Publicado en Público.es el 19 de septiembre de 2020
Durante muchos decenios, la fijación de una edad legal de jubilación se consideró una conquista social de primer orden que evitaba que hombres y mujeres trabajadores murieran sin descanso y sin conocer otra actividad que no fuera la laboral. En 1889, el canciller alemán Von Bismarck la estableció en 70 años por primera y en esa edad se mantuvo (allí donde existía ese derecho) hasta ya entrado el siglo XX, cuando fue bajando hasta establecerse en alrededor de los 65 años en los países más avanzados (en España esta edad de jubilación se estableció en 1919).
A partir de los años 80 del siglo pasado comenzaron a aplicarse políticas neoliberales tendentes a reducir el Estado de Bienestar y, con la excusa de que no había recursos suficientes para financiar los sistema públicos de pensiones cada día más costoso, comenzó a plantearse que esa edad subiera paulatinamente.
Pero hacer trabajar más años a todo los trabajadores sin apenas distinción no es una propuesta que sea fácilmente asumible por la mayoría de los votantes y eso llevó a envolverla con argumentos que no pudieran ponerse en cuestión fácilmente.
El primero de ellos es que la esperanza de vida ha aumentado sin cesar desde que se estableció no ya en 70 años sino en 65 y que, por tanto, lo lógico sería aumentar también el periodo de vida laboral.
La premisa del argumento es cierta: en España, por ejemplo, la esperanza de vida era de unos 35 años a finales del siglo XIX y de algo más de 83 en la actualidad. Pero este es un argumento discutible, al menos, por dos razones. La primera, porque la esperanza de vida es una media de lo que dura la vida y su aumento ha tenido que ver mucho más con la menor mortalidad en los primeros años que con la longevidad de las personas más mayores. La segunda, porque se pasa por alto un debate fundamental: la posibilidad de vivir más años no tiene por qué implicar necesariamente que se dedique el tiempo de vida afortunadamente ganado a trabajar más y no a la vida familiar, al ocio o al desarrollo personal.
Con mayor sofisticación se argumenta que aumentar la edad de jubilación tiene efectos positivos porque impulsa el crecimiento económico y este hace que aumente el empleo y, por tanto, los ingresos y el bienestar. Un argumento también muy discutible porque lo cierto es, por ejemplo, que en los últimos 15 años ha aumentado la edad de jubilación en la mayoría de los países respecto a periodos anteriores y, sin embargo, las tasas de crecimiento han disminuido y el paro ha aumentado. Y eso, dando por supuesto (lo que es mucho suponer) que el mero hecho de que aumente el crecimiento del Producto Interior Bruto sea positivo.
Al mismo tiempo, aunque en sentido contrario, también se ha tratado de demostrar que reducir la edad de jubilación no mejora la creación de empleo ni entre los grupos de población de más edad ni, sobre todo, entre los más jóvenes.
El argumento que utilizan los economistas liberales para defender esta tesis es muy sencillo y, en este caso, bastante realista. La oferta de trabajo que realiza el conjunto de los trabajadores no es homogénea, es decir, no es una «masa» formada por unidades de trabajo exactamente iguales que sean perfectamente intercambiables entre sí. Lo mismo que le pasa a la demanda de trabajo que realizan las empresas: si en una de ellas se jubila un trabajador experimentado, con muchos años de actividad, con alta productividad y habilidades ya muy desarrolladas por el paso del tiempo lo más seguro, dicen quienes defienden esta tesis, es que no sea automáticamente sustituible por otro muy joven sin esas cualidades.
Como he dicho, se trata de un argumento bastante sensato y realista. Lo curioso es que para poder demostrar esta idea que permite defender la bondad de la subida de la edad de jubilación y la inconveniencia de bajarla, los economistas convencionales tienen que contradecir la hipótesis que utilizan para defender otra de sus grandes propuestas. Como es bien conocido, defienden que los salarios deben ser moderados para que no haya paro y que deben bajar cuando este se produce. Una tesis que implica asumir lo contrario de lo que se asume para defender la subida de la edad de jubilación: que no existen diferencias en el seno de la oferta y la demanda de trabajo, de modo que si sube el salario de un empleo disminuye la demanda de cualquier otro. Como diría Groucho Marx, esos son los principios de la teoría económica liberal o neoclásica y si no les convienen los cambian.
Otros economistas defensores del efecto positivo de la subida de la edad de jubilación señalan que los países en donde hay más empleo de mayor edad (como Alemania, por ejemplo) es donde existe menos paro juvenil o general. Pero esta correlación, por muy generalizada que pudiera estar, no significa que haya causalidad, es decir, que el menor paro juvenil o general sea el resultado de que la edad de jubilación sea más elevada. Por esa misma regla de tres, habría que aceptar que la edad de jubilación más reducida de los años sesenta o setenta del siglo pasado produjo mayores tasas de crecimiento.
Es cierto que la inmensa mayoría de los estudios publicados suelen coincidir en que las variaciones en la edad de jubilación no afectan decisivamente al nivel de empleo general ni, en particular, al juvenil. Pero conviene ser cautelosos al respecto porque la verdad no se determina por votación: también se pueden encontrar algunos análisis que muestran claramente que el atraso en la jubilación perjudica al empleo de los trabajadores más jóvenes, tal y como se ha podido comprobar, por ejemplo, en Italia (aquí).
Lo mismo que también deberían ser más cautelosos los más progresistas que combaten el aumento de la edad de jubilación y defienden que se baje para que así aumente el empleo juvenil o el general. Una tesis que se basa curiosamente en la misma falacia que el modelo convencional liberal que antes mencioné: la idea de que todo el trabajo que se ofrece en el mercado por los trabajadores y todo el que se demanda por las empresas es completamente semejante y perfectamente sustituible entre sí. Es decir, que hay un único mercado de trabajo con una masa laboral constante, de modo que el empleo que se retira por un lado se gana por otro y viceversa.
La realidad es que ambos planteamientos son defectuosos porque contemplan el problema de la edad de jubilación como algo vinculado linealmente al volumen de empleo cuando debería plantearse desde otro punto de vista más complejo y sin ese tipo de generalizaciones. Hay que analizar cada tipo de actividad laboral y productiva, cada mercado, institución o empresa que demanda trabajo, la desigualdad salarial, funcional, de clase, raza o género, incluso la situación o condición de cada trabajador o trabajadora (no es igualmente sustituible cuando se jubila un trabajador alta o específicamente cualificado que otro sin cualificación alguna, por ejemplo) y, por supuesto, las condiciones generales de la economía pues el efecto que tenga subir o bajar la edad de jubilación será distinto también en cada una de las fases del ciclo económico.
Modificar la edad de jubilación con carácter general, para toda la población trabajadora sin distinción, es un error; quizá inevitable cuando no se dispone de elementos de discriminación o de análisis de los fenómenos complejos pero un error, al fin y al cabo.
Es mucho más eficiente y a la vez equitativo que esa edad se determine con flexibilidad, incluso a tenor de las exigencias funcionales de cada actividad o incluso de los deseos o capacidad de cada persona empleada, siempre y cuando se garantice -eso sí- que ese deseo no sea el resultado de una decisión condicionada por la necesidad o la carencia de ingresos salariales o de pensión dignos.
El necesario fomento del empleo juvenil o del general no depende de que la edad de jubilación sea más alta o más baja (y si en algunos casos depende lo hace en muy pequeño grado o junto a otros factores) porque el nivel de empleo en una economía es una variable mucho más compleja que viene determinada por una suma de circunstancias mucho más variadas.
No nos engañemos dejándonos llevar por cualquiera de las dos posiciones simplistas: proponer que suba la edad de jubilación afirmando que eso no afecta al empleo o incluso que lo mejora o, por el lado contrario, reclamar que baje diciendo que así se fomentará la creación de empleo es una equivocación de gran calibre, una ingenuidad en el mejor de los casos o una estafa intelectual más o menos consciente cuando se propone para debilitar cada día más al sistema público de pensiones incentivando la suscripción de fondos de ahorro privado.
Otra cosa es, y esto sí que resulta muy necesario, que una política global de fomento de empleo decente tenga presente que el trabajo no es una esclavitud y que la vida no puede subsumirse en la actividad laboral, de modo que es deseable que disminuya la jornada de trabajo, que a medida que se tiene más edad se pueda seguir trabajando sólo en la medida en que eso pueda enriquecer a la persona que lo desee y que eso se pueda hacer en condiciones que se vayan ajustando a las condiciones físicas de los trabajadores.
Basta conocer los países en donde no hay límite a la edad de jubilación, donde es más elevada o donde no existe un buen sistema de pensiones para comprobar que ni son los más competitivos, ni los que tienen una economía que más crezca ni donde siempre hay más empleo o más paro. Desde ese punto de vista, la casuística es muy variada porque, como he dicho, la relación es compleja y no lineal. Pero siempre tienen algo en común: la inmensa mayoría de las personas mayores que trabajan lo hacen en condiciones más bien penosas y en contra de su voluntad.
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