A pesar de que según los portavoces gubernamentales todo va bien, la inflación se ha disparado. No sólo en términos absolutos aquí en España sino, lo que es peor, en términos comparativos con el resto de los países de la Unión Euopea. Para hacerse una idea baste saber que los precios han subido en dos meses en España siete veces más que en durante todo el último año en Suecia. Una barbaridad.
El asunto es especialmente grave y significativo porque controlar la subida de los precios es, precisamente, el objetivo sacrosanto de este gobierno, del Banco Central Europeo y, en general, de las políticas neoliberales que venimos sufriendo en los últimos años. A él se ha supeditado la creación de empleo, la inversión pública, la protección social y cualquier otro objetivo deseable. Se trata, pues, de otro fracaso más de la política gubernamental y una buena prueba de que la consistencia de la situación económica no es tan potente como se ha afirma, ni tan siquiera en los términos nominales que suelen utilizar para definirla y elaborarla.
La respuesta del gobierno ha sido inmediata y consistente en culpar a la subida de los precios del petróleo, ¡siempre el enemigo exterior!, pero eso no justifica que en España los precios hayan subido relativamente más, o que las subidas se hayan producido en actividades económicas que no son las más dependientes del oro negro.
El asunto es otro. La inflación se produce porque los diversos agentes económicos tratan de lograr su mejor cuota posible en el reparto de la renta. Los consumidores, tratando de disponer de sueldos más elevados, y las empresas subiendo directamente los precios. Los grandes propietarios de activos, por su parte, son los más interesados en que se controlen las alzas de precios porque esa es la única manera de que no pierdan valor sus propiedades.
A partir de esa consideración tan elemental se puede uno explicar lo que está ocurriendo.
Hoy día no puede decirse, como ha sido el latiguillo durante los últimos decenios, que los precios suben porque los trabajadores demandan salarios excesivos. Lo que ocurre, en realidad, es que las empresas disponen de demasiadas facilidades y de un gran poder de mercado. Como ya he advertido otras veces en esta columna el gobierno del Partido Popular trata con manga anchísima a las grandes empresas, a los monopolios y a los oligopolios que son los que tienen capacidad efectiva de alterar los precios a su favor. A estas empresas, que luego defienden el mercado cuando hacen discursos ideológicos, en realidad les aterra la competencia. Lo que quieren es gozar del favor del gobierno, como les ocurre a las eléctricas, a Telefónica, a los grandes centros comerciales, a las grandes cadenas hoteleras, a las mayores editoriales, a los grandes distribuidores comerciales…
Ellos son los culpables. Los consumidores nos limitamos a comprobar cómo los servicios turísticos, los libros de texto, los helados de nuestros niños y tantos otros bienes han subido incluso mucho más de lo que dicen las cifras oficiales.
En este contexto se explica que los analistas económicos más afines al gobierno no quieran dar la voz de alarma y que le quiten importancia a los datos de la inflación. Esta vez han de
aguantarse y se mueren de rabia por no poder echarle la culpa a los salarios.
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