Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Economía de la televisión: nuevos horizontes de la industria audiovisual

En  Revista de Economía, nº10, 1.991.       

Por razones tan diversas como poco justificadas, los economistas no han solido prestarle a los aspectos económicos de las industrias culturales y de la televisión en particular una atención semejante a la que merecen otros sectores quizá con menor dimensión y trascendencia social.

Sin embargo, es un lugar común que la industria televisiva moviliza enormes cantidades de recursos (humanos, financieros, creativos,…), que sigue atrayendo el mayor porcentaje de la inversión publicitaria y que la naturaleza de su «mercado» no es indiferente a relevantes problemas sociales, económicos, políticos o culturales que afectan a las sociedades modernas.

Además, desde muy recientemente se vienen produciendo cambios muy importantes y significativos en la industria televisiva europea, cambios que afectan a la estructuración de su oferta, a la naturaleza de los productos finales que reciben los telespectadores y al grado en que pueden satisfacerse sus demandas.

Como en tantos otros ámbitos de las relaciones sociales, los economistas pueden proporcionar criterios y predicciones sobre estos fenómenos que ya se van revelando como acertados, aunque no siempre sean asumidos por los políticos o los grandes empresarios del audiovisual.

Características económicas de la industria televisiva.

La emisión de programas de televisión requiere disponer de frecuencias adecuadas para ello. Puesto que éstas frecuencias son escasas, es preciso establecer un orden preciso de emisión que garantice la ausencia de interferencias. Como en otros casos, se hace necesario disponer de un sistema de asignación que sea lo más eficiente posible.

Al igual que sucede con otros recursos escasos, las frecuencias podrían ser asignadas por diferentes procedimientos: sorteos, concesiones administrativas, discrecionalidad administrativa o por medio del mercado.

Este último sistema debería ser el que, de conformidad con la teoría económica convencional, proporcionase el mayor grado de eficiencia.

Sucede, sin embargo, que la televisión constituye -en el caso general- lo que los economistas llamamos un «bien público», cuya provisión no puede ser realizada mediante el sistema de precios de mercado.

El consumo de televisión es «no rival», es decir, que su consumo por parte de alguien no impide que también lo realice otra persona. No se puede excluir del consumo a quien no hubiera pagado el precio impuesto a la recepción de una determinada emisión o programa (salvo en el caso todavía minoritario de la televisión de pago).

Estas circunstancias hacen que el sistema de precios como catalizador del intercambio no garantice soluciones eficientes en la industria televisiva. Puesto que a nadie se puede excluir del consumo si no paga, muchos optarían -racionalmente- por no hacerlo. Eso significa que el coste marginal de la producción televisiva es nulo: que no hay coste adicional por el incremento en el consumo de un televidente más.

La teoría económica predice que no se alcanzará el necesario nivel de eficiencia cuando el precio sea diferente del coste marginal y eso determina, según lo señalado, que para alcanzar soluciones eficientes de intercambio el precio de las emisiones de televisión debería ser también cero.

Si el sistema de precios no funciona, quiere decirse que éstos no podrán ser el medio que permite la recuperación de la inversión realizada. La asignación de frecuencias no puede llevarse a cabo por un sistema de mercado, puesto que no habría precios capaces de reintegrar el coste que conlleva el uso productivo de la frecuencia.

Esa es justamente la gran cuestión de la economía de la televisión: se requiere una producción muy costosa y se busca la rentabilidad. Pero el producto debe proporcionarse gratuitamente a los consumidores.

Aunque el coste marginal de la emisión televisiva es nulo, los costes totales de su provisión son, por el contrario, muy elevados, como consecuencia de la necesidad de complejas infraestructuras y de las altas inversiones necesarias para llevarla a cabo. Esto provoca la existencia de altas barreras de entrada a los mercados y, consiguientemente, que se produzca una fuerte tendencia a la conformación de monopolios u oligopolios para poder así conseguir las economías de escala necesarias.

La tendencia hacia la formación de mercados muy imperfectos se fortalece además por una característica singular de las mercancías culturales. Su realización está sujeta a una alta dosis de incertidumbre, como consecuencia de su caracter prototípico y del muy alto contenido de creación e investigación que incorporan.

Finalmente, no se puede olvidar la trascendencia de la televisión en el mantenimiento de las estructuras de dominación política y en la conformación de las actitudes de los individuos ante el conflicto o el consenso social que impide que la oferta sea transparente y completamente libre.

Estas características dan lugar a que la industria televisiva no pueda generar un mercado propio (entendido éste como un sistema de intercambio a través de los precios) y que, por tanto, las fuentes de financiación deban ser de «no mercado»: asumidas por el Estado o grupos privados de capital, procedentes de otro mercado ajeno al ámbito estricto del intercambio comunicacional, como es el mercado publicitario, o derivadas de sistemas híbridos (como el canon) que tampoco son expresión fiel del sistema de precios.

La regulación estatal de la industria televisiva.

Por las razones señaladas resulta que el Estado alcanza a tener una función esencial en la ordenación de los intercambios que se generan en torno a la producción y distribución de espacios televisivos, bien porque las asume íntegramente como asunto de dominio público, bien porque establece las condiciones de entrada al mercado concediendo licencias de emisión, bien porque determina el alcance con que el mercado publicitario puede afectar a la industria.

Ahora bien, aunque la regulación del mercado es imprescindible el alcance de la regulación del Estado no es siempre el mismo y, de hecho, se puede afirmar que una característica primordial de los diferentes sistemas televisivos es la diversidad de formas de regulación existentes.

Mientras que (salvo en el llamado modelo norteamericano) el inicio de la televisión estuvo ligado a su concepción como servicio público y la financiación asegurada por los propios Presupuestos del Estado (bien en su totalidad, bien asumiendo los déficits generados), diversas circunstancias han modificado este sistema en los últimos años, hasta el punto de que hoy día apenas si quedan ofertas televisivas de titularidad exclusivamente pública.

Entre ellas destaca el que la aplicación generalizada de tecnologías de la información a los sistemas productivos ha modificado las condiciones de realización de las mercancías. Se dispone de mucha mayor versatilidad en la producción de casi todas ellas y la competencia por medio de los precios se ha sustituído -en una gran medida- por la competencia mediante la imagen de producto. Ello hace más necesario desarrollar estrategias de penetración en el mercado. Se multiplican las exigencias de «imaginación» de los productos por los consumidores y de generación de nuevas necesidades. Eso ha hecho de la publicidad un recurso estratégico, muy necesario para la rentabilización y, en consecuencia, altamente rentable.

Este impulso del mercado publicitario trajo consigo la posibilidad de financiar un mayor volumen de espacios audiovisuales como soporte de mensajes publicitarios, lo que hacía más segura la inversión en la industria a la par que ofrecía umbrales de rentabilidad más atractivos.

Además, el desarrollo tecnológico ha abaratado también de forma notable la infraestructura necesaria para la codificación que es necesaria para el desarrollo de la televisión por suscripción o de pago.

En definitiva, se han multiplicado las posibilidades de beneficio en el sector audiovisual, posibilidades que, durante muchos años, no se basaron más que en la venta de aparatos. Ahora se han abierto nuevas y quizá definitivas posibilidades para recuperar inversiones y obtener rendimientos para el capital privado.

Es en paralelo con estas circunstancias que se viene llevando a cabo un amplio proceso (convencionalmente denominado «desregulador») tendente a favorecer la participación o penetración del capital privado en éstos nuevos mercados y que ha puesto en crisis el modelo televisivo de servicio público.

Lo que generalmente se conoce como desregulación es más bien una regulación de diferente alcance (o una «desestructuración del sector público» como dice Miége), no menos intervencionista pero en un sentido ordenador radicalmente distinto. No se trata en modo alguno de que el sistema audiovisual pase a ordenarse autónomamente (que quede desregulado en sentido estricto) sino de que el Estado establezca las condiciones para que los intereses del capital privado puedan beneficiarse de expectativas de beneficio antes inexistentes. Y para lo cual, en ausencia del mecanismo de precios, sigue siendo necesaria una regulación precisa del Estado.

Una primera fase de esta nueva regulación (o re-regulación, como se ha dicho a veces) consistió en la consolidación del impulso del mercado publicitario, permitiéndose la cada vez mayor presencia de espacios de esta naturaleza en la programación y obligando a las empresas de televisión a renunciar a la tutela financiera del Estado, haciéndolas depender (cada vez en mayor medida) de los ingresos por publicidad.

Posteriormente, se quebró de hecho el tradicional sistema de servicio público permitiendo la aparición de cadenas privadas. Pero este último proceso no puede entenderse sin tener en cuenta que es el Estado quien desarrolla y financia en su mayor parte las infraestructuras así como las redes necesarias para la exclusión, lo que implicará un mayor impulso del sector de las telecomunicaciones, una mayor renuncia a financiar el desarrollo de las televisiones públicas y la configuración de nuevos espacios tecnológicos adecuados para la rentabilización futura del capital privado.

De continuar estas tendencias, el final de estos procesos de nueva regulación no podrá ser otro que la renuncia del sector público a erigirse en competidor de las emisoras privadas; bien renunciando para ello a los ingresos publicitarios, bien excluyéndose del ámbito de la televisión de pago, bien por no ganar espacios en los mercados intermedios de la creación, la producción y, sobre todo, la distribución.

Televisión concurrencial: )solamente la privada?.

La forzada quiebra del modelo de televisión de servicio público se ha basado en una amplia difusión de que ésta comporta la ineficiencia en la provisión del servicio televisivo típica de los monopolios, mientras que la competencia de emisiones privadas lleva consigo la diversificación, la libertad de elección y, por lo tanto, la mejor satisfacción de la demanda.

Efectivamente, la teoría económica demuestra que cualquier mercado de competencia proporciona soluciones de provisión caracterizadas por una mayor eficiencia, puesto que, a medida que el poder de monopolio es mayor, se logra una menor provisión del servicio y a un mayor precio.

Sin embargo, esta predicción es aceptable sólo cuando se trata de sistemas de intercambio regulados por el mecanismo de los precios. Mecanismo que, como señalé, no puede funcionar en el caso de los bienes públicos.

Los criterios para valorar la eficiencia y la optimalidad en la satisfacción de la demanda en la industria televisiva deben ser necesariamente otros. Se debe tratar de conocer en qué condiciones se alcanza una provisión del servicio efectivamente más diversificada, a menor coste para el consumidor, con menores costes sociales y sin generar mecanismos de exclusión que den lugar a una subprovisión de la demanda.

La financiación de la televisión por los presupuestos públicos puede comportar problemas muy variados que afectan a la naturaleza del servicio, a su calidad y al nivel de satisfacción que proporciona.

Esta financiación detrae recursos de otras actividades y es soportada por todos los ciudadanos, independientemente de que consuman o no el servicio televisivo.

Al depender del burócrata la provisión del servicio, la satisfacción de la demanda dependerá de que éste acierte o no a reconocer los deseos de los consumidores. La dificultad con que pueden revelarse las funciones de preferencias colectivas, si no existen mecanismos institucionales de participación y control plenamente democráticos, incentivan el protagonismo del burócrata y éste, muy posiblemente, tenderá a maximizar su propia función de utilidad más que la colectiva (entiéndase, quizá, sus propios intereses políticos, ideológicos o partitocráticos).

En segundo lugar, la financiación estatal puede incentivar que no se tomen en cuenta rigurosamente los costes que conlleva la producción televisiva y que ésta sea ajena a cualquier criterio de racionalización económica. Esto puede dar lugar al desarrollo de empresas públicas de televisión sobredimensionadas (incluso en relación con la rentabilidad social y no de balance que persiga) y despilfarradoras.

Por último, este sistema de financiación puede ir acompañado de mecanismos de control politizados, muy dependientes de los gobiernos y suceptible de una fuerte manipulación.

Sin embargo, la financiación por la vía de los Presupuestos del Estado tiene sus ventajas.

En primer lugar, evita recurrir predominantemente a otros sistemas (especialmente el publicitario) cuyos efectos pueden llegar a ser tanto o más negativos para la comunicación audiovisual libre y auténtica.

En segundo lugar, garantiza la producción y emisión de programas que no serían realizados si sólo se atendiese a criterios de rentabilidad.

Por último, la salvaguarda financiera que suponen los presupuestos públicos permite hacer frente a los costes de la descentralización, de la segmentación de la producción y, en suma, de acercar al espectador a las instancias de decisión.

Naturalmente, un mecanismo que garantizase estas ventajas y no llevara consigo sus inconvenientes debe basarse necesariamente en el desarrollo de sistemas rigurosos de revelación de las preferencias colectivas, en la adopción de criterios de racionalización en la dimensión y organización empresarial y en el establecimiento de sistemas de control y participiación ciudadana mucho más avanzados, seguramente, que los que suelen ser consustanciales a los actuales sistemas partitocráticos de nuestras democracias.

Cuando la financiación de la emisión televisiva es la publicidad (como necesariamente ha de ser en la televisión pública o privada que no sea de pago) la recuperación de la inversión y la realización de beneficios requiere la venta del mayor volumen posible de espacios publicitarios y ésto, como es sabido, sólo se puede alcanzar si se asegura la mayor audiencia posible, la máxima recepción del impacto publicitario.

Por ello, la concurrencia audiovisual en un sistema comercial no persigue ofrecer a la audiencia la mayor y más variada cantidad de servicio al precio de mercado, sino que trata de abarcar la mayor audiencia que hace posible la rentabilización publicitaria y con ella la de la empresa televisiva.

La competencia comercial se dirige a alcanzar esta mayor franja y la estrategia de la competencia, en lugar de ser la diversificación que comporta mayores posibilidades de elección, es la de la redundancia y la reiteración. La concurrencia comercial, condenada a garantizar el mayor impacto publicitario, puede llevar consigo más canales, pero no comporta necesariamente mayor concurrencia de programas, que en definitiva es la expresión auténtica de la más amplia satisfacción; termina por homogeneizar el producto, tal y como predice el análisis teórico y como ponen de relieve los estudios empíricos de todo tipo.

El objetivo de maximización de audiencias tiende a banalizar el producto haciéndolo repetitivo y de gusto mediocrizado, condiciona la programación y su distribución horaria, impide que ésta equilibre la información, la cultura y el entretenimiento por su tendencia a espectacularizar los contenidos y tiende a convertir los programas en simples escaparates de productos comerciales, por la vía de la sponsorización o el merchandising.

Tampoco es evidente que la televisión de pago o por suscripción provea más eficientemente el servicio televisivo.

Aunque este sistema puede revelar más nítidamente las preferencias de los consumidores (se paga por lo que se desea), es el menos eficiente de los sistemas de financiación. Aunque comporta exclusión, ésta no es total y los costes marginales siguen siendo nulos, por lo que, al establecerse un precio, conlleva la mayor divergencia entre éste y el coste marginal.

A menos que el productor tenga un conocimiento perfecto de las curvas individuales de demanda, el mercado proporcionará soluciones de infraprovisión (consecuencia de que el precio sea mayor que el coste marginal), independientemente de que se trate de una oferta competitiva o monopólica.

Los análisis realizados muestran -tal y como predice la teoría- que la televisión de pago ofrece una mayor variedad de programas a costa de niveles de consumo subóptimos (es decir, de mayores franjas de demanda sin acceso al servicio). Al igual que en el caso de financiación por ingresos publicitarios, se tiende a reducir el coste de los programas y a dejar insatisfechos a grupos de audiencia no mayoritarios o con demanda más selectiva.

Si a todo ello se une el coste mismo de la exclusión, se pueden establecer varias predicciones: que el precio (siempre más elevado incluso que el correspondiente a una hipotética solución de equilibrio competitivo) no será realmente la expresión de la preferencia de la demanda, que el alcance de la provisión del servicio por éste sistema dependerá de otras variables como la calidad del producto ofertado y que su provisión dependerá más bien del coste de otros servicios sustitutivos (cine, video doméstico,..).

Sin embargo, la televisión de pago puede proporcionar soluciones de provisión eficientes si la oferta de canales es muy elevada y ello incluso permite aventurar que la televisión pública pudiera ofertar eficientemente determinados servicios de pago, quizá especializados, aprovechando las economías de escala y de integración que le son propias y sin que ello tenga que suponer, en un futuro en que este sistema dispondrá necesariamente de infraestructuras de exclusión menos costosas, una renuncia a la vocación de servicio público mayor que la que comporta, por ejemplo, la financiación publicitaria.

La cuestión, por lo tanto, no puede estribar en dilucidar simplemente si la oferta televisiva debe ser pública o privada. Ambos sistemas pueden comportar la misma ineficiencia, idéntica insatisfacción y semejante supeditación a los intereses comerciales.

De hecho, es la financiación publicitaria lo que desnaturaliza el diseño de la programación y lo que resuelve la ecuación de la demanda en términos del necesario ingreso publicitario y no en función del interés del espectador. Bajo condiciones de emisión dictadas por la presión publicitaria, éste se ve inevitablemente abocado a sufrir la reiteración y la estandarización, quedando inmerso en lo que Riesman denominó el «espectro de la uniformidad» que es imprescindible para rentabilizar la programación del espacio publicitario.

En teoría, por lo tanto, la concepción de la televisión como servicio público no tiene por qué llevar consigo menor gama de elección, siempre que la producción, en lugar de tratar de alcanzar la maximización de la audiencia, trate de maximizar la satisfación de las diferentes franjas de ésta, diversificando los programas sin el condicionante publicitario. Y, desde luego, siempre que se establezcan mecanismos adecuados de control y representación que eviten la manipulación política o la espúrea supeditación de las demandas comunicacionales a los intereses de partido o grupo (lo que, por cierto, puede también suceder en la televisión comercial privada).

La mejor alternativa a un servicio público comercializado ((o incluso manipulado!) no tiene por qué ser necesariamente la oferta comercial privada de televisión. La teoría económica más simple advierte que la realidad presenta matices que los intereses comerciales o políticos no siempre desean desvelar.

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