Publicado en Público el 6 de mayo de 2020
La sentencia que el pasado martes promulgó el Tribunal Constitucional de Alemania sobre la actuación del Banco Central Europeo va mucho más allá de lo que se está diciendo. En realidad, viene a producir el mismo efecto de decirle al rey que estaba desnudo cuando nadie se lo había querido decir antes.
La decisión del tribunal responde a una demanda que diversos ciudadanos alemanes presentaron en 2015 alegando que el Banco Central Europeo se había excedido en las competencias que le dan los tratados cuando realizó compras masivas de deuda pública de los diferentes estados europeos y tiene, al menos, tres grandes implicaciones.
La primera es de carácter jurídico y no voy a entrar en ella, aunque es muy importante: el constitucional alemán corrige al Tribunal de Justicia Europeo y no se siente concernido por lo que éste había sentenciado en su día sobre los programas de compra de deuda pública del BCE. Desconozco qué consecuencias concretas puede tener esta posición del más alto tribunal alemán, pero sorprende que corrija de una forma tan rotunda y radical al europeo, al que acusa de «ignorar por completo» las consecuencias de dichas compras.
La segunda implicación de la sentencia tiene que ver con un asunto sobre el cual ya se había pronunciado el tribunal alemán en una demanda anterior relativa a otro programa previo de compra de deuda de los Estados.
Los demandantes volvían a plantear que el BCE podía haber infringido la prohibición de financiar a los gobiernos que está establecida en el artículo 123 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Pero, en este asunto, el constitucional ratifica su sentencia anterior y señala que «no ha podido establecer» que este nuevo programa sea contrario a ese mandato. Un juicio que, a mi modo de ver, muestra el enorme cinismo de las instituciones europeas.
Para eludir dicha prohibición, el BCE justificó la compra de deuda pública diciendo que lo hacía para luchar contra la bajada de los precios (deflación), cumpliendo así con su deber de mantener su estabilidad. Sin embargo, incluso aceptando que esa sea una actuación debida del BCE, lo cierto es que el Tratado no prohíbe que se financie a los gobiernos para unas cosas y no para otras, sino en cualquier circunstancia. Basta leerlo para comprobarlo sin ningún género de dudas. ¿Cómo se puede explicar, si no, que los tribunales acepten que el BCE gaste cientos de miles de millones de euros en financiar a los gobiernos para que los precios no bajen del 2% y que no lo haga cuando se está produciendo una emergencia sanitaria global?
Lo cierto -por mucho que los tribunales e instituciones europeas digan otra cosa- es que el BCE financió a los gobiernos para evitar que los mercados provocaran una crisis de deuda fatal. No lo hizo directamente pero, al comprar en los llamados mercados secundarios, no sólo aseguró la financiación de los gobiernos, sino que aseguró que sería el banco quien iba a financiarlos, evitando así que los mercados siguieran afectándola. Se quiso negar lo evidente pero lo evidente está ahí: la prohibición es absurda porque hay momentos en que no hay más remedio que saltársela si no se quiere permitir que se produzca un problema económico mucho mayor y de otro modo insalvable. El BCE se la saltó y, por cierto, salvó así a la Unión Europea de una crisis de consecuencias inimaginables.
La tercera implicación de la sentencia alemana es, a mi juicio, la más sutil e importante.
Dice el tribunal que no se puede determinar si el BCE financió o no a los Estados pero que sí lo hizo provocando efectos sobre «prácticamente todos los ciudadanos», como » accionistas, propietarios, ahorradores o titulares de pólizas de seguro», generando «pérdidas considerables para el ahorro privado» debido a los bajos tipos de interés que impuso el BCE son su política de compra masiva de títulos en los mercados. En consecuencia, el tribunal alemán da tres meses al BCE para que justifique si esa política tuvo más beneficios que esos perjuicios. Si no lo hace, el banco central alemán (que es, como el resto de los bancos centrales de los diferentes países, quien realiza las compras) no sólo debería abstenerse de seguir comprando en los mercados con ese fin, sino que incluso que debería revender lo comprado. Y la sentencia llama explícitamente al parlamento y al gobierno alemanes para que sometan a juicio lo que hace el BCE y, llegado el caso, lo impugnen en la misma medida en que lo haga el tribunal, si su respuesta no fuera satisfactoria.
La importancia de este criterio del constitucional alemán es grandísima por lo siguiente.
Cuando se fue a establecer la independencia de los bancos centrales, sus defensores argumentaron que la competencia de estos últimos, la política monetaria, era una cuestión puramente técnica, mantener la estabilidad de los precios, y que por eso su independencia no afectaba al principio constitucional que reserva al parlamento la toma de las decisiones fundamentales de la política económica. Afirmaban que su directivos eran como una especie de relojeros o ingenieros que simplemente cuidan de que las piezas de la maquinaria estén donde tengan que estar para que funcione correctamente, sin tomar el tipo de decisiones «políticas» que toma, por ejemplo, la política fiscal que sí debe debe ser discutida y aprobada, por esa razón, en los parlamentos.
Frente a ese argumento, muchos economistas y juristas señalamos que la independencia de los bancos centrales viola los principios esenciales del Estado de Derecho porque implica que una parte fundamental de la política económica que también afecta de lleno a la distribución de la renta y que, por tanto, tiene evidentes connotaciones políticas, quede al margen de la decisión del pueblo soberano.
A los parlamentos se les seguiría concediendo la potestad de elaborar el presupuesto (justo lo que acabó con el Estado absolutista y dio paso al democrático) pero sería una potestad formal, secuestrada, o muy limitada si el banco central se instituía como un poder independiente.
Esto es así porque, con las reglas y condiciones que un banco central independiente puede establecer, los parlamentos no tienen ya capacidad efectiva para elaborar cualquier presupuesto sino sólo aquel que encaja en lo establecido por esa autoridad monetaria que está al margen de los poderes representativos. Se rompe así el principio fundacional y básico, en materia económica, de los estados democráticos (este es un tema más complejo y me limitaré a decir que, para evitar este evidente efecto, se recurrió a «constitucionalizar» las reglas de comportamiento fiscal vinculadas a signo de la política monetaria dominante). Al mismo tiempo, también se rompe con un principio básico de la teoría económica. A saber, que la política fiscal y la monetaria no son independientes entre sí, sino que lo que haga una afecta directamente a la otra y que, por esa razón, o están coordinadas o alguna de ellas se impone, como ocurre con la monetaria cuando el banco central es independiente.
Lo que acaba de hacer ahora la sentencia del Tribunal Constitucional alemán es, nada más y nada menos, que darle la razón a quienes defendemos que la actuación de un banco central no es solo una cuestión técnica sino tan política o más que cualquier otra de carácter económico y que, por tanto, no puede dejar de estar sometida al control y a la decisión del pueblo soberano si se quiere vivir en una auténtica democracia.
No sé si la cuestión llegará lejos o no. Puede ser que el BCE argumente y el constitucional dé por buena su justificación, evitando así una crisis institucional. Aunque lo lógico sería que una autoridad como el BCE esté obligada a hacer efectiva su independencia y no se sienta concernida por el reclamo de un tribunal nacional (curiosa paradoja de la democracia moderna). Al fin y al cabo, eso simplemente supondría que el banco central alemán tendría que dejar de participar en los programas de compra del BCE, sin impedir que lo siguieran haciendo los demás bancos centrales, aunque sí limitaría su efecto.
La Unión Europea se ha construido a base de mucho cinismo y es especialista en hacer encaje de bolillos. La Comisión, el Parlamento o el Tribunal de Justicia europeos han sido capaces de asumir que la compra de deuda de los gobiernos en el mercado secundario no es una compra de deuda de los gobiernos para financiar a los gobiernos. Por la misma razón, ahora podrán seguir asumiendo que la política monetaria del BCE que según el constitucional afecta por desigual a los ingresos y patrimonio de «prácticamente todos los ciudadanos» es una pura cuestión técnica que para nada tiene que ver con las decisiones políticas que en una democracia deben estar sometidas al escrutinio popular.
Si yo fuese más optimista de lo que últimamente lo soy, creería que la sentencia tira por fin de la manta y que va a impedir que las instituciones europeas sigan defendiendo lo indefendible. Es decir, que los gobiernos europeos se darán cuenta de que es imposible evitar crisis y resolver bien los problemas económicos sin un banco central que los financie, para evitar que la factura de los intereses se dispare; que la política monetaria debe coordinarse con la fiscal; y que, por tanto, el banco central no puede actuar por su cuenta sino en estrecha colaboración con las instituciones democráticas que representan las preferencias ciudadanas.
Antes o después se darán cuenta y se cambiará un precepto que tanto daño está haciendo a la economía, a la ciudadanía y a la Unión Europea en su conjunto.
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