Hace ahora justamente un año, la que se consideraba una envidiable situación económica en Estados Unidos servía para aventurar que todo el orbe entraría en una era de crecimiento y estabilidad. Decía entonces en esta revista que era pronto para que se pudiera determinar con rigor la naturaleza de la expansión que vivía la economía estadounidense, pero señalaba, sin embargo, que a pesar de que las inmejorables condiciones de libertad y desregulación hacían posible una recuperación sin precedentes de los beneficios, lo que estaba ocurriendo mostraba tensiones internas que podían hacerse explícitas en cualquier momento.
Unos meses después, ya con más tiempo de por medio y con tendencias más claras, es fácil comprobar que la euforia fin de siécle no estaba del todo justificada. O, cuanto menos, que era muy ajena a las sombras que se cernían sobre el proceso de crecimiento que vivía Estados Unidos y que en otros lugares se aprestaban a seguir.
Hoy día, los rasgos de los que ha sido efectivamente un largo periodo de expansión en el último lustro del siglo XX están bastante claros, y precisamente por ello permiten anticipar con algo
más de fundamento algunas tendencias futuras.
En estos años se han producido tres procesos sobre los cuales se ha querido ver la posibilidad de mantener en el futuro una tónica de crecimiento sostenido y estable.
El primero ha sido la contención del alza de los precios en un contexto de crecimiento económico relativamente importante, lo que permite que algunos afirmen que la inflación ha sido vencida definitivamente en las economías capitalistas. Sin embargo, y como ya he comentado en estas páginas en otra ocasión, no convendría ser muy optimista sobre el particular, ni tan siquiera en Estados Unidos, pues la baja inflación creo que tiene mucho más que ver con la contención temporal del conflicto por la distribución de la renta que con un efectivo saneamiento macroeconómico.
En segundo lugar, ha sido destacable la espectacular subida de los precios de los activos financieros, y en particular de las acciones, lo que ha permitido multiplicar las ganancias y fomentar todo tipo de operaciones financieras encaminadas a fusionar empresas o a modificar las condiciones de autoconformación de los mercados.
Finalmente, es cierto también que en este periodo de expansión se ha registrado un muy notable aumento de la inversión, sobre todo, de la realizada en tecnologías de la información.
Ahora bien, lo que se ha querido concebir como un proceso de sólidas bases estructurales ha mostrado a lo largo del año que acaba de terminar su profundas limitaciones, hasta el punto de que incluso comienza a temerse una nueva fase de recesión más o menos fuerte.
Las principales circunstancias que ahora ensombrecen principalmente al crecimiento en Estados Unidos pero que afectarán algo más tarde a todos los países son las siguientes.
La más importante es, sin duda, el espectacular endeudamiento que registra la economía norteamericana.
Entre 1961 y 1969 la relación entre la deuda y los ingresos familiares era del 63,4 por ciento, y hoy día del 94,2 por ciento, lo que da idea de hasta qué punto están endeudadas las familias
estadounidenses. Pero eso también le ocurre a las empresas, para las cuales la relación entre deuda y producto ha sido, en esos dos mismos momentos, del 54,9 por ciento y del 76 por ciento.
Estados Unidos ha podido vivir este periodo de expansión gracias a la financiación externa que ha recibido, y eso, aunque en menor medida, ha sido también lo ocurrido en el conjunto de las zonas económicas más poderosas del planeta. Téngase en cuenta, por ejemplo, que la deuda acumulada por el G-7 es de 16 billones de dólares, más o menos la mitad del PIB mundial, mientras que deuda de los países periféricos es de 2,5 billones de dólares.
El hecho de que la base del crecimiento haya sido un gravísimo endeudamiento también podría llevar a analizar desde otro punto de vista la incoherencia del pensamiento económico dominante que tanto lo ha repudiado cuando venía del sector público. Lo ocurrido ha sido, sencillamente, que el déficit público, orientado en gran medida a bienes colectivos, ha sido sustituido por el déficit privado. Y más concretamente, y en palabras recientes de Stiglitz, de un déficit generado por «un imprudente sector privado». Eso demuestra que se ha demonizado el déficit públioc no porque llevase consigo inestabilidad, sino por el menor privilegio privado que implica.
Se calcula que alrededor de un 90 por ciento del esfuerzo inversor suplementario que ha realizado la economía de Estados Unidos en los últimos cinco años ha sido financiado por capital extranjero, lo que advierte sobre lo que podrá ocurrir cuando el juego de vasos comunicantes de la finciación internacional se enfrente a desequilibrios, por ejemplo, en las cotizaciones de las principales monedas o, sencillamente, a estímulos más débiles del crecimiento, y, entonces, no fluya con la misma facilidad que ha tenido en los últimos cuatro o cinco años.
En suma, una primera circunstancia de debilidad, que se manifiestar antes o después, es este endeudamiento, verdadero talón de Aquiles de la expansión que se nos ponía de ejemplo y que puede saltar por los aires (sin el aterrizaje suave propio de expansiones más sólidas) en cualquier momento.
Coadyuva a esta debilidad estructural el hecho de que el aumento de la inversión haya tenido que ver en tan gran medida con la industria de la información y el conocimiento, y por tanto, con un sector verdaderamente crucial hoy día pero que no puede serlo todo. Así, esta inversión, que no significa más del 8 por ciento del PIB de Estados Unidos ha representado, sin embargo, un tercio del crecimiento registrado del PIB en los últimos cinco años.
Se trata, pues, de un proceso de expansión que no ha tenido bases suficientemente sólidas en todos los sectores, y de ahí también su debilidad intrínseca.
A eso hay que añadir otra circunstancia esencial y es que la expansión registrada no ha sido capaz de generar una demanda solvente vinculada a las rentas toda vez que la distribución se ha deteriorado de forma muy sustancial o, por otra parte, el hecho de que se haya renunciado de forma casi definitiva y total a la utilización de estabilizadores fiscales o, en general, a procedimientos de regulación macroeconómica diferentes a los tipos de interés, lo que va a dificultar sobre manera la conducción sin brusquedades en los momentos de inflexión que pueden haberse iniciado ya.
Finalmente, no puede olvidarse lo que quizá ha sido el rasgo principal, o al menos el más visible, de estos últimos años: la desvinculación progresiva entre los indicadores de la producción y los financieros o, en particular, de las bolsas. Los índices dominantes en estas últimas cada vez tiene menos que ver con la realidad de las empresas para fijarse de conformidad con las oleadas de especulación que se consolidan como las principales fuentes de ganancia y, al mismo tiempo, como las referencias a las que todos miran para valorar la salud del sistema.
La expansión de los últimos años en Estados Unidos ha sido la más larga de los últimos decenios pero las circunstancias que acabo de señalar, entre otras, explican que no haya sido ni la más dinámica ni la más consolidable estructuralmente.
Es cierto que los capitales se encuentran en todo el mundo en una situación inmejorable para obtener beneficios, pues nunca habían tenido frente a sí a unas clases trabajadoras tan debilitadas, pero, al mismo tiempo, lo que está ocurriendo es que la deriva especulativa del capital y su frenética y compulsiva tendencia a escapar de lo productivo, los hacen sumamente débiles. Hoy día, el capitalismo es más fuerte que nunca ante los demás, pero más débil que nunca frente a sí mismo. Es la paradoja de nuestra civilización: inmensos medios para ganar dinero, pero tremendas dificultades para mantener la base material del sistema económico. Mal que le les pese a los Bill Gates de turno, no podemos vivir de navegar por internet ni de hablar sin parar por los teléfonos móviles.
Un problema adicional de todo ello es que lo que más necesita ahora la economía de Estados Unidos es poder para garantizar la financiación externa. Y ya podemos imaginar cómo hará frente a ese problema el nuevo Presidente Bush.
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