La reciente ejecución en Cuba de tres terroristas convictos es otra expresión de la sinrazón y la barbarie que parecen haberse adueñado del mundo.
He defendido siempre la revolución cubana. Son muchos los defectos e incluso las perversiones claramente visibles en la economía y el gobierno de Cuba, pero me parece que no se puede pedir que una sociedad sometida a un acoso constante y a un bloqueo criminal e injusto proporcione, en esas condiciones, los resultados de bienestar y progreso que podría alcanzar en condiciones de libertad y respeto a la opción plural de los pueblos.
Me parece que los ciudadanos progresistas del mundo tenemos la obligación de ser solidarios con los procesos de liberación, como el cubano, pero ello no puede suponer nunca el silencio cuando se detectan errores.
La aplicación de la pena de muerte en Cuba es, sencillamente, la renuncia de ese país, ejemplar en tantos otros órdenes, a situarse en un plano ético superior frente a otros países, como principalmente Estados Unidos, que la aplican.
Los españoles demócratas nos revolvimos y salimos a la calle cuando el dictador Franco aplicó sin misericordia la pena de muerte poco antes de morir. Son países como Estados Unidos, China, Irán y Arabia Saudí donde se aplican el 90 por ciento de las ejecuciones que se conocen para vergüenza del mundo, y precisamente el Presidente Bush se destacó en su Estado por su diligencia y sangre fría a la hora de ordenar en numerosas ocasiones la ejecución de delincuentes.
Lamentablemente, es preciso decir que con la ejecución de los secuestradores Cuba se sitúa en el mismo lado en el que han estado personajes como Franco, Bush o los sátrapas sauditas.
No se trata de negar el derecho inalienable del pueblo cubano a legislar según su conveniencia y principios. Un derecho, precisamente, que Estados Unidos trata de violar constantemente y que merece, por el contrario, el apoyo solidario de cualquier demócrata. Como tampoco se puede negar a Cuba el derecho (que, por el contrario merece ser apoyado) a defenderse de una insidiosa y constante intervención criminal norteamericana. Pero el problema es otro.
Lo que ocurre es que es imposible concebir el socialismo en cuya defensa dice actuar el régimen cubano sin que se trate de una forma social y de gobierno que, entre otras cosas, implique efectivamente su superioridad moral frente a las demás formas sociales, la garantía del ejercicio permanente de los derechos humanos y un respecto ilimitado a la vida humana. Y eso es radicalmente incompatible con la pena de muerte.
Somos muchos los que estamos saliendo a las calles de nuestras ciudades en los últimos tiempos para pedir la paz y el fin de las guerras. Salimos a la calle, no porque queramos condenar en abstracto la aberración de la guerra, sino porque queremos maldecir cualquier violencia innecesaria que se ciega sobre los seres indefensos y también la que es la simple expresión del poder de unos seres sobre otros. Cuando gritamos no a la guerra, estamos pensando que la paz no puede ser el silencio de los cementerios, o el vacío que deja tras de sí cualquier ejecución. Cuando gritamos para exigir la paz, estamos gritando también para evitar que en ningún lugar del mundo se aplique la pena de muerte. Ni la que implica la orden de ejecución de un tribunal, ni la silenciosa que lleva consigo el reparto injusto de las riquezas de este planeta.
Desgraciadamente, a partir de ahora, cuando sigamos gritando paz estaremos también gritando contra el régimen cubano por aplicar la pena de muerte.
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