Es una constatación obvia que los postulados neoliberales han calado de manera profunda en el pensamiento más conservador de nuestras sociedades. En torno a ellos se mueven con la
mayor comodidad los intelectuales, los políticos o economistas de derecha a la hora de prescribir soluciones con apariencia de eficacia global pero que termina por favorecer tan sólo a una parte muy pequeña de la sociedad.
A nadie podrá sorprender que quienes, legítimamente desde luego y la mayoría de las veces de la manera más abierta, optan por sostener y defender un proyecto de sociedad conservador, esto es, comprometido con un orden económico ya dado y con unas condiciones de reparto de la riqueza preestablecidas, justifiquen ideológicamente sus intereses afirmando, como es propio del neoliberalismo, que debemos dejar que los fenómenos sociales se desarrollen libremente, acomomodándonos a las inercias y aceptando el orden existente como el definitivo y como el mejor de los posibles. Es natural.
Lo que resulta, sin embargo, algo más sorprendente es que quienes se ubican clara y conscientemente en el campo de las ideas más progresistas asuman a la hora de la verdad y a veces con la mayor literalidad los grandes principios sobre los que se sostiene el pensamiento neoliberal, aunque retóricamente lo sigan reputando como indeseable y origen de todos los males.
En particular, me parece que hay cinco grandes cuestiones que sectores muy importantes de la izquierda han comenzado a asumir sin mayor miramiento y que, al menos a mi modesto
entender, no llevan sino a que resulten a la postre inoperantes sus intentos de lograr avances significativos en la transformación de nuestra sociedad.
El primero de ellos es aceptar que la llamada «globalización» es el contexto ineludible en el que se desenvuelven los problemas económicos y sociales y ante el cual no cabe sino tratar de
acomodarse a la defensiva, de la manera más favorable posible. De esta forma, no sólo se olvida que el orden social se mundializó hace muchos decenios, sino que se soslaya un aspecto
fundamental: la globalización propia de nuestra era se caracteriza porque lo es preferentemente de las relaciones mercantiles, y más concretamente de las vinculadas al capital financiero. No puede decirse que se haya mundializado la estrategia de la satisfacción, mucho menos la satisfacción misma, la cultura o incluso la propia circulación de las personas, sometidas cada vez a fronteras más contundentes. Por eso, aceptar el actual estado de cosas como un contexto inamovible es coincidir de forma radical con una de las expresiones más reaccionarias del moderno pensamiento único que se quiere criticar, esto es, con el principio de que la historia ha terminado.
El segundo se refiere a la aceptación del mercado como árbitro supremo de las decisiones relativas a la asignación de recursos y, en consecuencia, favorecer su máxima liberalización. Se
olvida, como a propósito se hace habitualmente por los neoliberales, que al hablar de mercado hacemos referencia a dos fenómenos: a un ámbito específico de intercambio que ha existido casi siempre y que seguramente siempre seguirá existiendo, y a un conjunto de reglas y de derechos vinculados a ese ámbito que en cada momento histórico han sido distintos. Defender el mercado sin más y procurar flexibilizarlo en el mayor grado, como suele estar de moda incluso en filas progresistas, es renunciar a establecer derechos y normas sociales de intercambio diferentes a los que hoy día institucionalizan el mercado capitalista como favorecedor exclusivo de los más poderosos.
En tercer lugar, se viene haciendo habitual que dirigentes progresistas asuman sin más que el crecimiento económico es el objetivo principal y que para favorecerlo es necesario sacrificar en
primer término el objetivo de una distribución de la riqueza más justa, el medio ambiente, o cualquier otro objetivo no cuantitativo. Es seguro que cuando un ciudadano oye decir en televisión a un líder de la izquierda que primero hay que hacer la tarta para luego repartirla más equitativamente se quedará convencido de la justeza del argumento. Pero la convicción no quita el engaño: la renta se reparte al mismo tiempo que crece la economía, de manera que el propio crecimiento económico puede convertirse, si la pauta de distribución es indeseable, no en la solución, sino en el primer problema de una sociedad.
El cuarto lugar común que comienzan a sostener algunas corrientes progresistas con mimetismo absoluto respecto del pensamiento neoliberal se refiere al papel del Estado. Aceptan
retóricamente que una cierta intervención estatal es ineludible en nuestras economías pero acto seguido proponen que el Estado renuncie a los instrumentos que pueden permitirle corregir los desaguisados que lleva consigo la inercia de los mercados imperfectos que existen en la realidad.
Así, admiten que sean los grandes capitales financieros quienes determinen la acción de los gobiernos, o sencillamente proponen, en sintonía literal con los postulados neoliberales, que se
desarmen fiscalmente cuando suscriben la tesis del equilibrio presupuestario, innecesaria desde el punto de vista del equilibrio macroeconómico pero muy útil para el capital puesto que suele esconder la renuncia al gasto social y a la corrección de los desequilibrios sociales.
Finalmente, se llega a asumir igualmente una tesis esencial del neoliberalismo: que sólo recuperando el beneficio privado es posible estimular la actividad económica y, sobre todo, crear
empleo. De esta forma no sólo se da la espalda de manera consciente a la realidad, sino que se asume sin más que la política económica y en general el orden social no pueden orientarse sino a sostener el sistema capitalista, del cual no puede salirse si no es para ir a la hecatombe, cuando lo cierto es que en él se encuentran las causas del paro y de la insatisfacción.
El corolario de todas estas renuncias es una expresión muy en boga en los economistas que podríamos llamar neoliberales a fuer de progresistas de los últimos tiempos: «la política económica realizada es la única posible». Los profanos, pues, deben callar; y los progresistas aceptar el designio económico cuasi divino que entierra cualquier veleidad de cambio, que soslaya la existencia de preferencias sociales diversas, de intereses en conflicto o, sencillamente, que el destino de los seres humanos no viene fijado por leyes económicas ineluctables sino por la disposición desigual de la influencia y el poder político.
Naturalmente, asumir desde la izquierda estos principios es una opción legítima, como cualquier otra. No hay nada que nos impida terminar pensando igual que la derecha. Pero no
deberíamos extrañarnos si a este paso hay cada vez más ciudadanos que se preguntan, entonces, ¿para qué sirve la izquierda?
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