Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

El viaje

 El sobresalto del despertador, lo puse nada menos que a las 5,40, me levantó de la cama con un dolor de cabeza que resultó ser tan fugaz que ni siquiera recuerdo que luego fuese consciente de haberlo sufrido. Quizá ni siquiera lo tuve, que fuese solo una protesta. 

 

 Como esta vez el taxi llegó enseguida no tuve problema para subirme con tiempo suficiente en el tren, a pesar de que, sin que sepa bien por qué, me había retrasado bastante, hasta un límite que incluso estuvo a punto de preocuparme.  

 

 Pero llegué y salí puntual para Madrid donde esta tarde tengo que presentar la propuesta de editorial de una revista a cuyo consejo asesor pertenezco. 

 

 El viaje seguía el mismo protocolo de siempre y yo me puse a escribir, dos semanas después de haberla impartido, el texto de una conferencia que ahora me exigen para poder ingresarme lo que piensen pagarme por ella.  

 

 Lo aprovecho para hacer un texto que ya será inevitablemente distinto a lo que dije, dado que yo me tomo las conferencias como lo que creo que son, un discurso oral que, como tal, no debe estar escrito, al menos, en toda su extensión, como se hace, por ejemplo, con un artículo o ensayo. 

 

 Me fijaba de vez en cuando en el exterior, muy negro el cielo. Me pareció sorprendentemente aciago a la altura de Ardales, poco antes de pasar por los barrancos del Agujero, y comencé luego a fijarme, como siempre, en las líneas tan rectas que forman los interminables olivos. 

 

 Seguía escribiendo la conferencia como quien reconstruye la realidad, más bien parcheando lo que dije y tratando de recordar lo que no dije para que, gracias al retraso, quedara dicho, aunque ya nadie pueda recordar nunca que lo dije, porque efectivamente yo no dije lo que escribo ahora como si lo hubiera dicho entonces.
 

 

 En eso estaba, y en el desempleo de larga duración, en la precariedad y en la pobreza que ahora no resuelve el empleo sino que la provoca (casi el cuarenta por ciento, nada menos, de los pobres europeos están ocupados).
 

 

 Estaba en eso cuando a la altura de no sé bien qué cortijada comencé a notar que los parajes a mi alrededor no me eran familiares, sino mucho más frondosos y verdes, más húmedos. De hecho, desde detrás del cristal del tren me chocaba el aspecto del clima, impropio, me pareció, del ya entrado mes de junio. Pero seguí escribiendo tratando de calcular, al mismo tiempo, cuándo viajé en este tren por última vez.
 

 

 Me trajeron un desayuno con frutos secos y embutidos que nunca antes había probado y noté un olor pasajero chocante, al que no le presté, entonces, atención alguna.  Tampoco nadie se la prestaba a la sosa película de vaqueros que emitía el video del vagón y yo seguí escribiendo sobre el mercado de trabajo y la exclusión mientras en paralelo comenzaba a situar también en mi mente el asunto de los déficitis sociales del que hablaría al presentar el editorial esta tarde.      

 

 Como es algo que siempre que viajo en tren me atrae especialmente, iba de vez en cuando pendiente de descubrir alguna casa en mitad del campo que me llamara la atención. Y las fui encontrando. Una, que a lo lejos se percibía como recién pintada en albero, una moda que me desagrada. Más tarde, una antigua cortijada que seguramente hubieran convertido, creí yo, en uno de esos nuevos hoteles rurales en los que nunca, ni por casualidad y no sé bien por qué, se me ha ocurrido hospedarme. Habría otros, seguramente, pero ninguno más me llamó la atención. Salvo  la que pasó como una ráfaga, sin que a penas pudiera fijarme nada más que en el tipo de techumbre que tenía y en que su aprición coincidía con el momento en que la selección aleatoria de mis Ipod cambiaba de Bob Marley a Karajan. Sólo más tarde, ahora, puedo recordarla bien, aunque ya carece de interés para mí ese tipo de construcciones que tanto proliferaron antes de la ocupación. Volvió a mirarme el cartel de un hospital privado que llevaba delante de mí, «por los tuyos, por ti», y seguí tecleando contento de poder aprovechar el viaje para cumplir el requisito tan tedioso, por extemporáneo, que había de cumplir para que por fin me pagaran la conferencia de principios de mayo. 

 

 El estruendo fue impresionante. El tren vibró como si estuviera siendo atravesado por el movimiento zigzagueante de un látigo, aunque nunca tuviera la sensación de que pudiera perder la trayectoria que le marcan sus vías. Sentí ese vacío que producen los túneles en el interior del tren pero con una fuerza extraordinaria, tanta, que por un momento creí que mis oídos iban a estallar sin remedio. El corazón me subió a la boca y no sé si abrí los ojos o si los cerré con fuerza y es por eso que aún siento una tenue molesta en los párpados. Fue como un gigantesco y repentino temblor, como una sacudida que saliera de algún sitio interior pero producida en un severo silencio que casi me asustó más, porque claramente hacía percibir que el tren no había sido el origen del movimiento. No sé bien cuántos segundos tardó, si fue un rato largo o solo un instante, aunque lo que yo más bien percibí fue la rara sensación de que el movimiento no había tenido nada que ver con lo temporal, porque lo sentí como algo que no dura nada pero que necesita mucho tiempo. Cuando me percaté de nuevo de los tonos del vals que venía oyendo en mi grabadora noté que ya había pasado el susto y también que, en realidad, no sabía bien lo que había pasado, como seguramente tampoco los que, impertérritos a mi alrededor, seguían charlando, dormidos, leyendo o, los menos, pendientes del inminente final de la historia de la prostituta simpática que enamora a Richard Gere en Pretty Woman. 

 

 Seguí escribiendo otro rato, aunque confuso (los datos que tengo no explican bien del todo, me parece a mí, el aumento tan progresivo de la permeabilidad a la fluoresceína sódica), me tomé otro zumo, creo que sólo para satisfacer esa avarienta gana de comer que dan los viajes en tren, y traté de poner en orden toda la retahíla de pequeñas cosas que iba a tener que resolver en el hospital cuando llegara, ya casi de noche. 

 

 Hablaban mucho los de al lado, empezaba a no concentrarme y cerré la libreta y los ojos para dejar que mi mente volara un rato en libertad, sin el cansino oficio de tener que recordar paso a paso todo lo que con retraso tenía que escribir ahora. Me dejé llevar y llegué a dormirme, creo. He despertado casi en la misma entrada de la estación, cuando el cartel con las negras letras y grandes signos de admiración de siempre me saluda de nuevo: ¡¡Vitáme Vás!! 

 

 El relajo, como tantas veces, ha sido productivo: creo saber ya de qué se trata. Lo escribo de prisa para no olvidarme: hay invaginaciones de la membrana plasmática en la superficie basal adyacente a la coriocapilar.  Eso es.  Cojo la maleta, los libros y el abrigo y me dispongo a salir.  

 

 Sí, ahora lo veo,  me estaba liando con un problema elemental de transporte de moléculas. Miro por el cristal mientras espero que salgan los que van delante. Me despide el revisor -Adiós, buenas tardes, le digo- y salgo casi corriendo. Miro el reloj, son las 17,40, y fugazmente noto que me duele un poco la cabeza. 

 

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