Convocadas las elecciones, los diferentes partidos se movilizan para ofrecerle al electorado las propuestas más avanzadas, los slóganes más atrevidos y las imágenes más atractivas de sus líderes respectivos. El festival, de cuyo coste real nunca sabremos ni por aproximación, ha comenzado y hemos de disponernos a soportar mucha más demagogia de la que nuestro cuerpo suele aguantar en condiciones normales.
Es lamentable que el júbilo de la democracia y la belleza que el voto libre puede tener en una sociedad avanzada se sustituya por una ceremonia en donde el rigor, la transparencia, el compromiso y el respeto a la palabra dada ya no tienen el más mínimo valor y que está oficiada casi en exclusiva por los aparatos de los partidos.
Cuando se abren las campañas parece que se abre la espita para ofrecer a los ciudadanos cualquier propuesta que pueda atraer un voto, sea consecuente o no, sea fundamentada o no lo sea.
Es sorprendente comprobar que los partidos ni tan siquiera respetan lo que se suponen son sus presupuestos ideológicos, pues como tratan de abarcar los intereses más numerosos posibles le quitan perfiles a sus programas y procuran que sus palabras o propuestas no tengan aristas que puedan generar roces con cualquier colectivo o sector social. Así, todo se hace tan suave y generalizador que termina por carecer completamente de contenido. ¿Hay algo más ridículo que ver cómo los líderes del Partido Popular eluden pronunciarse en los términos estrictos de la ideología liberal que propugnan para aparentar un paternalismo social que les debía ser contradictorio, aunque les resulta más rentable electoralmente? ¿O es que no sorprende que a algunos socialistas periféricos se les caiga ahora la baba del nacionalismo con tal de quitarle unos cuantos votos a sus contrincantes?, ¿es lógico que sea el partido socialista el que ahora se presente como garante del mercado en la economía española?
Todo ello no es sino el resultado de que las campañas electorales, en lugar de ser un proceso de debate y reflexión colectivos, se han convertido en verdaderos festivales publicitarios, en donde cada partido o cada lider trata de venderse como si se tratara de un producto mercantil más. Y también, el resultado de que los mensajes electorales puedan caer sin más en el vacío. No disponemos de mecanismos que permitan garantizar el cumplimiento de las promesas y el compromiso con la palabra dada, como tampoco puede evitarse que los discursos se conviertan en esta época en verdareros fuegos de artificio, en palabras grandilocuentes pero carentes demasiadas veces de rigor y fundamento.
La democracia no puede limitarse a ser una simple mecánica electoral, sino que debiera consistir en el ejercicio del debate y en la adopción reflexiva de decisiones de la manera más transparente. No es bueno que la capacidad de establecer la «agenda» de los problemas sociales quede sólo en manos de los políticos profesionales, ni que éstos puedan monopolizar el lenguaje político para convertirlo en puro espectáculo. Como dice A. Guiddens en nuestras sociedades es muy necesario «democratizar la democracia».
Es muy posible que sólo se trate de una quimera, pero quizá deberíamos pensar en reclamar la existencia de un riguroso Código Ético que regulara los comportamientos electorales, que garantizase la participación plural y democrática, la financiación transparente, el cumplimiento de las promesas, el debate público riguroso y el contraste entre lo dicho y lo que después haya resultado realizado. Cuando se adocena la democracia, el único remedio es más democracia.
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