Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Reformar Maastricht, pero no ir a peor

En las últimas semanas se ha puesto de manifiesto algo que ya había sido previsto por los analistas más críticos del proceso de integración europea: que el carácter deflacionista de la estrategia adoptada para lograr la convergencia no sólo era negativo desde el punto de vista del bienestar, sino que llegaría a paralizar el propio proceso de convergencia hacia la moneda única. 

La mejor prueba de ello es que ya en Alemania y Francia se han adoptado medidas de choque tendentes a hacer frente a la recesión.

 

El origen de los problemas

 

Desde mi punto de vista, lo lógico sería que a la actual situación se le hiciese frente considerando con realismo las causas que la han provocado.

 

En primer lugar, la estrategia de base para lograr la moneda única.

 Como se sabe, se partió del principio de que los países menos competitivos resolverían su situación a través de modificaciones en sus niveles de costes (bajando, principalmente, sus salarios). No podría ser otra manera puesto que el proceso de convergencia implicaba una paulatina cesión de soberanía y capacidad de maniobra en política macroeconómica por parte de cada gobierno, de forma que en la práctica no podría utilizarse otro instrumento para ganar posiciones en su contexto exterior. 

Por esta razón, los gobiernos y bancos centrales se han comprometido preferentemente con la lucha antiinflacionista, manteniendo altos tipos de interés y evitando impulsos a la demanda desde el gasto público, por ejemplo.

 

El resultado no ha podido ser otro que la recesión actual, o si se quiere expresar en los términos barrocos de las autoridades, en la pérdida de impulso real de la reactivación que hace apenas un año se había producido.

 

El segundo lugar, la limitada utilización que, a la luz de los criterios de convergencia, se puede hacer de los instrumentos más adecuados para recobrar el impulso económico.

Estrategias autoparalizantes

 Al margen de la retórica, lo cierto es que hoy día no se conocen otros medios para relanzar la economía en momentos depresivos que inyectar recursos adicionales por vía de la demanda. Bien aumentando el gasto público o el consumo, disminuyendo impuestos o facilitando que la inversión privada se incremente. No cabe esperar, sin embargo, que la demanda externa actúe de impulso, puesto que la situación depresiva es más o menos generalizada. 

La cuestión estriba en que esos instrumentos no pueden utilizarse plenamente porque contravienen los criterios de convergencia de Maastricht.

 

Cómo disminuir ahora en recesión los impuestos sin aumentar el déficit?, ¿Cómo inyectar gasto público sin multiplicar la deuda?, cómo subvencionar sin provocar los mismos efectos?.

 

Resulta evidente que las medidas que pudieran adoptarse van a entorpecer aún más la conquista del objetivo de convergencia, porque aquellos países que las adoptaran con coherencia, se verían más alejados de los requisitos.

 

Los gobiernos francés y alemán, por ejemplo, sólo han perdido la timidez a la hora de formular recortes a los gastos sociales que permitan compensar ciertas subvenciones a las empresas creadoras de empleo (que, en conjunto, no recobrarán por esa vía las pérdidas que ocasiona la caída de la demanda), pero pagarán en términos de crecimiento y bienestar su falta de contundencia a la hora de atajar el problema en su auténtica raíz: la caída de la demanda y la contención salarial.

 

El proceso de convergencia hacia la unión monetaria resulta ser un ejemplo paradigmático de efectos perversos: se sostiene sobre la disminución de costes que implica ralentización de la actividad económica, pero cuando ésta demanda tratamientos de choque resulta que no se pueden adoptar sin alterar los criterios de principio que se deben respetar.

 

Este es el resultado de haber asumido un diseño de la integración económica basado esencialmente en la convergencia nominal y en el protagonismo de las variables monetarias, con desprecio de las circunstancias reales y de las condiciones efectivas en que se desenvuelve la actividad económica en Europa.

 

Este diseño es tan intrínsecamente contradictorio, inviable y expresamente antisocial, que puede apostarse con total seguridad por su imposible realización final, salvo en condiciones completamente distintas (y quizá por ello políticamente también inaceptables) a las establecidas en Maastricht.

 

Los economistas más críticos lo venimos diciendo desde el principio. Hoy día, hasta economistas neoliberales más espabilados o realistas, y aunque ayer mismo suscribieran con todo rigor el ajuste de Maastricht, reconocen su pasado error. Incluso, como Miguel Boyer, reconociendo que ahora despiertan de un sueño autoritario.

 

De ahí que la reforma de lo establecido en Maastricht acerca de la Unión Monetaria y del proceso previo de convergencia vaya a ser un escenario inevitable en los próximos meses. La realidad de los hechos no permitirá ocultar por más tiempo lo que muchos advertimos desde el principio: que la gran mayoría de los países no lograría cumplir los requisitos, porque la estrategia para conquistarlo los alejaba, y las medidas posibles para evitar el alejamiento no les permitían tampoco acercarse.

 

El empleo en primer lugar

 

Naturalmente, a la hora de hacer propuestas de reforma se pueden volver a cometer los mismos errores, quizá tratando de dar un salto en el vacío y retrasar los plazos o atenuar el fracaso en el cumplimiento de los objetivos de convergencia estableciendo una especie de segundo aro de acuerdos de estabilidad con quienes no llegaran a cumplirlos. Fórmula esta última que tampoco es fácil porque requiere que haya una mayoría suficientemente representativa que cumpla finalmente los requisitos (actualmente sólo los cumple Luxemburgo) y que políticamente sea aceptable una solución que llevará a ajustes muy severos de carácter permanente y con efectos muy negativos sobre el empleo.

 

Teniendo en cuenta que muchos gobernantes han asumido la integración monetaria con la fe del carbonero y que existe una auténtica clase política con enorme poder en las esferas de decisión de la Unión Europea, no cabe descartar, desde luego, que se vuelva a cometer de nuevo la «solemne tontería», en palabras de Krugman, de privilegiar la moneda, la convergencia nominal y olvidar las condiciones reales de la creación de riqueza.

 

Si, por el contrario, se deseara ser algo más realista y contemplar, sobre todo, que es menester sostener el bienestar social y el empleo de manera prioritaria, creo que deberían considerarse las siguientes cuestiones.

 

Primera. Que la moneda única no debería ser el objetivo, sino en todo caso un instrumento. La creación de la moneda única sólo se podría conseguir en Europa a través de un profundísimo ajuste en términos de empleo que es absolutamente indeseable para los ciudadanos, y difícilmente sostenible por nuestras sociedades.

 

Segunda. Que la obcecación en el mantenimiento de la estabilidad de tipos de cambio en torno a la moneda única, responde igualmente a un principio absolutamente irrealizable: la realidad muestra que, a medida que han sido más rígidas las normas cambiarias (Sistema Monetario Europeo), más amplia ha sido la variabilidad en las cotizaciones efectivas. No puede seguir siendo aceptable destruir empleo para lograr mantener la ficción de los tipos de cambios fijos y una estabilidad monetaria que será inalcanzable, por ejemplo, mientras los movimientos ingentes de capital especulativo no estén sometidos a una necesaria regulación y a una elementalmente justa imposición.

 

Tercera. Que las pretensiones de conjugar creación de empleo con estrategias deflacionistas son pura retórica que termina en un incremento del paro y la precariedad. Me parece que ya es el momento de plantearse que, en relación al paro y la precariedad laboral, las sociedades y las economías europeas se encuentran en situación muy cercana a la excepcionalidad. Y más valdría hacerlo ahora, que no esperar a que los conflictos sociales, como el francés de hace unas semanas, obliguen a discurrir en otros términos más contundentes.

 

Si ello se acepta, sería preciso reconsiderar los objetivos verdaderos que debe perseguir la creación de una Europa unida y atractiva para sus ciudadanos. Frente al privilegio de la moneda, no habría más remedio que comprometerse de forma efectiva y sin planteamientos contradictorios y bloqueantes en torno al empleo como objetivo principal y al que deben plegarse las demás decisiones y estrategias de política económica. En lugar de redefinir periódicamente estrategias de nominalismo macroeconómico, habría que volver la mirada a las condiciones en que se genera la verdadera riqueza, para favorecer la actividad económica real en lugar de subsidiar su desaparición.

 

Y es que la Unión Europea es un anhelo lo suficientemente atractivo como para que de él sólo se realice una lectura neoliberal y monetarista, tan alicorta y paralizante como la que hasta
ahora predomina.

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