Hoy se celebra en nuestra Facultad de Derecho una jornada de concienciación y solidaridad frente al hambre en el mundo que ha impulsado un grupo de alumnos en el contexto de la campaña nacional de Manos Unidas que tiene como lema el que incia estas letras.
Vivimos una época tan vacía que ni tan siquiera reaccionamos frente a la muerte lenta de miles de millones de seres humanos. Encerrados en el ensimismamiento, huérfanos de solidaridad, imbuídos en la mística del egoísmo y ajenos al sufrimiento incluso de nuestros más próximos contemplamos el hambre, la fatiga y el padecimiento de los demás tan sólo como algo diábolico de lo que individualizadamente pretendemos librarnos.
Pero también es cierto que cuando pensamos en todo ello es difícil saber qué podemos hacer para aliviar el dolor, el malestar y la muerte de los tres quintos de la población mundial. Entonces, sólo la impotencia parece que pueda gobernar nuestros actos, y sólo la melancolía es el resultado final de nuestras reflexiones.
Sin embargo, como muestran tantos cientos y miles de personas cuyas manos no dudan en remover diariamente el fango de la escasez para procurar su alivio, y como enseña también el esfuerzo de las organizaciones que se sobreponen al interés egoísta y a la sinrazón que parecen dominar el mundo, es posible combatir la injusticia. Es posible ganarle la partida al sufrimiento que los mismos seres humanos han provocado.
Un drama ya demasiado grande
En la actualidad, los organismos internacionales más prestigiosos calculan que dos mil millones de personas están desnutridas en el mundo. De ellas, cien mil mueren cada día de hambre. Casi la mitad, son niños.
Según el Comité de Crisis de la Población, sólo quince de cada cien personas en el mundo se encuentan en situación de «sufrimiento humano mínimo». Es decir, que el ochenta y cinco por cien de la Humanidad sufre en grado moderado (11%), alto (65%) o extremo (9%).
Naturalmente, el mayor padecimiento se sufre en los países pobres, que representan el 70% de la población humana. Y la gran mayoría de él en el continente africano, donde incluso están comenzando a desaparcer estados, donde la población está desgobernada, carente de la más mínima protección y volviendo a condiciones de vida casi primitivas, sólo que, eso sí, teniendo a su alcance la televisión y otros escaparates en donde el reflejo de su miseria es la opulencia y el despilfarro.
Y estas situaciones se agudizan vertiginosamente. Lejos de disminuir, el malestar social aumenta en nuestro planeta, pues según el Banco Mundial en la actualidad hay 212 millones de pobres más que en 1.970, 60 millones de niños más sin escolarizar, 50 millones más de personas desnutridas y 100 millones más de seres humanos que pasan hambre.
Sin embargo, lo novedoso es que el drama del hambre y el sufrimiento humano ya no es propio tan sólo del tercer mundo, sino que se hace presente más a menudo en las sociedades avanzadas y ricas, poniendo de manifiesto que en éstas la renta se distribuye de manera cada vez más desigual. Sólo en Estados Unidos, por ejemplo, hay treinta y seis millones de personas que necesitan bonos del gobierno para comer, es decir, que no tienen ingresos suficientes ni para alimentarse.
El fruto perverso de la opulencia
Cuando se conocen estos datos es más fácil pensar, y así se hace con lamentable frecuencia, que el drama del mundo es la escasez y la imposible manutención de todos los seres humanos. Que nuestro planeta está llamado a padecer y tantos millones de personas obligadas a sufrir por una especie de designio del maligno. Que es imposible alcanzar un mundo en donde la pobreza no sea la expresión mayoritaria de la vida humana porque las cuentas están echadas y no se puede saciar el hambre de todos.
Nada más lejos, sin embargo, de la realidad. Es preciso que todos sepamos que la Humanidad padece porque renuncia a la justicia y desprecia la igualdad; porque se prefiere el alto bienestar de los pocos y no se busca la satisfacción general.
La F.A.O. (un organismo de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación) ha demostrado que la producción mundial de alimentos garantizaría a cada ser humano 3.140 calorías diarias y 65 gramos de proteínas, cantidades suficientes para la vida humana. Extremo que ha sido confirmado recientemente por el último y prestigioso Informe al Club de Roma realizado por A. King y B. Schneider.
Esto demuestra que la carencia y la insatisfacción no son el resultado de la escasez sino de la mala distribución. O mucho mejor dicho, de la distribución desigual y egoísta de los recursos y de los bienes que puede producir nuestro planeta.
La prueba de ello es también el derroche y el despilfarro, la gran cantidad de recursos y medios financieros que se destinan al lujo, a la ostentación, a acallar nuestras conciencias y frenar la rebeldía o -lo que es peor- a la destrucción militar y a la muerte.
El gran reto de la justicia
Por lo tanto, no puede haber otra fórmula para combatir el hambre que organizar un mundo justo e igualitario. Y la dinámica de la desigualdad es tan perversa que no caben soluciones intermedias. El lucro como única guía del comportamiento social no proporciona soluciones de compromiso. La ganancia llama a más ganancia y por eso la carencia se multiplica cuando en lugar de ponerle freno, desde los poderes públicos se incentiva el estímulo egoísta y toda la vida económica se hace depender del instinto acaparador que sí que mueve montañas, pero montañas donde luego yacen los desposeídos a cuya costa se labra una riqueza de la que sólo muy pocos disfrutan.
Curiosamente, en los últimos años, cuando más han aumentado las desigualdades sociales y cuando mayor malestar social se ha generado, más vacía ha quedado la expresión solidaridad. Hoy día, es ya un latiguillo que difícilmente escapa de la boca de los gobernantes. De los mismos que luego tan contemplativos resultan ser frente a los intereses de los poderosos. Todos reivindicamos la solidaridad, pero mientras más lo hacemos, mayor es el número de los que sufren. Por eso es preciso un gran golpe de tuerca. Hay que dotar de contenido a la solidaridad y hay que conseguir un comportamiento diferente, de los gobiernos y de los ciudadanos.
Hace años, cuando se construía una obra pública raramente se cuestionaba, por ejemplo, su impacto ambiental. Hoy día, eso es ya una práctica generalizada. La sensibilidad ciudadana y la presión pública a los gobiernos ha obligado a ello. De la misma forma, deberíamos conseguir que los poderes públicos tomaran en cuenta la desigualdad y el malestar que provocan las decisiones políticas y económicas.
Y lo mismo que ahora los ciudadanos empiezan a estar dispuestos a soportar una menor dotación de recursos materiales si ello daña el medio ambiente físico, también deberíamos empezar a aceptar que la opulencia y el enorme bienestar de pocos priva a muchos de una vida digna. Aunque sólo fuera por razones egoístas, deberíamos tomar conciencia de que mientras exista tan gran desigualdad incluso nuestro bienestar es efímero. Los pobres y los marginados, los que no tienen más horizonte que el hambre y la muerte, tienen también derecho a gritar un ¡basta ya! que nos despierte bruscamente del sueño y nos obligue a mirarlos directamente a la cara.
Y es que mientras la democracia no sea realmente sinónimo de la igualdad, estaremos cubriendo con un púdico velo la tiranía que representa el malestar social. Mientras no obliguemos a los gobiernos a forzar un reparto más igualitario de los recursos, nos seguirán imponiendo un mundo de insatisfacción y miseria. Porque mientras los que todo lo tienen impongan su egoísmo y su afán de ganancia como criterio de gobierno de los recursos sociales persisitirá inevitablemente el hambre y la carencia.
Pero, también hay que decirlo: si los ciudadanos no somos capaces de sobreponernos a la inercia, si no nos atrevemos a romper con el ensimismamiento, si no miramos de cara a la injusticia y tomamos conciencia de los problemas; si preferimos soñar con la quimera de que nuestra conducta egoísta nos llevará a la felicidad, entonces, nada podrá hacerse.
Es un gran desafío sentir la injusticia y vivir la que sufren los demás como nuestra. Porque tomar conciencia y contemplar de cerca el drama del hambre y de la miseria que unos hombres han provocado sobre otros nos hará sentirnos, con toda seguridad, víctimas de una gran impotencia. Pero, al menos, nos evitará sentir vergüenza de nosotros mismos como seres humanos.
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