Publicado en Temas para el Debate nº 151/2007
La necesidad de que aumenten los beneficios de las empresas para que a partir de ahí haya más inversión y más empleo ha sido uno de los grandes principios retóricos con los que se han querido justificar las políticas neoliberales de los últimos años.
Se afirma que de esta forma se aumenta primero la tarta, lo que sería imprescindible para que luego se pueda repartir mejor. Y en su virtud se han venido aplicando medidas orientadas a mejorar el beneficio empresarial basadas, principalmente, en la reducción de los impuestos, en el control salarial y, en general, en el establecimiento de unas condiciones de entorno que fueran lo más favorables posible para las empresas.
La idea de que primero se hace la tarta y luego se reparte es válida en cuestiones de cocina pero en términos económicos constituye una verdadera falacia puesto que en la actividad económica la producción y la distribución se dan al mismo tiempo. A medida que se produce algo se están ya distribuyendo (más justa o injustamente) las rentas que hay que satisfacer para poder producir, de modo que no es posible esperar para llevar a cabo la distribución. Con posterioridad a la producción/distribución de las rentas lo que en todo caso se puede hacer es re-distribuir los ingresos previamente generados, sobre todo, los que haya podido obtener el Estado.
Eso quiere decir que cualquier modo de organizar la producción de bienes y servicios lleva implícito una pauta de distribución de la renta determinada. Y esa pauta de distribución de la renta no viene impuesta por ninguna ley natural ni económica, sino por la preferencia social predominante que, a su vez, está condicionada o determinada por los equilibrios de poder que haya en la sociedad en un momento dado.
En los últimos decenios, las grandes empresas y grupos financieros han logrado acumular un poder extraordinario gracias al cual han conseguido que el incremento continuo del beneficio se conforme como la preferencia social dominante y a cuyo servicio se han puesto las políticas socioceconómicas.
Naturalmente esta preferencia de los grandes poderes económicos ha tenido y tiene sus límites, unas veces más infranqueables que en otras: la existencia de preferencias alternativas defendidas con más o menos fuerza por partidos políticos o por sindicatos, la competencia entre los grupos de poder, a veces paralizante, e incluso la propia estabilidad del sistema que en ocasiones obliga a ciertas concesiones o a la necesaria regulación de la demanda que impida que se hundan los mercados.
La coincidencia de factores muy diversos (agotamiento de la base tecnológica, poder sindical, crisis energética…) provocó que los beneficios empresariales estuvieran bajo mínimos en los años setenta y ochenta, generándose así una verdadera crisis del capitalismo que como es sabido se manifestó en los desequilibrios tan profundos vividos durante aquellos años.
El pulso social a que dio lugar esa situación se resolvió alterando el equilibrio de poderes entonces existente gracias, sobre todo, al desempleo generalizado que intencionadamente provocaron las políticas económicas adoptadas por los gobiernos. Gracias a ello fue posible abordar la reestructuración productiva y justificar las medidas de control salarial y de pérdida de derechos laborales que fueron haciendo posible la recuperación del beneficio.
Lentamente y con los sobresaltos propios del conflicto social siempre inevitable, esto último es lo que ha ido sucediendo prácticamente en todos los países del mundo y también en España, como muestran las Tablas 1 y 2.
En nuestro país, por ejemplo, el excedente empresarial representaba en 1980 el 40% del PIB de aquel año y alcanzó su nivel más elevado del 44% en 1985 y 1988, mientras que las remuneraciones salariales que representaban el 53% en 1980 eran del 47% y el 48% en estos últimos años.
El ajuste salarial más importante, y por tanto la mayor recuperación del beneficio, se produjo en España entre los años 85 y 88, aunque enseguida se volvió a producir una recuperación de la participación de los salarios en el conjunto de las rentas hasta finales de 1992 como muestra la Tabla I. Aunque no sólo como consecuencia del aumento del excedente, sino también de la mayor recaudación impositiva que iba pareja con la conformación del tardío Estado del Bienestar español.
Sin embargo, lo más destacable de la evolución del excedente empresarial en España durante los últimos años es que su magnitud y peso en el conjunto de las rentas ha aumentado de una forma extraordinaria en el último periodo, desde mediados de1998.
Se trata de un proceso que también se ha dado en el conjunto europeo y que ha llegado a ser calificado por el propio comisario de Economía de la UE, Joaquín Alumunia, como “insostenible”, pero que en nuestro país se produce de forma mucho más agudizada.
Decía Jorge Luis Borges que en la exageración es como mejor se percibe la naturaleza de los fenómenos y es precisamente la evolución de los beneficios en este último periodo lo que mejor permite comprobar la falta de fundamento de los principios que el neoliberalismo utiliza para justificar las políticas que se llevan a cabo.
Los beneficios han aumentado pero no es cierto, como se había argumentado, que eso haya repercutido en un incremento proporcionado de la inversión que haya aumentado el empleo sino que se ha traducido en un aumento de la inversión improductiva destinada a fortalecer la concentración empresarial, la deslocalización o en el desvío de los recursos a los flujos financieros o a la especulación inmobiliaria.
Las relaciones entre los beneficios y el empleo tampoco han sido como se quería aventurar. No es cierto que más beneficios traigan mejores condiciones laborales (que cuando se haya hecho grande la tarta se repartiera mejor) sino que, por el contrario, la pérdida de calidad del empleo y los bajos salarios, el empleo barato, ha sido lo que ha permitido aumentar el beneficio.
Entre 1999 y 2006 las empresas españolas han visto aumentar su beneficio neto en un 73%, más del doble que la media de la UE de los 15 (33,2%), de los 25 (35,4%) o de la zona euro (36,6%) y el dividendo repartido se ha incrementado en un 47%. Sin embargo, no es casual, sino todo lo contrario, que los costes laborales hayan aumentado en ese mismo periodo un 3,7% en España, cinco veces menos que en la Unión Europa (18,2%), o que el 70% de los nuevos empleos generados hayan sido con un salario inferior al salario promedio.
Es especialmente significativo que las empresas españolas que más beneficios obtienen sean precisamente las que resultan generalmente menos ejemplares desde el punto de vista de sus políticas de empleo
Sólo el Banco de Santander que de 1999 a 2006 ha acumulado unos beneficios de unos 26.000 millones de euros ha perdido casi 12.000 empleos en ese mismo periodo, según fuentes sindicales; Telefónica, que solo en 2006 destinó 3.500 millones de euros ha retribuir a sus accionistas, tiene previsto reducir su plantilla en 3.700 empleos en 2007, y datos parecidos se pueden proporcionar de las demás grandes empresas españolas que vienen multiplicando sus beneficios en los últimos años.
Es evidente que el sistema económico en el que estamos necesita del beneficio para acumular y sostenerse pero en los últimos decenios había recurrido al pacto de rentas y a cierto equilibrio distributivo para legitimar ese principio de partida. Cuando esos equilibrios no sólo no se dan sino que se tiende a incrementar las asimetrías hay que buscar la legitimación y el consenso por otras vías, normalmente a través de la sumisión y la manipulación de la realidad a través de los medios de conformación de las ideas y los valores. Por eso resulta tan evidente en nuestra época que el peligro de quitar cualquier tipo de bridas al beneficio desmesurado termina repercutiendo no sólo en el bienestar de los ciudadafnos sino también y más peligrosamente en la calidad de la democracia.
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