Publicado en Público el 5 de junio de 2020
Cuando Público me ofreció la posibilidad de hacer un seguimiento diario de la crisis del coronavirus mi propósito no era otro que el de dedicarme a analizar las cuestiones económicas, para mostrar mi punto de vista -supongo que no siempre acertado- y tratar de divulgar lo que ocurre en la economía desde un punto de vista alternativo al convencional que predomina en los medios de comunicación. Y pensé dejar a un lado el comentario de las cuestiones de matiz estrictamente político, aún sabiendo que éstas son determinantes de lo que pasa en la vida económica. No en vano, el primer nombre que tuvo la economía como una rama específica del conocimiento, el que le puso Antoine de Montchrestien en 1615, fue, no por casualidad, el de economía política.
Hoy me salgo de ese criterio porque no me resisto a comentar las palabras que pronunció el sacerdote murciano Alfonso Alburquerque, mientras daba Misa a sus fieles en Archena (Murcia).
En su prédica, este cura repite los mismos latiguillos que la extrema derecha difunde a través de todos los medios a su alcance pero, en este caso, acompañados de algunos matices que a mí me parece que son especialmente dignos de consideración.
Como sus palabras están grabadas en video y difundidas por las redes sociales (aquí), no hay mala interpretación posible de lo que dice.
El cura murciano descalifica las comparecencias del presidente del gobierno y de los demás responsables de la administración para informar de la situación sanitaria y de los problemas económicos que lleva consigo. En su opinión, es «burla salir en este desfile diario para decirnos por cuantos muertos vamos». ¿Qué debería hacer entonces el gobierno? ¿Guardar silencio y no informar? ¿Qué diría este cura y el resto de los líderes de la extrema derecha si el gobierno no comunicase a la población lo que está pasando? Me parece que a este religioso se le puede aplicar mejor que a nadie aquello de que si es con barba San Antón y, si no, la Purísima Concepción: si el gobierno informa, dice que es una burla y si no informase diría que es una infamia.
Dice también el cura que no sólo es una burla informar de «por cuantos muertos vamos» sino que, además «no son exactamente esos». Ahí lleva razón, sin duda. El sistema de recuento de víctimas por el gobierno central nunca es exacto, no sólo porque en España depende de la información que proporcionen las autonomías (una muestra más de las imperfecciones e ineficiencias que provocan), sino también porque puede haber muertes que sean a consecuencia de otras causas y se cuenten, o viceversa. Es algo que está pasando en todos los países, aunque es lógico que ocurra en mayor medida allí donde, como en España, ha habido más víctimas.
En todo caso, ¿cómo sabe este hombre que el gobierno tiene la intención de mentir cuando traslada cifras de muertes inexactas pero que son las que le pasan las autonomías? ¿Por qué critica el cura Alburquerque al gobierno central por no ser capaz de proporcionar el número exacto de muertes y no lo a los gobiernos de autonomías como las de Madrid o Cataluña, en donde también se han dado cifras claramente erróneas en diversas ocasiones?
En medio de otras acusaciones, el cura achaca en su sermón al gobierno de algo que realmente suena raro. Afirma que «no está sacrificando absolutamente nada». No dice qué se supone que debería sacrificar, pero no quiero ni pensar cómo estarían los púlpitos y lo que saldría de la boca de este predicador si el gobierno de Pedro Sánchez hubiera decidido sacrificar algo.
El afán acusatorio del cura Alburquerque contra el gobierno es tan furibundo que lo acusa no sólo por informar, como acabo de decir, sino también porque vive «del silencio». Justo lo que dije antes: si habla porque habla y si calla porque calla. Pase lo que pase, ¡contra el gobierno!
Por supuesto, y siguiendo la letanía de acusaciones habituales de la extrema derecha, el cura murciano afirma que el gobierno también vive «del engaño, ocultando la verdad y eso se llama mentir». El cura se alza así hasta lo más alto, se convierte a sí mismo no en su representante o vicario sino en el mismísimo Dios que conoce la Verdad, en el ser omnisciente capaz de saber lo que hay en el pensamiento de los vulgares seres humanos que nos gobiernan, en un juez supremo que puede sentenciar a las personas corrientes porque conoce perfectamente sus intenciones. Alburquerque es Dios en la Tierra, pues sólo un ser superior, un dios, puede tener el poder de determinar con la seguridad con la que Él, Dios Alburquerque, ha determinado quién miente y quién no, quién lleva a cabo una acción con la intención de dañar y quién simplemente se equivoca.
Sin embargo, lo que me parece más destacable del sermón de Alburquerque es su llamada a la acción.
«Ante esa realidad -dice el murciano- no nos podemos callar».
Aquí, el cura vuelve a asumir la imperfecta condición humana. Un Dios puede conocer las intenciones, pero no puede ser tan ciego ni tan parcial.
Un Dios verdadero puede llamar a no callar ante la mentira, claro que sí lo haría. ¿Pero no mandaría también no callar y gritar ante el robo, ante la muerte casi programada, ante la corrupción?
Si el cura Alburquerque habla en nombre de Dios, si realmente fuera la palabra de un Dios justo y bondadoso la que saliera de su boca ¿No tendría que decir también a sus fieles que no pueden callar sino pedir que haya transparencia y se condene a los curas pederastas? ¿No tendría que pedirles que no se callen ante el robo flagrante a la sociedad que representan las cerca de 3,000 inmatriculaciones que ha realizado la Iglesia católica española para apropiarse de bienes que no eran suyos? ¿No tendría que pedirles que no se callen cuando los dirigentes de Vox mienten para justificar el maltrato a las personas, a las mujeres o a los inmigrantes, o cuando, con mentiras, se incita al enfrentamiento civil en una televisión financiada por la propia Iglesia Católica? ¿No tendría que pedirles que no se callen ante quienes evaden impuestos o ante quienes simplemente no los pagan, como la propia Iglesia católica? ¿No tendría que pedirles que no se callen cuando los dirigentes de la extrema derecha se niegan a que se ayude a las personas sin ingresos mientras piden que desaparezcan la sanidad o las pensiones públicas, en aras del beneficio privado?
Dice el cura Alburquerque que «es momento de unificar fuerzas, por supuesto que sí, para vencer al enemigo que nos mata» y yo quiero imaginar que se refiere al virus porque si no fuese así, sus palabras alcanzarían un tono ya extraordinariamente grave que prefiero no comentar. Aunque cuesta creerlo, porque nadie en su sano juicio puede pensar que sus palabras y su aliento sean lo que puede hacer posible la unificación de fuerzas frente a una emergencia sanitaria.
En cualquier caso, eso no es óbice para lo importante, en opinión del cura murciano: «es tiempo de una fuerte crítica contra aquellos que dirigiéndonos desde un desgobierno central están creando una gran paranoia nacional».
Así, me parece a mí, el cura siembra innecesaria e injustamente maldad y confunde a sus fieles. ¿De verdad que ha habido más desgobierno en la administración central que en la Comunidad de Madrid, donde se han producido la mayoría de los casos y de las muertes? ¿No tiene nada que decir quien se atreve a proclamar que habla en nombre de Jesús sobre la decisión del gobierno autonómico madrileño de no llevar a los ancianos a los hospitales o de no medicalizar sus residencias, algo que ha sido denunciando incluso por un consejero de ese propio ejecutivo? Yo no creo que los responsables de esa decisión la tomaran queriendo matar a los ancianos, pero me pregunto ¿cómo es que el cura Alburquerque no se detiene sobre esa circunstancia? ¿es justo que sólo vea la mala intención en quienes no son de los suyos? ¿Quién es el cura Alburquerque, un ángel que reparte la crítica por igual para iluminar sobre el mal a sus fieles o un demonio que sólo considera como el mal a aquello que le interesa para batirse en cruzada contra sus enemigos políticos?
Dice el cura que el gobierno crea una paranoia nacional, pero, acto seguido, lo acusa de estar controlando los teléfonos móviles y para justificar esa acusación da una prueba tan infalible e irrefutable que no sería de extrañar que cuando le llegue su santa hora sustituya al propio Dios Padre en el momento de impartir sentencia en el Juicio Final: «lo habéis notado en vuestro móvil como lo he notado yo». Esa es la prueba con la que el cura acusa al gobierno.
Es lamentable todo lo anterior pero el paroxismo, lo más triste (porque en el fondo da pena) de las palabras de este sacerdote viene al final, cuando dice: «Si hay mentira y hay engaño, obviamente, paz no hay, no puede haber».
«No puede haber paz». Esa es la conclusión de quien pocos minutos después dirá a sus files, sean los que sean allí presentes: «daos fraternalmente la paz».
Primero, se acusa de engañar y mentir haciendo juicios de intenciones, presumiendo que, en quien no es o no piensa como tú, siempre hay intención de hacer el mal. Y cuando se ha dictado sentencia con esa base se concluye que, entonces, ya no es posible la paz. El cura se sube al púlpito y declara la guerra.
Tengo la completa seguridad de que no todos los sacerdotes hablan en estos términos, ni están involucrados de esta manera en la cruzada de una minoría de españoles de extrema derecha contra, al menos, la mitad de España. Es más, el video de donde he sacado literalmente las palabras del cura Alburquerque me lo han enviado una religiosas, por cierto, las mujeres a las que -por su bondad, abnegación y generosidad- más he admirado a lo largo de mi vida, a cuyo compromiso con la pobreza miro todos los días para tratar de ser mejor persona y a quien me gustaría parecerme, aunque fuese de lejos, por encima de cualquier otra cosa. Y también sé que barbaridades como las que dice ese cura se pueden oír también en el otro lado. Los conflictos civiles que terminan mal son eso: el enfrentamiento irracional entre los opuestos que creen que sólo ellos tienen la verdad en exclusiva y hace el bien, frente a los demás, enemigos empeñados en hacer el daño.
Es imprescindible detener esta escalada de cainismo, de afrentas y de acusaciones brutales. No podemos llamar a la guerra. No podemos renunciar a la paz, como hace este cura de Archena. Hay que llamar sin descanso a la concordia, al entendimiento, a la negociación y al acuerdo. Y es una auténtica desgracia que haya tantos responsables de la Iglesia Católica que, en lugar de sumarse a esta causa, se hayan convertido en vulgares hooligans de la extrema derecha, cuando no en sus más directos impulsores, quiero creer que en contra de la mayoría de los creyentes.
No podemos empeñarnos en imponer nuestra idea de España a los demás, no podemos tratar de salvaguardar tan sólo nuestro propio interés. Tenemos que aceptar que convivimos con personas que tienen proyectos diferentes y preferencias distintas a las nuestras y que estar dispuesto a dar la vida por una verdad que sólo es la nuestra no es un acto de generosidad ni de patriotismo sino un ejercicio de violencia contra los demás. Nuestras sociedades se han hecho sumamente complejas y diversas, los problemas que tenemos no se pueden resolver con una simple ecuación que refleje nuestra exclusiva utilidad sino formulando sistemas que contemplen las preferencias distintas y muchas veces contradictorias. Y eso requiere diálogo y negociación constantes, democracia avanzada y mucha libertad y respeto personal. La paz es el único camino por el que transitar para no terminar a tiros, y hemos de saber que no hay paz perfecta sino en los cementerios. La que hemos de lograr es imperfecta, delicada, sutil y quebradiza, nunca plenamente satisfactoria y mucho menos para todas las personas o grupos sociales.
Hay que acabar con los discursos del odio y del enfrentamiento. España es de todos. Díganme ustedes que soy un ingenuo, pero no me voy a cansar de llamar a la paz porque así, como estamos ahora, no podemos seguir sin estrellarnos.
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