Publicado en Le Monde Diplomatique, nº 162, abril de 2009
Aunque la crisis económica se inició en Estados Unidos, en Europa está produciendo efectos especialmente graves y que a la larga incluso serán más dolorosos que los que dejará al otro lado del Atlántico.
Se han registrado ya casi 2 billones de euros de pérdidas bancarias, prácticamente la misma cantidad que en Estados Unidos, los planes de rescate europeos suponen tres veces más gasto que el estadounidense, en la Europa del este están a punto de quebrar varios países y algunas estimaciones calculan que solo en el territorio de la Unión Europea pueden perderse entre cuatro y cinco millones de empleos.
Nadie duda de que la magnitud de la crisis es terrible pero Europea se muestra incapaz de hacerle frente poniendo en juego remedios que estén a la altura de los problemas que hay planteados sobre la mesa.
La naturaleza de la crisis
Lo que hoy día estamos viviendo es la bancarrota de los principales núcleos del sistema bancario internacional que se está manifestando en las quiebras sucesivas de las principales entidades financieras del mundo. Se trata de una bancarrota producida por la masiva y continuada acumulación de riesgo en los balances bancarios y como consecuencia de que, desde hace años, la actividad bancaria se ha venido desnaturalizando .
Tradicionalmente, los bancos han cumplido la función de intermediar entre el ahorro y la inversión productiva proporcionando crédito a las empresas y consumidores. Pero el gran desarrollo de los mercados financieros ha ido creando en los últimos decenios nuevas oportunidades de inversión especulativa, con rentabilidad más alta y rápida que la inversión productiva. En aras de incrementar continuamente sus beneficios, los bancos han ido redirigiendo su actividad hacia esos mercados y así se han convertido en la principal fuente de alimentación de la especulación financiera, en detrimento, lógicamente, de la financiación productiva.
Para disponer de recursos crecientes que pudieran proporcionarle más rentabilidad en los mercados financieros, los bancos han «titulizado» prácticamente sin límite sus activos (los contratos de los créditos que conceden a sus clientes), es decir, han convertido papel por dinero líquido, generando así una especie de gigantesca pirámide invertida que ha terminado por derrumbarse.
Como ya es bien sabido, esa titulización consistió en Estados Unidos en poner en circulación, gracias a la complicidad y vista gorda de los reguladores, millones de productos financieros nacidos de hipotecas de altísimo riesgo, muy rentables en apariencia y a corto plazo pero que, cuando comenzaron a producirse los impagos de las préstamos que le servían de base, se mostraron como auténtica basura financiera.
La difusión esa basura por todo el sistema bancario internacional en una magnitud todavía realmente desconocida es lo que ha producido la bancarrota y lo que ha traído como inevitable consecuencia que la economía mundial se haya quedado sin las fuentes de financiación que son imprescindibles para que pueda funcionar.
La respuesta inmediata de las autoridades monetarias y gubernamentales fue, en un primer momento, proporcionar mayor liquidez al sistema bancario. Algo que resultó completa y estúpidamente inútil (por no decir criminalmente, si se comparan sus generosas cifras con las necesarias para combatir el hambre y el sufrimiento humano en el planeta) puesto que lo que se conseguía, en realidad, era echar más leña al fuego ya que los bancos usaban el dinero añadido para seguir continuar la actividad que estaba provocando la debacle financiera.
Más tarde, los gobiernos están acudiendo al rescate de los bancos que iban quebrando recurriendo a diferentes formas de intervención pero que no han podido aún resolver por completo el problema de insolvencia generalizada. No solo porque no han sido capaces de asumir los costes políticos de la nacionalización sino porque ésta (que finalmente será imprescindible) ni siquiera se puede llevar a cabo mientras no se ponga en claro la situación real de los bancos. Algo a lo que, por otra parte, se tiene un miedo feroz por el escandaloso panorama de despilfarro, malgobierno y corrupción bancaria que pondría sobre la mesa.
Por supuesto, una crisis de estas características se ha producido como consecuencia de la avaricia bancaria y de la exacerbación irracional e inmoral del ánimo de lucro. Pero no solo por eso, y de ahí que no se pueda luchar contra ella proponiendo reformas en los modos de comportamiento corporativo.
Se ha producido, en primer lugar, porque se ha dejado hacer a los mercados financieros en la confianza de que podrían autorregularse e internalizar el riesgo acumulado por sí mismos. Algo que ya ha quedado perfectamente demostrado que es una falacia sin fundamento alguno y muy peligrosa para la economía y la vida social en su conjunto.
En segundo lugar, porque las autoridades han sido cómplices de quienes se estaban aprovechando de ese desgobierno financiero. Lo han sido al establecer las condiciones legales que han permitido que se llevaran a cabo las actividades que muchos era muy claro que terminarían inevitablemente como han terminado. Y porque han dado plena libertad a los capitales especulativos, han amparado a los paraísos fiscales, han mirado a otro lado ante la corrupción y los fraudes, y han establecido normas contables que disimulaban la insolvencia… es decir, porque han dejado hacer los poderes financieros y se han limitado a hacer lo que éstos les pedían.
En tercer lugar, y quizá esto sea lo más determinante, la crisis se ha producido porque se ha dejado crecer un universo financiero especulativo cada vez más divorciado de la actividad productiva. Algo que ha ocurrido, sobre todo, como consecuencia del deterioro progresivo de la capacidad de compra en los mercados reales y como efecto de las políticas de contención salarial que han limitado el crecimiento potencial de la actividad real provocando, por lo tanto, que la ganancia productiva fuese mucho menos atractiva que la financiera.
La impotencia europea
La Unión Europea es ahora prácticamente impotente frente a una crisis tan grande precisamente porque ha impulsado las políticas y las normas que han permitido que se desatara. Está enferma de su propia medicina.
La Unión Europea quiso limitarse a ser un mero «espacio financiero», una especie de territorio neutro sin gobierno ni normas capaces de supervisar y controlar las finanzas europeas. Así dejaba hacer a los poderoso, pero así es como ahora resulta incapaz de hacer frente como tal a la tormenta que han desatado.
La Unión Europea, a pesar de ser el espacio natural en el que se desarrolla la actividad bancaria y financiera, no tiene competencias sobre problemas de solvencia, de modo que las soluciones que se puedan dar tendrán que ser nacionales y por definición incapaces de proporcionar soluciones globales a un problema que sí lo es.
Ni siquiera la política monetaria del Banco Central resultará efectiva porque no puede serlo sin disponer de políticas y medios de coordinación fiscal y sin instrumentos de supervisión financiera .
Es por eso que la Unión Europea no pueda estar poniendo en marcha soluciones frente a la crisis y que en la práctica se esté limitando a conceder vía libre a los gobiernos a la hora de poner en marcha medidas paliativas a través del gasto, o, por otro parte, a establecer normas (como las que permiten valorar los activos bancarios a precio de adquisición y no de mercado) que faciliten la labor de los bancos centrales nacionales a la hora de permitir que los bancos no muestren del modo más traumático sus auténticas realidades.
Más Europa, pero de otro tipo
En este clima, se recurre a menudo a reclamar «más Europa» para poder hacer frente a la crisis. Pero se trata de una demanda confusa y peligrosa. La Europa que hemos vivido, las políticas europeas liberales de los últimos años, han sido causantes de la crisis y, por tanto, sería suicida recurrir a ellas con más fuerza para tratar de solucionarla.
Lo que necesitamos no es más Europa, sino otra Europa diferente.
Las políticas deflacionistas europeas que se han promovido están en el origen de las burbujas inmobiliarias y de la deriva de los capitales hacia la especulación financiera.
Por eso, en contra de los mensajes de moderación que se vienen dando, la mejor respuesta frente a la crisis consiste en recuperar la fortaleza de la actividad productiva real y eso solo se puede conseguir mejorando la capacidad de compra de los salariados y ampliando la demanda. La moderación salarial y la contención del gasto que se predica por quienes, con lamentable ceguera, solo buscan ahorrar costes y evitar pagar impuestos, es letal porque deprimirá aún más la capacidad productiva. Para salir de la crisis, la apuesta de Europa debería ser la articulación de una especie de tijera basada, por un lado, en la innovación social y en el desarrollo tecnológico y, por otro, en la creación de un estado de bienestar de nuevo tipo orientado al disfrute efectivo de los derechos sociales. Y el eje de esas dos estrategias no puede ser otro que la reconsideración del papel de Europa y de sus políticas en el planeta, poniendo recursos a disposición del desarrollo integral de los espacios empobrecidos por nuestras políticas neoliberales en lugar de limitarse a proteger los intereses de las grandes empresas europeas.
Eso requiere no solo más recursos sino, sobre todo, una nueva geografía del gobierno europeo, instituciones más sólidas y democráticas y, sobre todo, la voluntad efectiva de hacer que Europa sea gobernada por la voluntad de sus ciudadanos y no por los poderes económicos que se aprovechan del actual estado de democracia difusa que se ha impuesto a escala supranacional.
Por otro lado, Europa necesita mirarse con sinceridad a sí misma y renunciar para siempre al doble lenguaje y al cinismo político.
Digámoslo claro. La Unión Europea ampara y sostiene a los paraísos fiscales cuya existencia garantiza la corrupción y las prácticas bancarias que socavan las finanzas y que provocan las crisis. La Unión Europea se niega a regular las operaciones con activos de alto riesgo que producen la inestabilidad sistémica de la que pretendemos salir. La Unión Europea concede plena libertad de movimientos a los capitales intra y extracomunitarios que no tienen otro objetivo que la especulación financiera. La Unión Europea promulga las normas que permiten la opacidad bancaria y la ocultación del riesgo y las pérdidas. La Unión Europea concede al Banco Central Europeo la capacidad para limitar unilateralmente su capacidad de crecimiento potencial y, al mismo tiempo, renuncia a pedirle cuentas cuando, como en los últimos tiempos, ha dado alas a la crisis en lugar de prevenirla y evitarla.
No podemos reclamar más de esta Europa sino otra Europa comprometida con el desarrollo productivo y con la creación de riqueza. Dispuesta a poner freno a los capitales especulativos, a disciplinar a las finanzas y a favorecer la creación de un nuevo espacio financiero orientado obligada y exclusivamente a satisfacer las demandas de las empresas que crean empleo y de los consumidores.
La única ventaja de esta crisis que vivimos es que al ser tan grave está mostrando sin dificultad a quien lo quiera ver los males que la han provocado: la hipertrofia de los flujos financieros especulativos, la falta de regulación, la irresponsable asunción del riesgo por parte de los bancos, su desnaturalización, la ilimitada libertad de movimiento de los capitales, la deriva de los capitales hacia la especulación financiera… Y, aunque de un modo quizá algo más velado, la gran asimetría que se da entre el poder que tienen los grandes financieros y el de los ciudadanos de a pie.
Es por eso que la auténtica clave de bóveda para salir de la crisis sea fortalecer la democracia, dominar al poder financiero y poner la economía al servicio de los ciudadanos.
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