Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

"Coletas, pronto no vas a seguir con vida"

Publicado en Público el 10 de junio de 2020

La frase entrecomillada del título es la que apareció en un mensaje de Twitter del concejal de Vox en San Juan de Aznalfarache Manuel Pérez Paniagua. Utilizaba una cuenta falsa con otro nombre para amenazar de muerte no sólo al vicepresidente del gobierno sino a sus «antiguos referentes» y a «los comunistas como tú».

Que haya un individuo que diga semejantes barbaridades, que amenace de muerte en público o incluso que llegue a ejecutar sus amenazas es algo que puede pasar. Si el presidente de Estados Unidos anima a que gente armada entre en la sede de los parlamentos y aplaude a quienes golpean a manifestantes pacíficos, si el líder de un partido político español llama criminal al gobierno, o el director de un medio de comunicación como Jiménez Losantos pide públicamente que se dé un golpe de Estado, no es de extrañar que algún mentecato cometa locuras de ese tipo. Que lo haga alguien en quien una formación política ha confiado para representar a la ciudadanía ya es menos comprensible. Pero lo que a mí me resulta completamente inaudito es que ese tipo de amenazas se estén produciendo día a día y se permitan. Como se están produciendo sin cesar actos de acoso junto a las viviendas de miembros del gobierno.

Yo puedo denunciar ahora lo que están haciendo quienes van a gritar amenazas y a cantar el Cara al Sol junto a la casa de Irene Montero y Pablo Iglesias porque he estado siempre en contra y he condenado los escraches también cuando se le hacían a personas de otra ideología. Siempre creí que se trata de un tipo de protesta inhumana, violencia que no paga sólo el político castigado sino toda su familia y, cuando los hay, niños y niñas que seguramente ni siquiera entiendan lo que está pasando y que pueden quedar marcados para siempre.

Se nos ha llenado la boca de condenas a la violencia, necesariamente y con razón, cuando la sufríamos a gran escala, cuando los atentados nos dejaban impactados y la sangre nos salpicaba, si no materialmente sí al menos emocionalmente. Pero me temo que no entendimos que la violencia que la mayoría detestamos no es sólo la que pone bombas de gran intensidad. Es mucho más. La de gran escala es el corolario de otras formas de violencia más sutiles, al principio casi invisibles, que se van extendiendo como un reguero que termina produciendo la gran explosión. No trato de banalizar haciendo pasar cualquier conflicto de intereses, cualquier enfrentamiento, por algo violento. No se trata de eso.

Me parece que lo que se está empezando a vivir ahora en España no es sólo una controversia política radical, ni el resultado de una exageración verbal detrás de otra. Se puede mirar a otro lado, pero lo que de verdad está gestándose en nuestro país es un clima de violencia auténtica, por muy larvada que esté, aunque sólo se manifieste en estado embrionario. Cuando se multiplican, como se están multiplicando, las amenazas de muerte a los rivales políticos, antes o después se producirán los atentados y asesinatos. Hay procesos, ahí está la historia para corroborarlo, que una vez iniciados no se pueden luego revertir.

Pueden escribirse docenas de artículos señalando que es imposible que un país como España supere con cierto éxito una crisis tan grave como la que estamos viviendo sin no hay unos consensos básicos sobre las medidas que se han de tomar, sea cual sea el gobierno al que le haya tocado hacerlo. A nuestro alrededor tenemos ejemplos de gobiernos de todas las tendencias que están teniendo el apoyo, más o menos crítico pero apoyo al fin, de la oposición. Son los países en donde se han podido tomar las medidas más arriesgadas, pero más eficaces; las más costosas a corto plazo, pero las que garantizan mejores resultados en el futuro. Son los países que sin lugar a duda saldrán mejor de la crisis.

España tiene por delante reformas que son fundamentales, que deberá llevar a cabo cualquier tipo de gobierno que persiga el bien común: hemos de amarrar nuestro sistema sanitario y educativo si no queremos convertirnos en un Estado fallido, debemos garantizar las pensiones públicas que evitan que el 90% de nuestros mayores vivan en la pobreza y hemos de consolidar un sistema de cuidados que no dé los problemas que hemos tenido en las residencias, no podemos dejar que siga creciendo la deuda porque nos explotará en las manos, tenemos que hacer lo imposible por reindustrializar, por evitar la excesiva dependencia de algunos sectores tan volátiles e inseguros como el turismo o la construcción sin renunciar ni dejar de aprovechar el capital que ahí hemos acumulado, tenemos que recuperar nuestro campo para tener seguridad alimentaria, hemos de volver a dar vida a nuestro sistema de ciencia y tecnología, es imprescindible evitar el deterioro tan brutal que está teniendo nuestro medio natural, hemos de regenerar nuestras instituciones, acabar de una vez con la corrupción…. y casi nada de eso se podrá llevar a cabo sin acuerdos muy amplios y transversales.

Además, cualquiera de esas medidas se puede llevar a cabo con un resultado distributivo u otro, es decir, habrá que determinar quién las sufraga en mayor o medida y quién se beneficiará más o menos, o por igual, de sus frutos. Y eso es algo que también tenemos que aprender a resolverlo en paz y con equilibrio porque no puede seguir dándose por hecho que paguen siempre los mismos y que se lleven casi todo los que siempre se lo han llevado.

Nouriel Roubini es un economista y catedrático de la Universidad de Nueva York a quien llaman «Doctor Catástrofe» porque vaticinó con precisión la crisis de 2008. Suele acertar en sus vaticinios y ahora nos advierte de que la crisis del coronavirus ni acabará fácil ni suavemente, sino que traerá consigo «una década de desesperación». Es más o menos lo mismo que dicen otros muchos economistas de gran prestigio y me pregunto si todos estos augurios no son suficiente razón para que los españoles entendamos que no hay otra forma posible de afrontarlos con un mínimo de seguridad que no sea la de grandes pactos. No de cualquier tipo de pacto, lógicamente, sino de los que puedan garantizar mínimos que cualquier persona decente o cualquier partido al servicio de los intereses generales podría suscribir sin problemas: el mantenimiento de los servicios públicos esenciales,  la eficiencia en el gasto, la sobriedad pública y privada y la competencia en los mercados, la solidaridad y la equidad como principios de reparto de las cargas del Estado, el respeto al medio ambiente, la seguridad para nuestra economía y nuestra población, la lucha contra la corrupción y la erradicación del clientelismo en nuestras instituciones… por citar simplemente algunos elementales.

En fin, como he dicho, podrían escribirse docenas de artículos para justificar que acabar con la violencia que levanta cabeza y con el enfrentamiento constante es imprescindible si se quiere que la economía española no se derrumbe en perjuicio de todos. Pero es que no se trata de salvar sólo a la economía. Es que nos estamos jugando la convivencia y la vida.

O aquí nos metemos de una vez en la cabeza que España no es de nadie en particular y que no puede ser sólo como a una parte de los españoles les parezca que tiene que ser España, o nos vamos a precipitar todos por el barranco.

Y hay que decir bien claro que la responsabilidad de lo que está pasando no es la misma en todos porque no todos estamos insultando, ni todos estamos amenazando de muerte, ni todos generamos violencia, ni todos padecemos el mismo sectarismo, ni nos estamos comportando de la misma forma.

Hace unos días, Manuel Vicent escribía una columna en El País en la que describía bien claro lo que nos está pasando: «Por organismos internacionales de toda solvencia España ha sido declarado el mejor país del mundo para nacer, el más sociable para vivir y el más seguro para viajar solos sin peligro por todo su territorio. Según The Economist, nuestro nivel democrático está muy por encima de Bélgica, Francia e Italia». Y después de enumerar una larga lista de actividades, hechos o conquistas en las que España destaca incluso como primera o segunda potencia mundial, Vicent concluía: «Todo esto demuestra que en realidad existen dos Españas, no la de derechas o de izquierdas, sino la de los políticos nefastos y líderes de opinión bocazas que gritan, crispan, se insultan y chapotean en el estercolero y la de los ciudadanos con talento que cumplen con su deber, trabajan y callan».

Frente a esos bocazas, y mucho más ante quienes son algo bastante peor que eso porque están llegando a la acción, sólo caben dos posibles respuestas y me parece que la una impulsa a la otra.

La primera es la de esas otras personas, los «ciudadanos con talento» que, hasta ahora, como dice Vicent, vienen cumpliendo con su deber trabajando y callando. Ya es la hora de que no se callen, que lo mismo que salieron a los balcones a aplaudir a los sanitarios, alcen de una vez su voz para reclamar concordia y entendimiento, para pedir que se impida sembrar violencia, que no se grite sino que se dialogue, que no se crispe sino que se ofrezca la mano, que no se insulte sino que se tenga respeto, que se aísle a quien quiera chapotearse en los estercoleros.

No podemos seguir callados.

La segunda respuesta es la de las instituciones. ¿Cómo es posible que no se tomen medidas ejemplares cuando, sea quien sea, ofende de la manera que se está ofendiendo, cuando se insulta de manera tan ilegítima y grosera, cuando se miente a sabiendas provocando odio y enfrentamiento civil, cuando se amenaza incluso de muerte? ¿No será que también hay demasiados bocazas en las instituciones?

No es tarde, pero vamos con retraso.  Si los bocazas de los que habla Vicent han llegado ya a las instituciones, los locos que aprieten el gatillo pueden comenzar a actuar en cualquier momento en nuestras calles. Hay que reaccionar pacífica y democráticamente contra la barbarie que avanza a paso de gigante y lo más efectivo es empezar -insisto, pacífica y democráticamente- a no callarse.

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