Publicado en Público el 9 de mayo de 2020
Hace mucho tiempo, las montañas se hincharon haciendo un ruido estremecedor, daban señales de parir y los hombres esperaban ese parto con mucho miedo y asombro por saber qué clase de monstruo iban a abortar; al fin, resultó que el temible fruto de los montes era un ridículo ratón, lo cual causó carcajadas.
Me parece que la vieja fábula de Esopo es lo que mejor se ajusta a la definitiva decisión del Eurogrupo sobre las ayudas que la Unión Europea dará a sus socios para combatir la pandemia.
Da casi hasta vergüenza tener que repetirlo una vez más, pero no queda otro remedio: la respuesta de los líderes europeos a la situación económica más catastrófica de los últimos 75 años (si no más) es decepcionante.
Lo que ayer acordaron fue poner a disposición de los diferentes países una cantidad de hasta el 2% del PIB conjunto en forma de créditos al 0,115% de interés y a devolver en diez años. Unos créditos que sólo se podrán utilizar para hacer frente a los gastos directa o indirectamente asociados a necesidades sanitarias, a la atención médica, la cura y la prevención de la Covid-19. Los créditos se realizarán a través del MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad) aunque, en esta ocasión, no estarán sujetos al estigma de tener que aprobar planes de ajustes complementarios en los países que soliciten la ayuda.
Inmediatamente después de que se acordase esta medida, las autoridades europeas echaron las campanas al vuelo para festejar las decisión. La presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, decía que suponía un “gran progreso hecho por el Eurogrupo para dar forma a la ruta hacia la recuperación” y la ministra española de economía, Nadia Calviño, declaró que «es un paso más en la buena dirección para la zona euro».
A mi juicio, esas opiniones son infundadas porque la decisión es, como he dicho, decepcionante por la forma en que se ha tomado y por la que adopta, por la cantidad tan insuficiente que moviliza y por la extraordinaria torpeza e irresponsabilidad que supone no darse cuenta de sus consecuencias.
La respuesta europea es decepcionante porque llega tarde, tras casi dos meses de pandemia (sin contar el tiempo que tardarán en poder usar el dinero los países que pidan la ayuda), en un clima de insolidaridad y de incomprensión mutua, con lamentables manifestaciones de supremacismo por parte de algunos responsables políticos y, por tanto, con una evidente falta de respeto a los europeos que han muerto o que han perdido sus negocios o empleos.
Es también decepcionante porque se adopta a través de un mecanismo de ayuda que está pensado para rescatar a las economías que se encuentran en situación de grave desequilibrio. Aunque ahora se haya evitado supeditarlo a la imposición de los severos programas de recorte de gasto social de otras ocasiones, lo cierto es que se recurre a un procedimiento que impone una sobrecarga que dificulta la recuperación de las economías que soliciten los créditos. Obligar a que aumente la deuda y a que haya que devolverla en diez años cuando se trata de hacer frente a un shock de dimensiones tan extraordinarias como el que estamos viviendo no es ayudar a los países miembros de la Unión, es agrandar las brechas ya por sí amplias que ha abierto el modo de actuar de las políticas europeas y, en especial, el diseño del euro.
Y vincular la ayuda exclusivamente a los gastos sanitarios es una vergüenza, cuando es evidente que la pandemia está provocando otro tipo de costes y daños económicos, incluso mucho más elevados, a todos los países en general y a algunos en mucha mayor medida.
La respuesta del Eurogrupo es decepcionante porque resulta a todas luces insuficiente. El Gobierno español y la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal coinciden en la evaluación del coste de las medidas adoptadas en nuestro país para hacer frente a la pandemia: 140.000 millones de euros en números redondos. Aunque es cierto que en ese cálculo se incluyen gastos que es posible que puedan ser afrontados con otras fuentes de financiación europeas, la cifra sirve para comparar lo que en realidad supone la «ayuda» del MEDE (24.000 millones, como mucho, para España): una cantidad muy reducida, como también resulta si se compara con el gasto que van a realizar Inglaterra, Estados Unidos o los demás países europeos por su cuenta.
No es menos decepcionante que la Unión Europea siga siendo incapaz de entender que, cuando se trata de ayudar a socios en dificultades, la ayuda (además de ser generosa si de verdad se habla de conformar una unión para el progreso y la paz) debe prestarse en proporción a la necesidad. Hacer frente a un daño que se sufre por desigual en los diferentes países con el mismo criterio de ayuda para todos ellos (máximo del 2% del PIB) refleja que no se quiere entender algo tan elemental como que así sólo se consigue que aumenten las desigualdades.
Finalmente, dar este tipo de mala respuesta, a través de malos procedimientos, aumentando la deuda y con una insuficiencia que terminará ensanchando la brecha entre los diferentes países miembros de la Unión Europea, es una prueba más de irresponsabilidad y torpeza.
Es irresponsable porque no hacer todo lo posible para que países como Italia y España puedan afrontar bien los efectos de la pandemia es acercarse demasiado al abismo. No sólo provocando un desafecto creciente hacia el proyecto europeo entre sus poblaciones, sino poniendo las bases para que se produzcan problemas económicos aún más graves en el futuro. ¿Alguien puede ser tan ingenuo como para pensar que habrá algún ganador si alguno de estos dos países sufre una crisis de deuda próximamente o si se desconecta traumáticamente del resto? Con todos los respectos hacia otros países más pequeños, Italia y España no son como Grecia, Malta o Chipre. Si caen, el efecto dañará a todos los demás y a la Unión Europea en su conjunto.
La respuesta del Eurogrupo y la que, en general, están dando las instituciones europeas es, en fin, de una torpeza infinita y cuesta trabajo discernir si es el fruto de la ignorancia o de un profundo cinismo.
Los medios han informado que, precisamente al hilo de esta decisión del Eurogrupo, la presidenta del Banco central Europeo ha vuelto a recodar a los países del euro que la institución no puede suplir las carencias de una unión monetaria que cojea de su pata fiscal y que ha instado a las cancillerías a apoyar la puesta en marcha de un instrumento europeo «rápido, voluminoso y simétrico» de estímulos fiscales, de tal forma que economías como la española o la italiana no se queden rezagadas en la recuperación.
La opinión es acertada y oportuna pero uno se pregunta si la señora Lagarde es quién es o si no será una alumna de primero de cualquier facultad de económicas a quien todavía no han enseñado que, para tener una potente pata fiscal, los Estados necesitan de un banco central que actúe como prestamista en última instancia porque, si recurren a los mercados la carga de los intereses hará finalmente insoportable el peso de la deuda y se frenará sin remedio la actividad económica, la generación de ingresos y el empleo.
Es un error creer que lo que deben pedir los países más afectados por la pandemia, como Italia o España, es que los demás se hagan cargo de su coste, que los financien o incluso que mancomunen el incremento de deuda resultante, aunque esto último podría beneficiar a todos en estos momentos. Lo que deben reclamar es que la Unión Europea sea coherente consigo misma: si quiere ser una verdadera unión debe disponer de una hacienda común y de un banco central auténtico que no sirva para encarecer la deuda, sino que ayude a reducirla, como sería posible que lo hiciera muy fácilmente. Sin esos instrumentos, países como Italia y España nunca debieron entrar en el euro y ahora se encuentran en una trama de la que no pueden salir. Estos son los verdaderos problemas y la gran irresponsabilidad de los líderes y las instituciones europeas es que no quieran o sean incapaces de verlos.
Nuestra ministra de Economía lleva razón cuando dice que se ha dado un paso más. Lo que parece que no ve es lo que tenemos por delante.
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