En los últimos días de junio se celebró en Florencia la Cumbre de los quince países pertenecientes a la Unión Europea.
Días antes, el Presidente de la Comisión, Jacques Santer, había dicho que «la cumbre de Florencia debe ser al empleo lo que el Consejo Europeo de Madrid (cuando se bautizó al euro) fue a la moneda única».
El propio Santer había advertido pocos meses antes que la situación de desempleo que afecta a 18 millones de europeos «no puede mantenerse por más tiempo, porque la coherencia de nuestro modelo de sociedad está en peligro», al mismo tiempo que decía que «el problema del paro nos abruma desde hace ya demasiado tiempo, y sólo la aceptación de responsabilidades por parte de todos podrá poner fin a sus efectos desestabilizadores».
Se hacía así eco de un problema que se califica en el último informe sobre el empleo de la Organización Internacional del Trabajo como «enorme despilfarro» y expresión de «un nivel de sufrimiento humano inaceptable».
Con esta preocupación se presentaba en la Cumbre de Florencia el Pacto de Confianza sobre el Empleo, llamado a ser el punto estrella de los debates y que proponía, entre otras cosas, movilizar casi 2,5 billones de pesetas en proyectos para la creación de puestos de trabajo. Por un lado, 320.000 millones de pesetas sobrantes del presupuesto agrícola se destinarían a financiar grandes redes de transportes y, por otro, se reasignarían 2,1 billones de pesetas, de los 27 billones de los fondos estructurales aún pendientes de ejecutar, hacia acciones creadoras de empleo.
Verdaderamente, no se trataba de propuestas capaces de hacer frente de manera definitiva al drama del desempleo, pero además de movilizar un volumen importante de recursos con una filosofía claramente vinculada a la creación de puestos de trabajo, suponía sobre todo una clarísima llamada de atención política, un signo evidente de la voluntad de afrontar con decisión el problema del paro.
Quienes venimos manteniendo durante tanto tiempo que la creación de empleo no sólo no constituye un objetivo prioritario de las políticas económicas que se vienen aplicando, sino que incluso éstas se pueden llevar a cabo gracias a que existen millones de desempleados, tendríamos que haber hecho explícito un sentido acto de constricción y reconocimiento de nuestros errores si el plan se hubiera aprobado.
Pero no fue el caso.
La Cumbre no hizo suyo el plan y rechazó tan de plano su apartado financiero que los periódicos dirían en los días posteriores que de allí no salió el menor elemento esperanzador en la batalla contra el paro, que Florencia había marcado el fin del sueño en que la Europa económica iría de la mano de la Europa social.
Esta Cumbre ha venido a efectuar una vez más la prueba del nueve de las políticas neoliberales que se vienen aplicando con tanta diligencia y disciplina en los últimos años. Demuestra que los gobiernos se enfrentan ya a las cifras del paro con la misma actitud de los grandes empresarios cuando se quitan las chaquetas en los cónclaves que realizan en sus sedes europeas y entre ellos reconocen que sólo manteniendo un nivel de paro generalizado se podrán reducir los salarios, llevar a cabo la estrategia de relocalización de los capitales y recuperar niveles adecuados de beneficio.
No hay más vuelta de hoja. Las proclamas contra el paro son una mera retórica con la que se encandila a la ciudadanía cuando se le habla en los mítines o desde los telediarios pero que se desvanece radicalmente cuando, sin su presencia, se toman las decisiones.
Las mismas excusas de siempre
Los ministros asistentes a la cumbre explicitaron su rechazo acudiendo a criterios ya muy manidos, que no deberían merecer de nuevo comentario si no fuera porque su terca insistencia provoca una pérdida progresiva de bienestar en Europa.
Las invocaciones a la flexibilidad, a la necesidad de reducir el déficit como asunto prioritario, o el temor a meter la mano en los fondos estructurales dado el precario equilibro político existente, fueron las principales razones esgrimidas de nuevo para rechazar el plan de Santer. Pero a ellas se sumaron dos que quisiera comentar con más detalle.
La primera de ellas, porque la formuló el propio gobierno español y constituye un auténtico juego malabar para sumarse al rechazo generalizado del plan por el empleo. Argumentaba nuestro gobierno que los fondos estructurales se destinan tan sólo a distribuir renta, no a crear empleo, por lo que no debían reasignarse a este fin parte de esos fondos.
Si se sigue este criterio se niega, precisamente, que la distribución de la renta se realice a través de la generación de ingreso, en lugar de utilizar tan sólo mecanismos de reparto institucionalizados, como tanto gusta de criticar el discurso neoliberal. Lo que demuestra bien a las claras que su coherencia y la ética desde la que se construye se pueden comparar con un metro de goma, gracias al cual se puede registrar en cada momento la medida deseada.
Lo que resulta en cualquier caso espectacularmente sorprendente, por lo cínico, es que el gobierno del país con mayor tasa de desempleo se oponga a un plan destinado a crear puestos de trabajo utilizando para ello argumentos de vacía dialéctica jurídica.
El alemán Theo Waigel expresó también la excusa del déficit, pero añadió una razón, utilizada igualmente por Helmut Kohl, que merece también un comentario especial.
En su opinión, el plan era rechazable porque las competencias y las políticas necesarias para crear empleo no corresponden a la Unión, sino que deben ser asumidas por cada nación.
Se trata de una argumentación que refleja la contradicción existente en el entramado argumental que utilizan los dirigentes europeos cuando quieren defender a capa y espada el
proyecto neoliberal en sus respectivos países.
A los ciudadanos les dicen que su objetivo principal es combatir el paro, como no podría ser de otra manera para lograr su confianza y apoyo electoral. En sede de la Unión Europea indican que las políticas necesarias para ello competen a los distintos gobiernos. Sin embargo, cuando diseñan el entramado institucional y el marco general de la política económica, resulta que condicionan y determinan a las políticas económicas nacionales y no dejan en sus manos los instrumentos y las capacidades que serían necesarias para favorecer la creación de empleo. Es más, desde arriba se establecen las condiciones que llevan consigo la destrucción de aparato productivo y puestos de trabajo.
Cómo puede afirmarse que la creación de empleo es una competencia nacional cuando no existe política nacional de tipo de cambio, cuando se imponen estrategias deflacionistas que llevan consigo la pérdida de actividad y empleo?.
Si se acepta que el horizonte de la Unión Monetaria es el determinante, como asume el discurso neoliberal, no puede quedar más remedio que aceptar que el empleo pase a ser un asunto igualmente central, inevitablemente vinculado a las estrategias globales y considerado como una variable más de las decisiones políticas que conducen a ella.
Argumentar entonces, como se ha hecho, que la Unión Europea no tiene vela en ese entierro es solamente una expresión suprema y lamentable de cinismo, que debería ser impropia de dirigentes democráticos, porque es imposible pensar que personajes tan cualificados sean tan profundamente ignorantes.
Lo que resulta verdaderamente dramático es que, en realidad, el empleo es una variable central de la política económica que conduce a la Unión Monetaria. No puede ser de otro modo.
Pero es una variable que se supedita a la consecución de mejores condiciones de mercado para las grandes empresas y beneficios más altos. Y, además, cuyo deterioro no vienen mal porque sirve para domeñar la capacidad de respuesta social frente a esas estrategias tan extraordinariamente negativas para la gran parte de la población.
Como decía más arriba, la Cumbre de Florencia ha hecho la prueba del nueve para demostrar cual será el auténtico resultado sobre el paro de las políticas adoptadas para crear la Unión Monetaria. Hoy pierde el empleo, pero cuando a medida que se pierda bienestar aumente también la inaceptabilidad social del proceso, la propia Unión Europea habrá quedado en entredicho.
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