La economía capitalista en la que vivimos categoriza a los seres humanos como «agentes económicos», que lo son únicamente en la medida en que intervienen de una u otra forma en relaciones de intercambio expresadas a través de lazos monetarios. Se conoce como paradoja de Pigou, un conocido economista, el hecho de que el Producto Interior Bruto de un país disminuya si un caballero se casa con su ama de llaves. Aunque ésta siguiera haciendo las mismas tareas en su domicilio, se supone que una vez desposada ya no iba a cobrar por realizarlas, lo que implicaría que sus labores domésticas ya no se computarían como verdaderas actividades económicas. Los viejos juristas decían que lo que no está en el código no está en el mundo. Y más o menos así se piensa en la economía convencional, sustituyendo claro está el código por el universo de lo monetario.
De hecho, a las personas que, por cualquier razón, no muestran su deseo de incorporarse a las actividades laborales que se concretan en la percepción de un salario monetario se les incluye en la categoría estadística de «población inactiva». Las amas de casa, los estudiantes, la actividad que se desarrolla en una ONG, el cuidado de nuestros mayores, la actividad destinada a obtener medios de subsistencia pero que no está retribuida monetariamente, en fin, todo lo que no ha pasado por el filtro del dinero, no está en el mundo de la «actividad económica». Por supuesto, entonces, hablar de personas mayores, ya jubiladas, implica hablar, en términos económicos, de personas que están fuera de la economía, al margen del universo mercantil en el que se sustancia la satisfacción personal y la felicidad de los seres humanos en nuestras sociedades capitalistas. Son, simplemente, inactivos.
Lógicamente, categorizar así la vida social, dejando fuera del concepto de «actividad económica» a una parte tan importante y necesaria de la actividad humana orientada a garantizarse el sustento es una de las grandes limitaciones de la economía convencional a la hora de proporcionar claves intelectuales que permitan alcanzar una satisfacción humana efectiva. ¿Qué se puede esperar de un conocimiento que se reputa la respuesta científica al problema de la satisfacción de las necesidades que deja fuera de su análisis a lo que se calcula que representa más de la mitad del esfuerzo humano dedicado a satisfacerlas?
Lo que ocurre, sencillamente, es que toda la estructura de conocimiento de la economía convencional no se centra realmente en el problema de la satisfacción humana, sino en la búsqueda de las condiciones que pueden permitir obtener el mayor beneficio privado posible para los propietarios de los recursos. Quienes con su dotación de recursos más escasa o inexistente no pueden entrar en el mundo de las relaciones mercantiles no pueden acceder a la impersonal condición de agentes económicos.
La preocupación teórica de la economía convencional radica, a lo sumo, en establecer las condiciones en que la satisfacción puede alcanzarse a través de las relaciones de mercado, más en particular, como resultado de poner al servicio de otros los recursos de los que cada uno es propietario. De hecho, comprobamos con certeza que en la economía capitalista no se produce para satisfacer, sino para lucrarse, y por ello sólo los que poseen recursos monetarios suficientes pueden disfrutar de la producción de bienes y servicios. No hay otra condición posible de satisfacción posible en el capitalismo.
Naturalmente, eso es lo que explica que el capitalismo sea un sistema económico cuyo inevitable corolario sea la gran insatisfacción humana, la frustración en la que viven miles de millones de personas. Puesto que los recursos nunca fueron repartidos originariamente con igualdad, la propia dinámica de los mercados acentúa las desigualdades iniciales y la insatisfacción.
Como sabemos, un estado social tan injusto y tan frustrante ha dado lugar siempre a conflictos más o menos contundentes y a demandas continuadas de un reparto más justo, lo que ha obligado a establecer a lo largo de la historia mecanismos más o menos potentes de redistribución, es decir, de reparto a partir de la desigualdad de llegada, para evitar la deslegitimación del sistema que llevaría consigo la insatisfacción generalizada. El alcance real de esta redistribución no puede infravalorarse, pero tampoco cabe olvidar que hoy día las tres quintas partes de la Humanidad viven en condiciones verdaderamente insatisfactorias. Los datos que conocemos bien claramente y que no es necesario que repita aquí muestran nítidamente hasta qué punto la satisfacción de las necesidades humanas más básicas sólo está al alcance de una parte mínima de la población del planeta (ver, por ejemplo, los Informes anuales sobre el Desarrollo Humano de del PNUD).
La vejez y la lógica social del mercado
Me parece que es imprescindible considerar este contexto para tratar de abordar la problemática de la vejez desde la perspectiva de la economía. Puesto que las personas mayores ya no están en el mercado, las condiciones para satisfacer sus necesidades dependen de procesos que la lógica de lucro capitalista no sólo no fortalece, sino que más bien tiende a debilitar. Esto puede parecer una simplicidad pero a mi modesto entender es bastante relevante: una economía que sólo puede proporcionar satisfacción a quien tiene recursos suficientes o a quienes intervienen en las relaciones de mercado, deja inevitablemente fuera de la satisfacción a una parte principal de la población. De hecho, incluso eso es también responsable de que no todos los seres humanos tengan la misma posibilidad de llegar a ser viejos, como muestra el hecho de que la esperanza de vida tenga una estrechísima correlación con las condiciones económicas personales y medio ambientales.
Para obtener los bienes y servicios que requiere la vida material o social, los mayores deben disponer de recursos que sólo podrían venir de dos fuentes.
a- la generación de un fondo de recursos «ahorrado» a lo largo de la vida. Esto es lo que en términoseconómicos se denominaría un fondo de pensiones por vía de capitalización, es decir, formado por sucesivas aportaciones que se van «capitalizando» o aumentando de valor en la medida en que se manejan por instituciones que tratan de proporcionarle rentabilidad. No hace falta decir que esas instituciones son las que se llevan la gran parte del beneficio obtenido, y las primeras que ponen pies en polvorosa cuando, como suele ocurrir más tarde o más temprano, las condiciones financieras no le son favorables.
b- Disfrutar de un ingreso que provenga de lo que los economistas llaman un sistema de pensiones de «reparto». Este consiste en que los trabajadores van aportando una parte de sus salarios a un fondo desde donde se destinan recursos a los trabajadores que en ese momento ya están fuera del sistema laboral, que están jubilados, lógicamente, sobre el supuesto de que en el futuro otros trabajadores harán lo mismo para que los que se jubilen entonces también dispongan de pensión.
El problema de todo esto es plural. Por un lado, no todas las personas que llegan a la vejez han tenido la posibilidad de disfrutar de recursos monetarios, bien para ahorrar por sí mismos, bien para contribuir a un sistema general que luego le proporcione pensiones. Como he señalado, bastante más de la mitad de la población está en esta situación, lo que da lugar a que, ya mayores, tengan que depender de que se establezcan mecanismos de auténtica caridad pública para que no terminen sus vidas en la indigencia. Eso es lo que explica que los niveles de pobreza sean siempre muy elevados en esta franja de la población. En España, por ejemplo, la generalización de las políticas sociales ha sido muy tardía, y como la mujer se ha incorporado a las relaciones laborales muy tarde (a pesar de que trabajan mucho más que los hombres han sido siempre, estadísticamente hablando, «inactivas») resulta que apenas si dispone de la mínima autonomía para terminar sus días con libertad e independencia. Puede interpretarse desde varias perspectivas, pero sin duda es expresivo de esto último que mientras que en el conjunto de la Unión Europea un 56 por ciento de las mujeres mayores de 75 años vivan solas (un 70 por ciento en los países nórdicos), en España sólo viven así el 28 por ciento.
Además, hay que tener en cuenta que no todos los trabajadores están en condiciones de ahorrar. La sociedad permanece impasible ante los anuncios publicitarios que muestran las maravillas y las ventajas de todo tipo de los planes de pensiones, no es consciente de que las ventajas fiscales que se les proporcionan son una trampa tan saducea (nunca mejor dicho) como injusta, o quizá sólo sea completamente impotente ante el discurso de los grandes bancos y compañías financieras que pugnan por quedarse con el ahorro familiar. Porque os banqueros y sus expertos en marketing nunca dicen que poco más del 50 por ciento de los hogares españoles puede llegar a finales de mes sin endeudarse, lo que literalmente impide que generen el ahorro suficiente para que al llegar la jubilación tengan una pensión digna.
Para colmo, ocurre que estas fórmulas de pensiones por la vía de la capitalización están sujetas a la inestabilidad intrínseca al capitalismo financiero de nuestros días, a la voracidad de las grandes empresas y bancos que absorben para su beneficio propio el ahorro generado y por ello terminan por ser un instrumento bastante poco efectivo para garantizar el futuro. (Sobre este tipo de problemas se presentan análisis detallados en el libro J. Torres López (coord.), «Pensiones Públicas: ¿y mañana qué?». Editorial Ariel, Barcelona 1996).
Finalmente, sucede que el mantenimiento de un sistema de reparto está hipotecado, al mismo tiempo, por las condiciones económicas generales y por las ideas y decisiones dominantes en un momento dado. Lo primero, provoca problemas si, como ha ocurrido en los últimos años, resulta que los altos niveles de paro implican menos cotizantes, o si los salarios más bajos llevan consigo una base de cotización más reducida. Ambas circunstancias dan lugar lógicamente a que los recursos del sistema sean cada vez menores cuando suele ocurrir que los mayores y jubilados son más numerosos a medida que pasa el tiempo. El segundo asunto también tiene que ver con ello: si los valores dominantes, los intereses que prevalecen en la sociedad en un momento dado imponen una crítica a los procedimientos de reparto y solidaridad social, si tratan de privilegiar a los grandes bancos siempre deseosos de quedarse ellos con los ahorros en lugar de que los gobierne el Estado, o si las políticas económicas –como viene ocurriendo- se preocupan más de controlar la actividad para que no suban los precios que de crear empleo, resulta que lo que llamamos el Sistema de Seguridad Social se debilita y con él la posibilidad de garantizar recursos suficientes a los jubilados.
Nótese que no es sólo el crecimiento demográfico lo que trae consigo problemas, sino más bien la merma de los recursos del sistema como consecuencia del paro, de los bajos salarios, de la
privatización, o de las políticas que disminuyen la actividad y restringen el empleo.
Por otra parte, la condición de la vejez está determinada por un hecho igualmente importante: se trata de una situación humana que precisa un tipo de servicios y atenciones especializados, desde los sanitarios a los de cuidado, ocio, culturales, etc. Casi todo ellos pueden ser suministrados por el mercado, lo que implicaría efectivamente la posibilidad de alcanzar buenos beneficios a quienes los proveen, pero un altísimo grado de subprovisión, pues, como he dicho, la inmensa mayoría de la población no dispone de los recursos necesarios para poder adquirirlos.
Resulta, en definitiva, que la condición económica y en general la condición personal y humana de la inmensa mayoría de las personas mayores depende de la existencia de mecanismos de solidaridad social, de reparto, de distribución del ingreso para lograr que no sólo quienes han tenido la posibilidad de acumular puedan satisfacer mínimamente sus necesidades. Puede decirse que su posibilidad de satisfacción es inversamente proporcional al alcance del mercado en la sociedad y en la economía: más mercado inevitablemente siempre lleva consigo menos bienestar global y, en concreto, para un sector de la población que, por definición, está excluido de las relaciones de mercado.
Un problema de compromiso ético
Todas las sociedades, inclusive las menos desarrolladas o primitivas son conscientes de este problema y han establecido siempre mecanismos más o menos efectivos de solidaridad. La sociedad capitalista, y muy particularmente en su época neoliberal actual, no sólo no ha logrado resolver este problema, a pesar de que los países más ricos hayan podido alcanzar niveles de atención social más o menos suficientes, sino lo que es peor: no puede resolverlo. La condición intrínseca de la vejez determina que su posibilidad de satisfacción dependa siempre de decisiones ajenas al mercado, mecanismo sobre el que se quiere hacer descansar cada vez más las decisiones sociales y económicas.
El bienestar de la población mayor, el problema de las pensiones por ejemplo, no puede ser nunca el resultado de aplicar el cálculo mercantil para establecer los umbrales de rentabilidad más atractivos. La satisfacción de las necesidades de las personas mayores no puede depender de que proporcionen suficiente beneficio privado. Seguramente, ninguna de nuestras sociedades se cuestionaría eliminar el Ministerio de Justicia o suprimir las Jefaturas del Estado para ahorrar recursos. Más bien se plantearía ahorrar de otros gastos para poder sufragarlas. Es así, porque así es la opción ética predominante, porque se da por hecho que esas instituciones deben mantenerse. Sin embargo, nos planteamos reducir el ingreso de los mayores, disminuir los presupuestos de la Seguridad Social, condenamos y asustamos a la sociedad con su pretendido déficit, cuando nadie hace cuentas de los verdaderos déficit que implica construir un misil o mantener un cuartel. Sencillamente, porque no se da por hecho de igual forma que la sociedad debe garantizar la supervivencia de las personas mayores.
Una de las mayores muestras de cinismo de nuestra época es el discurso neoliberal encaminado a desmantelar los mecanismos de protección social y a poner en manos de los intereses privados ingentes volúmenes de recursos que antes estaban bajo dominio de los gobiernos. Se quiere presentar como el resultado de un conocimiento científico riguroso lo que no es sino el fruto de la conveniencia de los grupos sociales más poderosos y que bajo el lenguaje oscuro y tecnocrático que prestan economistas y académicos se le presenta a la sociedad como inevitable.
Debería quedar claro que el problema de la vejez en la sociedad capitalista no es un problema de número, de cuentas que no salen, de déficits o de ajustes macroeconómicos. Es un asunto que tiene que ver, como en general ocurre con todos los problemas económicos, con el tipo de impulso ético dominante en la sociedad. Si la competitividad, el egoísmo y la maximización del beneficio son las bases sobre las que basamos nuestras relaciones sociales no puede extrañarnos que quienes no dispongan de los recursos que poseen los privilegiados, quienes ya están fuera de los recintos del dinero y de la mercancía, sean considerados y tratados como un verdadero material humano sobrante, como una especie de producto a término, como una carga.
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