, para evitar mencionar la realidad de las cosas: no son esos países quienes compiten de manera regulada y eficiente. Se trata de una competencia desarticulada y exacerbada entre multinacionales que lleva consigo inestabilidad, crecimiento
económico a saltos y deterioro del tejido industrial colindante. Lo que aparentemente se presenta como la bondad de un intercambio favorecedor, oculta un régimen de beneficio comercial muy desigualmente repartido y basado precisamente en la contención salarial, en la disciplina del desempleo y en el despilfarro.
De suyo, la financieración de la economía, las estrategias de relocalización, las políticas de control salarial, el endeudamiento recurrente o el debilitamiento del Estado de Bienestar no pueden entenderse sino como frutos directos del régimen de intercambio en que se dilucida el comercio entre las grandes áreas económicas y cuya mejora se reclama o con interés disimulado o con una candidez enorme.
Afirmar entonces que es deseable consolidar y facilitar ese régimen de competencia no me parece compatible de ningún modo no ya con estrategias de transformación hacia un tipo de
sociedad más igualitaria y justa, sino incluso con posiciones puramente defensivas para consolidar los derechos laborales conquistados hasta el momento.
Lógicamente, no quiero decir con esto que no sea deseable tratar de lograr ventajas en el comercio para alcanzar rendimientos que permitan obtener más eficiencia económica y una mejor
satisfacción de las necesidades sociales. Lo que señalo es que la competencia que se invoca, los instrumentos y el régimen de la misma están radicalmente de espaldas a esa estrategia de
satisfacción y orientados por el contrario a favorecer los rendimientos de las grandes empresas multinacionales o de los propietarios más poderosos de activos financieros.
Algo parecido sucede con el papel que se le quiere conceder a la moneda única, cuyas bondades se engradecen mientras sus costes se callan. Esta podría terminar beneficiando a las
empresas multinacionales involucradas en ese régimen de competencia (ni tan siquiera al sistema empresarial en su conjunto dado que Europa no conforma una unidad monetaria óptima), pero va a implicar restricciones extraordinariamente importantes para la creación de empleo, para el mantenimiento de los derechos sociales, para la convergencia real de las economías y, a la postre y de forma lamentablemente paradójica, incluso para la consolidación del propio proceso de integración europea.
De toda esta guisa resulta que incluso los discursos de dirigentes sindicales de izquierda aparecen contaminados de manera evidente por los postulados más elementales de las políticas
económicas que se quiere combatir, e incluso a las que se reconoce efectos finales claramente negativos. Pero se produce una fatal coincidencia en las categorías conceptuales y en los valores que sirven de soporte y de punto de partida de los discursos, lo que lógicamente dificulta la construcción de uno propio y alternativo. Se trata de una manifestación paradigmática del «pensamiento único» que se ha generalizado en nuestra época. Un pensamiento que nadie reconoce como propio, pero del que que a menudo se es ridículamente esclavo.
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