Publicado en Público el 21 de mayo de 2020
Las empresas españolas y los trabajadores autónomos están sufriendo como nunca la crisis provocada por la Covid-19. En cualquier otra anterior, la caída de la actividad económica no fue inmediata y se pudo anticipar en alguna medida (al menos, por quien tuviese un mínimo de información estratégica), lo que permitió adoptar medidas con cierta antelación, y los daños se manifestaron a lo largo de un cierto tiempo, de modo que se pudo prolongar el periodo de adaptación a las circunstancias cambiantes. Ahora, sin embargo, se ha producido un cierre abrupto de su actividad. Para las que han sido afectadas por el confinamiento de la población, no ha habido prácticamente ninguna posibilidad de acomodarse paulatinamente: de un día para otro, los ingresos han dejado de entrar. Una catástrofe.
Al menos, esta circunstancia fatal ha traído consigo que haya una coincidencia casi total a la hora de determinar el tipo de respuesta que es preciso dar a la crisis actual: o el Estado salva a las empresas y autónomos, soportando sus costes durante el tiempo en que no van a percibir ingresos, o la economía en su conjunto se viene abajo. No queda más remedio que hacer eso para evitarlo
Todos los responsables empresariales con quienes he hablado en este periodo piden lo mismo: que el gobierno se haga cargo de los salarios, que deje de cobrarle impuestos y que les proporcione flexibilidad normativa por si es imprescindible realizar modificaciones de plantilla para ajustarse a las nuevas condiciones de los mercados durante o después de la crisis. Y esto es, realmente, lo que necesitan no sólo las empresas sino la sociedad en general, pues su desaparición en tan poco tiempo provocaría un colapso económico nunca antes visto y que afectaría a todos casi por igual.
El problema que esa solución plantea es igualmente muy claro: los gobiernos son los únicos que pueden disponer de esos recursos urgentes, extraordinarios y muy cuantiosos, pero es evidente que ningún Estado del mundo dispone de tanto dinero para ponerlo a disposición de las empresas sin endeudarse.
¿Alguien duda de que si el gobierno español o cualquiera de otro país tuviese recursos infinitos no se habría hecho cargo de todos los gastos de las empresas y trabajadores autónomos, durante el periodo de emergencia sanitaria, para evitar su cierre?
No es creible que empresarios que están acostumbrados a sacar adelante negocios complicados, a hacer piruetas con sus finanzas y a resolver todo tipo de problemas y gestiones económicas, no sepan que para evitar que la Covid-19 los arruine para siempre es imprescindible que el Estado se endeude para disponer del dinero que necesitan y que esa deuda no la van a pagar en el futuro tan sólo las empresas, sino toda soaiedad. Y también cuesta mucho trabajo pensar que personas que conocen tan directamente la realidad como los responsables de las empresas no se den cuenta del peligro brutal que supondría una gestión aventurada de la crisis sanitaria: ¿se imagina el empresariado español lo que le sucedería a sus empresas, a sus patrimonios, a sus familias, a sus descendientes… si por adelantar imprudentemente la vuelta a la actividad tuviésemos un segundo brote en el otoño o invierno próximos? Los dirigentes empresariales saben echar cuentas muy bien y pueden calcular fácilmente cuánto costaría de más un segundo brote, en relación con el ya extraordinario coste de este primero.
Como presumo que el empresariado español es inteligente y sumamente pragmático, como debe ser quien se juega minuto a minuto su propio patrimonio y el de los demás dando satisfacción a necesidades de otras personas, me permito hacerle las modestas proposiciones que enumero a continuación y que hago extensivas al gobierno de España pues, al fin y al cabo, sería el responsable de llevarlas a cabo, o incluso a los partidos políticos, a los sindicatos y a la sociedad civil en general.
- Las empresas saben mejor que nadie que hay unos problemas que admiten respuestas diferentes en función de los intereses, de las circunstancias o de las preferencias de cada uno, y otros que sólo se pueden resolver con criterio técnico. Algo que también ocurre con la crisis sanitaria en la que estamos. ¿Por qué no aceptan las empresas y se le propone así a toda la sociedad que sean los técnicos que conocen la evolución de las epidemias quienes decidan las actuaciones a realizar y el modo y el tiempo de llevarlas a cabo, para acabar cuanto antes y de la manera más definitiva posible con la pandemia y con el fin de evitar lo peor que nos puede pasar a todos, sufrir una segunda oleada de infecciones?
- Si hemos aprendido ya que el riesgo de este tipo de problemas sanitarios va a seguir existiendo ¿por qué no plantean las empresas la necesidad de que el Estado disponga siempre de recursos suficientes para garantizar el funcionamiento óptimo de los servicios de salud universales? Quien dirija o sea propietario de cualquier tipo de negocio sabe bien que sin vida, sin salud, no hay empresa que sobreviva.
- Si lo que todos buscamos es salvar con seguridad a todas las empresas, ¿por qué sus responables y dirigentes no plantean que el Estado se haga cargo (en cierta medida se está haciendo a través de los ERTES pero quizá sin toda la extensión necesaria) de todos sus costes salariales, que les evite pagar impuestos durante el tiempo necesario y que les proporciones la máxima flexibilidad para que las empresas que lo necesiten se «reinventen» en este periodo de cierre e inmediata reactivación, para poder así ajustarse a las nuevas condiciones económicas y de mercado?
- Si el único obstáculo que hay para que lo anterior se lleve a cabo en toda la dimensión necesaria es que el Estado debe endeudarse: ¿por qué no se ponen en movimiento las empresas españolas para reclamar que se produzca sin miedo ese endeudamiento que es, al fin y al cabo, el único modo de evitar que muchas de ellas desaparezcan y un colapso sin parangón de nuestra economía?
- Todos sabemos que nuestra deuda es ya muy alta, pero hay todavía opción para financiar lo que ahora necesitamos, siempre y cuando se den tres circunstancias: un mínimo apoyo europeo, un plan a medio largo para reducir la deuda con eficacia y disciplina y un acuerdo nacional para asumirla como una obligación inevitable y patriótica. Entonces, ¿por qué las empresas españolas no se movilizan para reclamar un acuerdo de todos los partidos, como el de Dinamarca, en donde un plan como el que he propuesto en el punto tres fue aprobado por los diez partidos presentes en su Parlamento, desde la extrema derecha a la extrema izquierda? ¿Por qué las empresas españolas no hacen presión en Bruselas y Frankfurt para que la Comisión Europea y el Banco Central Europeo no tengan miedo a financiar no al gobierno como un fin en sí mismo sino su salvación, la de las empresas? ¿Por qué no piden un pacto de Estado para optimizar el gasto y los ingresos públicos que permita ir aliviando la deuda en los años venideros sin deteriorar la economía, sin acabar con más empresas por falta de gasto y sin deteriorar el bienestar social?
- Las empresas españolas, y las de todo el mundo, tienden a actuar siempre con un sesgo de conocimiento muy peligroso: no suelen darse cuenta de que lo que es bueno a veces para una sola de ellas es muy negativo para el conjunto de las empresas. Reducir costes salariales, por ejemplo, es posible que sea bueno para una empresa (y no para todas, puesto que eso disminuye la productividad y desincentiva la innovación) pero debilita la demanda y al final todas venden menos. Para evitar ese sesgo que está en el origen del mediocre rendimiento de las economías donde baja la masa salarial, como en la nuestra, mi proposición es la siguiente: ¿por qué las empresas españolas no se plantean mejorar sus ventas y sus beneficios aumentando la demanda que reciben todas ellas en su conjunto, en lugar de tener que luchar denodadamente por meter la cabeza en un mercado interno debilitado y con una demanda empobrecida? ¿Por qué no apuestan por la competencia en lugar de dejarse dominar por el segmento empresarial muy reducido de las empresas que tienen poder de mercado y que tienen asegurados sus ingresos aunque la masa salarial total sea baja, lo que no le ocurre a la inmensa mayoría de las empresas? ¿Por qué no plantean un pacto de rentas global para que, en lugar de tener que arañar constantemente los salarios, puedan obtener incrementos de productividad, para que puedan innovar y para que puedan aprovecharse de un aparato productivo regenerado, para ganar más con una mayor demanda interna, sin el riesgo que supone el empobrecimiento continuado que produce la moderación salarial como único instrumento de competitividad?
- Es bien sabido que la intervención del Estado es imprescindible para que las empresas puedan funcionar, pues a éstas les resultaría completamente prohibitivo hacerse cargo de los costes que supone la creación y mantenimiento de las infraestructuras, la formación de la población, la salud, la investigación básica que desencadena el avance tecnológico y la mejora del capital, el cuidado de las personas… Como también sabemos el daño que hace, a las empresas y la sociedad en su conjunto, una intervención pública ineficaz, sobrante, despilfarradora, corrupta o mal dirigida. Entonces ¿por qué no plantean las empresas españolas un pacto global para hacer del Estado español un socio transparente y limpio que les facilite la actividad, que invierta con ellas y que las ponga en la pista de despegue, en lugar de ser el protector exclusivo de las grandes fortunas, de las empresas que no compiten sino que dominan los mercados o de los bancos?
Como un modesto observador de los hechos económicos contemplo muy a menudo que el resto de la sociedad no suele apreciar lo que de bueno hacen la mayoría de las empresas y que, con demasiada frecuencia, la gente corriente y los propios trabajadores se desentienden de sus problemas, como si estos no influyeran tan directamente como influyen en todas nuestras vidas. Pero también percibo que las empresas actúan muy a menudo con clichés que les hacen mucho daño, que sus dirigentes defienden, sorprendentemente, estrategias que sólo responden a las conveniencias de un puñado de empresas oligopolísticas, de las más grandes que tienen poder sobre el mercado y que disfrutan de condiciones y privilegios que no tiene la inmensa mayoría de las empresas españolas. Como es fácil comprobar también que, en no pocas ocasiones, las preferencias políticas y los prejuicios ideológicos de sus dirigentes interfieren en las decisiones empresariales.
Los intereses de todas las personas no son los mismos, ni tampoco son iguales los de los propietarios o los trabajadores… pero España se encuentra en estos momentos en una encrucijada extraordinaria y muy difícil. Deberíamos anteponer todos el interés común (o, al menos, el de la gran parte) al de cada uno, si no queremos llegar a una situación que es muy rentable para unos pocos, pero trágica para la inmensa mayoría, no sólo de la gente corriente sino de millones de empresas y trabajadores autónomos.
Las empresas, las organizaciones sindicales, la totalidad de los partidos y el gobierno tienen una responsabilidad común: o llegamos a un acuerdo nacional, de la gran mayoría que no vive a base de privilegios, o nuestros hijos y nietos lo van a pasar muy mal. Tengo la convicción de que el empresariado español podría tener un papel decisivo para que algo así se consiga si plantea con más realismo sus propios problemas, si sabe entender que para que sus empresas salgan adelante se precisa que lo haga la economía y la sociedad en su conjunto y si, por lo tanto, opta por los acuerdos transversales en lugar de poner los huevos en la cesta de una sola corriente política.
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