Una de las renuncias más notables y trascendentes que ha protagonizado en los últimos años la izquierda europea (por activa cuando se encontraba en el gobierno, y por pasiva cuando desde la oposición no asumió un claro rechazo) ha sido la concesión de una amplia autonomía a los bancos centrales.
Gracias a su nuevo régimen jurídico, los bancos centrales pueden asumir el privilegio de decidir en un ámbito fundamental de la política económica sin necesidad de someterse a los controles y restricciones más severos que cualquier sistema democrático aplica a las instituciones que influyen en los destinos de las naciones.
El régimen de autonomía tiene una explícita justificación formal: el reconocimiento de que combatir la inflación es un objetivo fundamental e irrenunciable y la imposibilidad de conseguirlo si no se dispone de una autoridad monetaria que sea ajena a las veleidades que suelen padecer los gobiernos y, por tanto, con la fortaleza suficiente para adoptar las medidas tendentes a evitar la subida de los precios.
Además, se establece como supuesto indiscutible que las decisiones que adoptará en su momento el Banco Central estarán motivadas por razones de tipo técnico, libres de cualquier connotación política y salvaguardadas por la autoridad indiscutible de quienes se reputan profesionales distinguidos, sin ideología que pudiera influir en sus decisiones y, por ello, al margen de cualquier controversia de intereses que no sea la pura razón económica de la que se autoinvisten como sumos sacerdotes.
El privilegio de lo financiero
Conceder a los bancos centrales un régimen de gran autonomía y, en su consecuencia, dar un enorme impulso a la política monetaria como instrumento de política económica no es fruto de la casualidad, sino que responde a las exigencias derivadas de cambios importantes que se han venido produciendo en las economías capitalistas durante los últimos veinte años.
El incremento colosal de la deuda privada y pública que se había generado como consecuencia de la saturación de los mercados y el agotamiento del aparato productivo a finales de los años sesenta dio lugar a la multiplicación del crédito y, en general, a la aparición de activos financieros tan diversificados como abundantes, que en manos principalmente de la banca internacional y de las empresas multinacionales llegaron a superar con creces el volumen de masa monetaria en poder de los propios gobiernos.
En segundo lugar, como la crisis monetaria internacional se había resuelto estableciendo un sistema de flotación generalizada, las intervenciones de los gobiernos y la especulación desatada precisamente para aprovechar esa fluctuación inyectaron flujos de fondos financieros cada vez mayores en los mercados de capitales.
Finalmente, la aplicación progresiva de tecnologías de la información y los regímenes que cada vez daban mayor libertad a los movimientos de capital en los mercados financieros internacionales permitían multiplicar también el número de operaciones, actuar casi simultáneamente en todos los mercados y movilizar masas mucho mayores de recursos con menos trabas y costes.
La circulación financiera, gracias a las enormes posibilidades de ganancias altas y rápidas, llega a hipertrofiarse en relación con la circulación real en las economías. Así, en 1960 el dinero para transacciones (el que discurre en esta última) representaba un 45 por cien de la oferta monetaria total en los países más desarrollados; a principios de los años ochenta el 20 por cien, y algo más del 10 por cien a finales de esa década. Actualmente se mueven diariamente alrededor de 1,2 billones de dólares en los mercados internacionales de divisas, sin apenas restricciones y sin quedar sujetos a fiscalidad alguna.
Naturalmente de ahí se derivaron serios problemas que terminaron por pagar todas las economías. Principalmente, un importante drenaje de recursos de la actividad productiva, pues ésta no era capaz de proporcionar el margen de rentabilidad tan alto que se obtiene en los mercados financieros. Además, una inestabilidad permanente, pues de hecho la posibilidad de obtener ganancias en los mercados financieros está ligada, aunque pueda parecer paradójico, a la inestabilidad. También, inseguridad y mayor incertidumbre para la aplicación de las políticas económicas, pues los nuevos activos financieros, cada vez más complejos, son también muy opacos y sobre todo volátiles para aprovecharse mejor de las circunstancias cambiantes de los mercados, lo que influye de manera muy negativa sobre las condiciones generales de la inversión. Y, junto a todo ello, corrupción demasiado generalizada, que incluso, como en el caso español, irradia a veces del propio despacho de los gobernadores.
Pero lo que me interesa destacar aquí es que todos estos fenómenos se resumen en una circunstancia principal: protagonismo de la circulación monetaria, multiplicación de los activos que se destinan a la inversión financiera como alternativa a la productiva y búsqueda en este nuevo ámbito de la mayor rentabilidad posible, pues allí se han destinado con privilegio los recursos más cuantiosos de las grandes empresas e inversores.
Esta es la circunstancia, en fin, que va a demandar un mayor privilegio de la política monetaria, es decir, de la que tiene que ver con la circulación financiera y, sobre todo, con la retribución de los activos que allí se invierten: es natural que quienes han invertido tan ingentes recursos financieros deseen una regulación específica de esos intercambios y, sobre todo, que proporcione la mayor rentabilidad a sus activos, es decir, que los tipos de interés sean los más altos posibles.
A satisfacer esta demanda de los grandes inversores financieros, de la banca y de las grandes empresas (justamente, no se olvide, las que menos necesidad tienen de generar empleo, más bien todo lo contrario), se han dedicado con rigurosa disciplina los bancos centrales y, en general las autoridades monetarias. Y bien puede decirse que lo han conseguido si se tiene en cuenta que los tipos de interés de esta última época han sido los más altos de los últimos ciento cincuenta años y los beneficios y fortunas obtenidos en estos negocios los más grandes de la historia, si no se cuenta la piratería precapitalista. Aunque, por causa de ello, han aumentado paralelamente el desempleo, la pobreza y la insatisfacción social.
El nuevo «poder monetario»
El problema, a parte de los efectos sobre el nivel de bienestar que ha ocasionado la política monetaria deflacionaria, destructora de actividad productiva y empleo, es que los bancos centrales han llegado a erigirse en auténticos centros de poder económico, y en consecuencia también político, por encima de los poderes institucionales que reconocen los estados democráticos.
En particular, se pueden plantear sumariamente tres asuntos.
En primer lugar, que pueden condicionar radicalmente la política presupuestaria de los gobiernos. Se puede discutir si una política económica es acertada o no, pero lo cierto es que donde se ha de discutir es en los Parlamentos. Todo lo que se haga fuera de ellos será mermar la soberanía popular y, en consecuencia, deteriorar la democracia para favorecer más fácilmente los intereses sociales más poderosos pero francamente minoritarios.
En segundo lugar, que a pesar de lo que quiere ocultarse, la política monetaria lleva consigo importante efectos distributivos que afectan de manera desigual a los distintos sectores sociales. No sólo se engaña obviando la existencia de estos efectos, sino que se faculta a los bancos centrales para resolver a su aire el inevitable conflicto distributivo, que es el problema principal que se plantea cualquier sociedad.
Finalmente, y al disponer de tan extraordinaria capacidad de maniobra, resulta que los bancos centrales guardan cartas en la manga que pueden jugar según sea la coyuntura política para favorecer con discrecionalidad (como claramente está sucediendo ahora con el Partido Popular) a las diversas opciones gubernamentales.
Hoy día se ve como un asunto de la mayor normalidad que los bancos centrales sean los titulares de un nuevo Poder Monetario, aunque sea un poder que no haya emanado de una voluntad popular explícitamente expresada, incluso más bien podría decirse que a través de una constitucionalización tan forzada como poco auténtica. Quizá, porque todavía no se ha dado el caso, al menos muy explícitamente, de que las políticas económicas emanadas democráticamente de un gobierno sean puestas en cuestión, o sencillamente bloqueadas, por la acción del banco central.
Pero eso llegará a producirse y quizá entonces sea ya demasiado tarde.
Aturdida por la tentación neoliberal de los últimos años la mayoría de la izquierda no osó poner en cuestión la inconveniencia y la naturaleza intrínsecamente antidemocrática de la independencia concedida a los bancos centrales. Sembramos aquellos vientos, y quien sabe si finalmente tendremos que recoger tempestades.
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