En estas mismas páginas realicé en mayo de 1996, recién constituido el gobierno del Partido Popular, un doble vaticinio. Que se iba a entrar en una etapa de gran bonanza económica con un previsible boom financiero y que la derecha en el poder utilizaría todos los resortes mediáticos a su alcance para generar un notable consenso a favor de las políticas neoliberales con guante de seda que se iba a realizar. Al mismo tiempo, advertía de las dos grandes tentaciones en las que podía incurrir la izquierda: actuar impulsada tan sólo por el negativismo, manteniendo ante la opinión pública que todo lo realizado estaría mal por definición, como consecuencia del protagonismo que iban a adquirir en la oposición los anteriores ministros y responsables del gobierno socialista, y guiarse por la creencia de que las cosas volverían a su cauce por sí solas.
Desgraciadamente, el tiempo parece haberme dado la razón cumplidamente.
Es cierto que la etapa alcista del ciclo ni tan siquiera ha permitido conseguir resultados tan espectaculares como en la segunda mitad de los ochenta, pero no lo es menos que el Gobierno ha sabido capitalizar con enorme inteligencia los Aéxitos@ de la integración monetaria, la creación de empleo precario que se presenta como una respuesta definitiva al paro, el buen estado de la contabilidad macroeconómica y un clima de alborozo financiero que, a pesar de ser muy negativo para los pequeños ahorradores, se quiere entender como la muestra suprema del buen hacer en política económica.
El actual Gobierno tiene una habilidad especial, reñida desde luego con la transparencia que debería ser consustancial con las sociedades democráticas, para no dejar traslucir sus verdaderas intenciones y para acomodarse según más le convenga a cada coyuntura sin renunciar a sus estrategias de poder y transformación a medio y largo plazo. Nunca saldrá de la boca de los actuales gobernantes el más mínimo cuestionamiento de las estructuras públicas de bienestar social (sanidad, educación, etc) pero sus pasos se encaminan decididamente a fortalecer la iniciativa privada que a la postre competirá privilegiadamente frente a la pública. Nunca manifestará el más mínimo rechazo del sistema público de pensiones, pero avanzará con decisión hacia los mecanismos alternativos que finalmente dejarán en precario al sistema público de la Seguridad Social. Nunca amenazará un Ministro a la población con la incertidumbre, el riesgo y la desigualdad propias del mercado, pero el Gobierno desmantela el sector público con sigilo y concede privilegios inauditos a las grandes empresas y al sector privado con recursos colectivos. No mantendrá públicamente la tesis, como cándidamente hacían algunos tecnócratas en las filas del anterior gobierno, de que es preciso salvaguardar el beneficio empresarial para crear empleo, pero modifica a su favor las estrategias fiscales; nunca reconocerá que realiza una opción política clarísima a favor de las rentas más altas, pero su política impositiva es cada vez más regresiva.
Gracias a esta forma de actuar (que se reproduce en general en toda la labor de gobierno: nacionalismos, medios de comunicación, medio ambiente, justicia…) la Administración del Partido Popular está logrando un apoyo progresivo, como demuestran las encuestas, incluso de los sectores objetivamente perjudicados por sus medidas -por no hablar, claro está de los que se benefician-. Pero el gran problema no es que esta estrategia de resultados tan positivos para el Partido Popular por sí misma. En realidad, la causa de todo ello radica, en mi opinión, en la absoluta carencia de una oposición vigorosa, atractiva y con capacidad de desvelar el discurso de la derecha para ofrecer a la sociedad española una manera alternativa de hacer las cosas, muy especialmente, en lo que se refiere a los asuntos económicos.
Da verdadera pena contemplar la labor que realiza en el Parlamento la oposición.
Por un lado, es dramático el proceso de auto negación que el propio Partido Socialista ha realizado cuando José Borrell ha estado en condiciones de vigorizar y galvanizar al electorado. Pareciera, verdaderamente, que sus propios dirigentes no quisieran que el actual candidato ganara las próximas elecciones a la vista de las dificultades, tropiezos y desencuentros que se han venido produciendo. Cuesta trabajo creerlo, pero es una evidencia clamorosa que los problemas más graves que tiene que sortear el candidato para trasladar a la población el mensaje novedoso y las propuestas económicas alternativas que presentó en las elecciones primarias provienen de la dirección de su propio partido.
Mientras tanto, quienes tienen la responsabilidad de expresar en el Parlamento y trasladar a laopinión pública los efectos reales y las pretensiones ocultas del Gobierno de Aznar parecenensimismados. Más bien semejan escolares que en la puerta del colegio contemplan frustradoscómo les quitan el caramelo y son otros los que lo disfrutan. )Comporta ya algún rédito limitarse aplañir recordando que el camino hacia el euro lo inició y lo hizo posible el ajuste del gobiernoanterior?, )pueden ilusionar a la población quienes no parecen ser capaces de distanciarseideológicamente de los objetivos que persigue el actual Gobierno?La oposición no está siendo capaz de concienciar y movilizar a la población sobre hechos tanimportantes y trascendentes -(y tan claramente dañinos para la mayoría de los ciudadanos!- como lareforma del IRPF, la política de empleo que sólo trae consigo precarización y más desigualdad salarial, las privatizaciones y el desmantelamiento del sector público (el presidente del SEPI dijo que Aes deseable que en el 2000 no haya sector público@, pero (para quién es deseable?), la política vergonzosa de subsidios a las empresas, el inmovilismo frente al proceso de integración monetaria, por citar sólo a los más relevantes.
Realmente, la sociedad española y el electorado de izquierdas se enfrentan a un doble problema.
Por un lado, parece que una buena parte de quienes tienen la responsabilidad de enfrentarse a los grandes hitos de la política gubernamental están de acuerdo con ellos. No se puede explicar de otra forma su silencio que tantas veces ha sido un magnífico cómplice, o la general tibieza con la que se manifiestan tan sólo expresiones de pura retórica que nunca podrán atraer y convencer al electorado.
Y si ello es grave, por la candidez y por la enorme torpeza política que supone, lo es mucho más el problema de fondo: la carencia de un verdadero proyecto económico alternativo.
Pero aún se está a tiempo. Todavía se puede encandilar a la ciudadanía con ideas renovadas, con programas de empleo que no generen pobreza, con proyectos de extensión del bienestar social que favorezcan la eficiencia económica y que disminuyan el riesgo y el dolor de millones de personas que aún no disfrutan de los estándares de bienestar colectivo y personal de sus compatriotas. Se pueden formular proyectos, incluso en el seno restringido de la unión monetaria, que favorezcan una mayor igualdad y cohesión social, que abran los mercados a la competencia en lugar de encerrarlos en el universo del privilegio. No hay por qué pensar que la izquierda haya perdido definitivamente la vez en la próxima convocatoria electoral si es capaz de anteponer el pensamiento a la inercia partitocrática y la imaginación al conservadurismo. Pero la perderá irremisiblemente si no se lanza con decisión por el camino de innovar y de generar un discurso moderno. Todos los conservadores piensan que lo mejor es dejar todo como estaba. Y sucede posiblemente que hay muchos conservadores con poder en el seno de la izquierda.
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