Cuando el Partido Socialista llegó al poder muchos fuimos los que creímos que con él llegaría una etapa de honestidad pública, de limpieza política y de culminación definitiva de un largo periodo en la historia de España marcado por el regalismo y la corrupción larvada que amparaba un régimen totalitario aún no cerrado del todo.
Sin embargo, la necesidad de ocupar miles de puestos de responsabilidad administrativa y política y la influencia que no quisieron dejar de ejercer los poderes fácticos dio lugar a la consolidación de una clase política en cuyo seno se larvaba una vez más la corruptela y la prevaricación. Desde luego, a ello coadyuvó la falta de fortaleza ideológica de los dirigentes socialistas, su encantamiento ante el poder y el dinero y la inexistencia de mecanismos democráticos para ejercer el suficiente control sobre quienes nos gobiernan en todos los niveles.
En el periodo de gobierno socialista se generó entonces una doble vía de perversión. Por una lado, los que, como siempre, siguieron gozando del privilegio y del poder. Basta comprobar que los escándalos financieros, como el de Banca Catalana o el del Banco de Santander terminaban en nada, mientras que los grandes industriales y financieros disfrutaban de prebendas, de forma que dejaban hacer a los chicos que casi llegaron al Consejo de Ministros embutidos en chaquetas de pana. Y por otro lado, se multiplicaban los trapicheos, las chorizadas y el robo de poca monta –si se comparaba con el que movía la especulación financiera o las operaciones económicas de altos vuelos a veces consentidas explícitamente por las autoridades monetarias y políticas y siempre con su bendición implícita.
Quienes en realidad movían los hilos se encargaron de difundir hasta la saciedad esta corrupción de segunda fila, aunque no por ello menos condenable y dramática, para trasladar a la opinión pública, desde los medios de comunicación que los propios socialistas les habían salvaguardado o concedido, la imagen de un partido corrupto y pervertido. Mientras que, al mismo tiempo, trataban de silenciar sus ganancias multimillonarias, o incluso que los miserables de tres al cuarto estaban en realidad sacándole las castañas del fuego a las altas esferas del reino.
Como era lógico que sucediera, quienes eran cómplices y responsables desde el gobierno terminaron por arder en su propia hoguera y el Partido Socialista no sólo perdió las elecciones sin que hubo de salir con el rabo de la corrupción entre sus piernas.
Por el contrario, la derecha española aprovechó la ocasión para presentarse con la imagen de la limpieza y la honestidad. Y utiliza, para ello, la misma estrategia: diligencia y limpieza en el reparto de la pedrea y vía libre en el reparto del premio gordo.
Tenemos, así, un Ministro de Exteriores que nos lanza de cabeza en el euro pero cuyo enorme capital lo invierte fuera de España y de Europa, o un Ministro de Economía que resguarda igual y sabiamente su patrimonio, un Ministro de Industria que es más bien un Juan Palomo y que se permite dar propinas de un billón de pesetas a las ya de por sí privilegiadas empresas eléctricas, por no hablar de directores generales cazaprimas o de banqueros y empresarios (más bien dirigentes empresariales) comprometidos como nunca en el juego la política de partido.
Pero nada de eso trasciende. Tienen los medios de comunicación más potentes, influencia académica y las carteras repletas para lo que haga falta. Le han lavado la cara vulgar a la corrupción pero los que de verdad se estaban forrando siguen haciéndolo. Más que nunca.
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