Publicado en La Opinión de Málaga el 3 de julio de 2005
Ni siquiera podemos decir que se descarga de nuevo el rayo de la violencia porque se había estado descargando sin cesar, día tras día, en Madrid, en Irak, en México, en Colombia, en tantos lugares de Asia o África que son ya literalmente innumerables…
El estallido de las bombas se ha convertido en un sonido familiar, aunque bien es verdad que no nos acomodamos igual ante todas ellas.
Nos levantamos irritados cuando está más cerca, cuando es `contra nosotros´, pero lo consideramos, si acaso, como una incidencia desgraciada cuando es contra ellos, contra los otros. Se nos nubla la vista de dolor y nos desgarramos cuando nos sentimos amenazados, pero seguimos siendo incapaces de sentir lo mismo cuando la amenaza se ha convertido ya en desolación y muerte entre aquellos a los que nunca miramos de frente porque nunca los sentimos a nuestro y de nuestro lado.
No sé si en realidad nos hemos hecho ya insensibles al dolor colectivo. Pero sí es evidente que vamos camino de convertirnos en una especie materialmente sorda sobre sus causas. Nos levantamos contra la violencia pero no parece que nos afecten los factores que la desencadenan por doquier y así nos hacemos cada vez más impotentes para evitarla.
Sembramos día a día frustración, odio, insatisfacción, desigualdad, despilfarro en medio de la miseria más absoluta y queremos luego que haya paz. Anuncian que los ricos celebrarán la cumbre del G-8 contra la pobreza en África con una cena de lujo y queremos, sin embargo, que todos se sientan partícipes de las decisiones que adopten. Deciden ellos sin más y quieren que los miserables se comporten como si en realidad hubieran estado sentados en la misma mesa.
Estamos convirtiendo el mundo en una fuente inagotable de diferencia y de rencor. Los pobres son cada vez más pobres y los ricos lo son más. Y para poder justificar lo injustificable se difunde por doquier un fundamentalismo hipócrita y falso que impone la muerte en nombre de la paz y que empobrece y margina en nombre de Dios.
Es verdad que el indiscriminado terror de nuestros tiempo, el terrorismo global, no tiene explicación ni justificación alguna, pero sí tiene, sin embargo, causas, como tiene remedios que no se están poniendo suficientemente en juego.
La violencia terrorista es indisoluble, cuando no una causa directa, de la violencia estructural que muchos estados han generado. No hay más prueba de ello que la historia de Bin Laden, a quien ahora se considera el mayor enemigo de la paz y la libertad: fue creado, financiado, armado y catapultado por Estados Unidos, único país del mundo que ha sido condenado por un tribunal de justicia por practicar el terrorismo.
Hay que tener muy poca vergüenza para decir, como ha dicho Blair, que «es criminal golpearnos mientras estamos acá para ayudar a África». Si fuera una persona decente tendría que haber dicho, en todo caso, que ese ataque es criminal y abominable a pesar de lo que los países del G8 han hecho para saquear las riqueza y arruinar a África. Con sus manos, con las manos de los gobernantes que se estaban reuniendo en Escocia y de sus antecesores se han firmado decisiones ilegales, injustas e inmorales que han provocado millones de muertos: por hambre, por guerras, o incluso por actos de terrorismo de estado. Y nunca han aceptado hacerse responsables.
Esos millones de muertos que aumentan lenta pero inexorablemente a cada minuto son las fuentes del odio. El terror de la miseria, el terror de la muerte injusta y de la lacerante desigualdad impuesta es el caldo de cultivo de donde nace más odio, más terror y más muerte. ¿Cómo podemos creer que permanecerán quietos quienes han visto invadir y robar a su país, insultar a su religión o llenar de muerte su territorio? Su respuesta, sin ninguna duda, es también criminal, injusta e inhumana, una venganza abominable. Pero es una respuesta, la del terror contra el terror.
Hay que insistir una y mil veces que no es posible la paz sembrando guerra, que no es posible la concordia cultivando la exclusión, que no se puede generalizar la tolerancia y el respeto si no aceptamos que también el otro tiene derecho a sus creencias. La paz no puede ser la de los cementerios, sino la que brota de la justicia y del buen gobierno y eso es lo que está faltando en el mundo. Es de cínicos y desvergonzados hablar de paz mientras se deja que los ricos no contribuyan a las arcas del estado, se favorece con privilegio a los multimillonarios y no se pone cortapisa alguna a sus negocios, o mientras subsidiando a las empresas propias se facilita el expolio de los países más pobres… La paz que sale de las bocas que hacen eso es falsa y está sucia, no es la paz que puede acabar con tanta sangre y con tanto sufrimiento.
El terror de nuestros días es como el rayo que «ni cesa ni se agota» de Miguel Hernández. Pero lo peor es que los que manejan el mundo y ahora ponen cara de pena deberían seguir leyendo y reconocer con el poeta alicantino que ese rayo cruel «de mí mismo tomó su procedencia».
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