Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Ahora sí, ahora no

Publicado en La Opinión de Málaga el 23-01-2005

La semana que acaba nos ha deparado tres hechos que me parecen dignos de comentar porque reflejan hasta qué punto las relaciones sociales en las que estamos involucrados están gobernadas por la falta de respeto, la intolerancia y la incoherencia rayana con el cinismo.

El primero de ellos fue la expresión usada por varios vocales del Consejo General del Poder Judicial para descalificar el matrimonio entre personas de igual sexo. Como es sabido, lo comparaban en su informe a la unión que pudiera darse entre una persona y un animal. Con independencia de la falta de respeto, de la incomprensión y de la maldad intrínseca del argumento, lo que me ha parecido bochornoso, en un documento que en realidad está dirigido a la sociedad en su conjunto por personas de la máxima formación y responsabilidad, es que se pueda decir algo así y luego, simplemente dando marcha atrás, quedar indemne.

Es muy lógico que haya multitud de personas que tengan prevención e incluso rechazo hacia ese tipo de nuevas medidas que aprueba el gobierno. Yo mismo tengo mis dudas en algún aspecto, como el de la adopción, que se ha avanzado sin propiciar un debate social que lo hubiera hecho mucho mejor comprendido y legitimado. Decía Pascal que el ser humano está siempre dispuesto a negar de entrada aquello que no comprende y en estos casos tan polémicos desde el punto de vista de la moral personal es comprensible que haya dudas y motivos para la duda o el rechazo.

Pero lo que cabe esperar es que todo eso se plantee con respeto. Lo que apena es que las críticas a este tipo de medidas se empeñen en ver la perversión antes que el amor, el morbo y no el compromiso personal, lo accidental en lugar de la existencia de un drama personal para miles de personas.

Puesto que los administradores de justicia son al fin y al cabo seres humanos, con sus filias y sus fobias, sus creencias y sus principios morales respetables, es natural que se pronuncien con el mismo tipo de subjetividad que afecta a cualquier otra persona. Pero lo que la sociedad les debe exigir con más firmeza que a nadie, a causa de la función que voluntariamente realizan, es mucho mayor respeto a los demás y a las ideas contrarias a las suyas, algo que de ninguna manera han dado muestras de tener los ponentes del informe de marras, aunque hayan terminado por eliminar la frase ofensiva.

Y es especialmente preocupante que una acción de ese tipo quede al final exenta de responsabilidad. Se hace el daño, se ridiculiza y ofende y basta finalmente con decir sibilinamente que sin más se retira lo dicho.

La otra marcha atrás de la semana es igualmente reveladora. Me refiero al desmentido de la jerarquía católica a la primera interpretación sobre el uso del preservativo contra el sida que hizo el portavoz de la Conferencia Episcopal española. No voy a tratar aquí de la tragedia que provoca esa postura de la Iglesia Católica, que agrava el daño que está produciendo la pandemia. Lo que me hace reflexionar es que el desmentido pone de relieve hasta qué punto sus propios dogmas son débiles y discutibles. Si hay alguien de quien puede presumirse que esté bien informado en estos asuntos es del portavoz de los obispos e incluso él ha hecho una interpretación, seguramente llevado de su buena fe (nunca mejor dicho), de su sentido común y de sus conocimientos, que era contraria al superior criterio de los jerarcas vaticanos.

No hay mejor prueba de que los principios que mantiene la Iglesia Católica en materia de moral personal (sorprendentemente alejados de los avanzados postulados del Papa Juan Pablo II en materias sociales) son realmente frágiles y difíciles de aceptar por el común de las personas.

Eso muestra, en mi modesta opinión, lo injustificable y lo dañino para la convivencia social que puede resultar el intento de imponerlos a cualquier precio a toda la sociedad, como se trata de hacer desde hace tanto tiempo.

A la Iglesia Católica quizá le vendría bien tener una buena dosis de «esa sensación molesta de que al final el otro puede tener razón» que alguien definió como característico de la tolerancia, una virtud imprescindible para lograr que las relaciones humanas sean pacíficas y mutuamente enriquecedoras.

Si nuestra sociedad está sobrada de algo es de fundamentalismos de todo tipo, de ideas absolutas que se entienden por quien las defiende como la única vía, como la única forma de expresar el bien, la justicia o la libertad.

Es curioso que todos hablemos de pluralismo, de democracia y de respeto y que, a la postre, se intente imponer las ideas propias con tanta furia y a pesar de que sea evidente su parcialidad, su inevitable carácter discutible y que no son compartidas por todos.

Un último hecho ha cerrado la semana aumentando la dosis del cinismo que alimenta continuamente las relaciones internacionales.

Al tomar posesión como nueva Secretaria de Estado en el gobierno de Bush, Condoleezza Rice decía que en el mundo hay una serie de «bastiones de la tiranía» que hay que combatir (Bielorrusia, Cuba, Irán, Myanmar, Corea del Norte y Zimbabue). Lo que es sin duda sorprendente y bien expresivo de su cinismo y de su falta total de sinceridad es que en esa lista no incluya a China. ¿Qué diferencia de régimen hay entre Cuba y China?  ¿Acaso no se trata también de un régimen de partido único, en donde no están reconocidos los derechos que se consideran básicos de las democracias occidentales? ¿Qué ha hecho Cuba en ese aspecto que no haya China en mucha mayor medida?

Es más, si alguna diferencia hay entre ambas naciones es que en Cuba no existen miles de fábricas en donde mujeres y hombres, jóvenes y viejos, trabajan en condiciones infrahumanas hasta 16 horas de pie, sin vacaciones durante meses y muriendo de agotamiento, cobrando unos diez céntimos de euro a la hora que reciben con dos meses de atraso y sometidos a multas constantes por faltar una noche (tres días de paga) o por estar más de cinco minutos en el baño. Y todo ello, por supuesto, sin posibilidad alguna de organizar sindicatos que pudieran defenderlos.

Para Rice eso no es tiranía sencillamente porque esas condiciones de explotación salvaje (que preferirá llamar competitividad) son las que hacen ganar millones de dólares a las empresas estadounidense que defiende.

Como en los casos anteriores, se utiliza aquí sin mayor problema una moral de goma que permite estirar cuanto haga falta nuestros criterios para justificar a los nuestros hagan lo que hagan y condenar sin más a los que no piensan como nosotros.

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