Muy diversas circunstancias vienen provocando, especialmente en los centros más masificados, que un número cada vez mayor y más preocupante de estudiantes universitarios fracasen en sus estudios. Su experiencia universitaria, en lugar de vivirse como iniciación al saber y como preparación para el éxito profesional, se convierte en un auténtico calvario plagado de frustraciones y disgustos, acompañado generalmente de problemas personales de todo tipo y de dramas familiares.
En el centro que mejor conozco, la Facultad de Derecho, se puede alcanzar el cincuenta por cien de alumnos matriculados en cada convocatoria que no llegan a examinarse; docenas de estudiantes tienen que «emigrar» a otras universidades porque no aprueban alguna asignatura después de haber superado con éxito, sin embargo, la mayor parte de la carrera; sacan notas excelentes en selectividad, y en buen número de asignaturas mientras que no logran más de dos puntos en la calificación final de otras escasas disciplinas, donde puede llegar a suspender el ochenta por cien de los alumnos un año detrás de otro.
Sin duda, los factores que pueden estar contribuyendo a que se den estos problemas son difíciles de determinar con rigor y mucho menos de subsanar. Pero eso no puede llevar a la despreocupación, a que al final nadie ponga el dedo en la llaga, mientras los jóvenes estudiantes sufren las consecuencias. Por el contrario, me parece ya una necesidad inexcusable que la universidad, los estudiantes, profesores y autoridades académicas, la sociedad y los poderes públicos en general aborden con decisión y valentía estas circunstancias.
En mi modesta opinión, los factores más importantes, aunque seguramente no los únicos, sobre los que se debería intervenir como causantes principales del fracaso académico son los
siguientes.
En primer lugar, la progresivamente deteriorada formación con que se accede a la Universidad. A menudo me dicen algunos alumnos o sus padres que aunque están todo el día estudiando, sin embargo, al final suspenden. Lo que suele ocurrir es que los estudiantes que fracasan no leen un periódico, una novela, o no digamos libros académicos. No disponen de habilidades para expresarse, para relacionar o para comprender, de tal manera que el haberse enfrascado horas y horas en apuntes mal tomados por otros termina por ser una actividad tan intelectualmente frustrante como académicamente inútil. No es fácil que quien ha tenido como referencia cultural dominante los dibujos animados primero y después los propios culebrones, alcance por las buenas la frescura mental y la inteligencia cultivada que requiere el estudio y la formación al más alto nivel que debe proporcionar, sin ningún género de excusas, la institución universitaria.
En segundo lugar, me parece que viene influyendo de manera también muy negativa la pérdida de determinación vocacional a la hora de elegir las correspondientes carreras. Las autoridades académicas deben estar al tanto de este problema y conocer bien su magnitud, pero no me parece aventurado señalar que una parte muy grande de los estudiantes no cursan los estudios preferidos por ellos, lo que seguramente lleva consigo carencias fundamentales a la hora de aplicar las habilidades específicas que requiere cada curriculum y, con toda seguridad, un menor interés por lo que se estudia, lo que revierte inevitablemente en falta de atención, ausencia de incentivo y desaprovechamiento en general.
En tercer lugar, no cabe la menor duda de que la masificación con que se lleva a cabo la formación universitaria limita decisivamente las posibilidades de proporcionar con eficacia la enseñanza universitaria. Esta debe ser de la más alta calidad, pero, precisamente por ello, es consustancialmente contradictoria con la falta de medios humanos y materiales, con la ausencia de atención al alumno, con la burocratización de la docencia y, mucho menos, con la generalización de prácticas docentes concebidas tan sólo para dirigirse de manera completamente impersonal a grandes multitudes, condiciones muy difíciles de superar cuando a cada profesor, como ocurre por ejemplo en la Facultad de Derecho, corresponden trescientos o cuatrocientos alumnos.
En cuarto lugar, debería reconsiderarse con la necesaria valentía la situación actual de los propios contenidos curriculares. Bien porque no se haya abordado la reforma o porque, cuando se ha hecho, se ha tratado en la mayoría de los casos de un simple maquillaje de los antiguos planes de estudios, cuyo resultado ha dependido, sobre todo, de la correlación de fuerzas entre los prebostes de cada Facultad. Lo sucedido es que los planes de estudio han engordado de tal forma que la gran mayoría de los estudiantes (y no me refiero tan sólo a los mediocres) están obligados a llevar los cursos a trompicones, sin serenidad y practicando lo que podría llamarse el estudio compulsivo.
Finalmente, no creo que los propios profesores estemos libres de culpas. A veces predomina la idea de que la importancia de la asignatura se realza cuando hay gran número de suspensos, como si de esa manera se expresara que la sabiduría de quien enseña es tan sublime que no queda al alcance del común de los mortales, o se inflan los programas para aparentar que nuestros conocimientos son tan ingentes como imprescindibles, sobre todo de cara a nuevos planes de estudios. En general, hemos tendido a despreciar la práctica docente (corrientemente llamada ahora de forma bien expresiva «carga» docente), compelida como está la profesión académica a publicar de cualquier forma. En fin, porque se tiende a olvidar que, como dijo Cicerón, una cosa es saber y otra saber enseñar, pero que es ésto último lo que la sociedad nos pide que hagamos.
Los poderes públicos, llevados tantas veces por la demagogia de las promesas, han ofrecido más de lo que podían dar. Crear universidades y titulaciones sin bibliotecas, sin profesores bien formados, sin infraestructuras culturales y de convivencia para los jóvenes puede haber sido rentable electoralmente, pero no deja de ser un fraude espectacular que pagan los estudiantes con el descalabro académico y con la frustración de todas sus ilusiones. Como es igualmente fraudulento, por impopular que resulte decirlo, ocultar a la sociedad y a las familias que no todo joven está en condiciones de ser universitario, y que más vale reflexionar sobre nuestras respectivas capacidades a tiempo que no pagar más adelante el precio mucho mayor del fracaso.
Para colmo, el fracaso escolar suele ir acompañado de otros problemas que son mucho menos conocidos porque no suelen salir del ámbito familiar o incluso personal. En mi corta experiencia como decano llegué a conocer como un fenómeno casi oculto, pero mucho más extendido de lo que pudiera parecer, todas las manifestaciones de este nuevo fenómeno de malestar juvenil: tratamientos psicológicos, intentos de suicidio, abortos traumáticos, depresiones…
Al inicio de un nuevo curso, cuando una vez más las autoridades académicas y toda la comunidad universitaria se suelen proponer los objetivos más solemnes, quizá convendría mirar preferentemente a estas realidades más cotidianas, pero que reflejan problemas mucho más trascendentes; pues, al fin y al cabo, cualquier actividad universitaria carece de sentido si no se dirige principalmente a formar mucho mejor y con el mayor éxito a todos sus estudiantes.
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