Publicado en La Opinión de Málaga. 23-03-2004
En 1564, el Papa Nicolás V concedió, en nombre de Dios, “facultad y libertad plena al rey Alfonso (de Portugal) para invadir, conquistar, expugnar, reducir y subyugar todos los reinos, ducados, principados, dominios, posesiones y bienes muebles e inmuebles de los sarracenos y paganos y otros enemigos de Cristo, y de reducirlos a perpetua esclavitud». Años más tarde, los nazis grababan las hebillas de sus soldados con la inscripción “Gott mit uns” (Dios con nosotros).
Desgraciadamente, no fue la última vez que se invocaba a Dios para matar y hacer daño.
Vivimos una época en la que el mundo dispone de más medios que nunca para poder vivir en paz y de recursos suficientes para poder satisfacer con desahogo las necesidades humanas. Pero, en un solo día, el periódico que tengo delante informa que Israel desata en Gaza una guerra sin cuartel en la que mueren cientos de mujeres, hombres y niños y niñas indefensos; que un español cae herido en Irak; que se acaban de descubrir nuevas imágenes de torturas llevadas a cabo por soldados estadounidenses; que docenas de colombianos huyen acosados por fuerzas paramilitares. Y, para colmo, muestra otro testimonio espeluznante: “maltrato a mi mujer desde hace ocho años”, reconoce otro criminal que quizá tengamos algo más cerca.
Lo sorprendente es que detrás de tanta violencia, detrás de tanto odio y de tanta maldad, detrás de la mentira que oculta las vergüenzas de las guerras, y detrás de la sangre que baña el dolor sembrado tan inútilmente haya casi siempre una invocación a Dios.
El rabino más influyente de Israel afirmaba hace tiempo que «es un pecado no votar por Sharon», porque hay que combatir a los palestinos que son las “víboras” que “Dios lamentó haber creado”. El general Eitam, dice para justificar los crímenes de Israel que la singularidad de su pueblo es que “somos los únicos del mundo que hablamos con Dios».
Más o menos por el mismo tiempo, el lider palestino Abdel Asis Rantisi, que luego sería asesinado, decía en la universidad islámica de Gaza que «los acontecimientos no son movidos por cambios ciegos ni por el azar, sino por la mano de un Dios justo y fiel».
El propio Bush ha reconocido que su vida cambió, como la de un San Pablo cualquiera, a los cuarenta años. Uno de sus viejos amigos declaró a la revista Newsweek que lo que sucedió en realidad es que, después de una borrachera mayor de lo normal, Bush “dijo adiós al [whisky] Jack Daniels y dio la bienvenida a Jesucristo”.
Lo cierto es que desde entonces actúa como un verdadero fundamentalista. El ideólogo David Frum, que fue quien acuñó la expresión “eje del mal” y autor de muchos discursos de Bush, acaba de publicar un libro en el que cuenta su experiencia sobre lo que pasa en la Casa Blanca. «A usted no se le ha visto en la sesión de estudio de la Biblia», le dijeron a Frum a poco de aterrizar por allí. Preguntó si es que era obligado ir y le contestaron que «si bien no es obligatorio, tampoco es opcional».
Al matrimonio Bush le gusta que se sepa que se van a la cama a las diez de la noche y que marido y mujer oran juntos antes de dormir. El propio presidente ha manifestado su privilegiada relación con Dios. En 1998 confesó al telepredicador James Robison: “He escuchado la llamada. Creo que Dios quiere que me presente a las elecciones presidenciales”.
Su equipo presidencial está repleto de personas que como él se consideran especialmente ungidos y proclaman su interpretación radical de los textos sagrados. Su primer compañero de lecturas bíblicas es Don Evans, quien ahora ocupa la secretaría de Comercio. Entre sus asesores están Karl Rove, un diácono de la ultraderecha religiosa, o el incendiario periodista y teólogo Mike Gerson. Su fiscal general es John Ashcroft, un ultraconservador contrario a los anticonceptivos pero incondicional de la pena de muerte, y reconocido como un fanático a quien le gusta decir que “en América no tenemos rey, tenemos a Jesús».
El líder del país más potente del mundo se siente a sí mismo como la cabeza de una cruzada y responsable de una misión divina que cumplir. En abril del año pasado, George Bush declaraba a The New York Times: “Tengo una misión que realizar y con las rodillas dobladas pido al buen Dios que me ayude a cumplirla”. La misión, como sabemos, no era otra que declarar una guerra ilegítima que violaba todas las leyes internacionales y la voluntad de la inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo.
Bob Woodward, uno de los dos reporteros del caso Watergate, le pregunta a Bush en su último libro sobre la guerra de Irak si consultó con su padre y le contesta: “Sabes, hay un padre más alto al que yo apelo”.
No obstante, lo más significativo no es solamente que todos estos dirigentes tengan en su boca constantemente a Dios para justificar cuanto hacen, sino el concepto que tienen de Dios. Otra de las personas muy influyentes en Bush, y a quien confesó su impresión de que Dios quería que fuese presidente, es Richard Lamb, presidente de la Comisión sobre la Libertad de Etica y Religión de la Convención Bautista del Sur de Estados Unidos. En un programa de televisión en el que reveló la confidencia manifestó también cuál es su idea de Dios: “el problema con la izquierda es que algunos no creen que Dios tiene partido“.
Exactamente. Están convencidos de que Dios es de los suyos. Es lo que creen y eso les permite luchar, matar y morir sin tener que preguntarse nada más. Dios se lo pide y ellos lo llevan a cabo. “¿Qué podemos hacer?, es la voluntad de Dios?” nos dirán, cuando les reprochamos el expolio, la injusticia, y la sinrazón que hay detrás de sus decisiones.
El drama es que no sólo ellos piensan así. Al poco de declararse la guerra, el clérigo Abdel-Ghafour Al-Quisi sermoneaba en Bagdad, con un Kalashnikov sobre su púlpito: “Que Dios llene de terror el corazón de nuestros enemigos y que mande contra ellos soldados invisibles”.
¡Maldita la violencia y malditos los criminales que utilizan a Dios para justificar el robo y la tortura, la mentira y la muerte!
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