Los resultados de las recientes elecciones municipales expresan una singular paradoja. Si se contemplan como si se tratase de unas elecciones generales, es decir, contabilizando el voto global de los ciudadanos, la conclusión más adecuada sería que ha ganado el Partido Socialista. Por el contrario, si se atiende al número de alcaldías conquistadas por cada partido, o al total de concejales que le corresponden a cada uno, la victoria parece claramente del Partido Popular.
Digo que es una paradoja porque siendo unas elecciones muncipales parece que lo adecuado sería evaluarlas como tales y, por lo tanto, conceder la ventaja a los populares. Sin embargo, me parece evidente que estas elecciones, por el contexto reciente en el que se han producido y por el discurso que han mantenido ante la población los propios partidos, más bien se entendían como una especie de plesbicito de la actuación reciente del gobierno, ante la guerra, el Prestige, el decretazo, etc.
Pero creo que la paradoja es relevante desde otro punto de vista. Lo que a mí me parece significativo es precisamente que el discurso digamos predominante que ha rodeado a las elecciones municipales haya sido tan escasamente municipalista o municipalizado. No es que me parezca mal que en cada momento se elija el discurso que se prefiera para hacer de ello cuestión electoral, pues al fin y al cabo podríamos pensar que una democracia lo es más auténticamente en la medida en que todos tengamos más posibilidades de modificar el menú disponible. Pero sí me parece chocante que se haya votado un asunto, la elección de nuestros gobernantes locales, con la vista puesta en otro, la actuación del gobierno central.
Mi hipótesis es que eso ha sido más bien la consecuencia de que el discurso político en general se está haciendo cada vez más elemental y monocorde, más incapaz de abarcar cuestiones variadamente problemáticas y por lo tanto suceptibles de mayores matices y controversias. Así, por simplificación, hasta las cuestiones locales se subsumen y desvanecen en el discurso general.
La sociedad española tenía a mano en estos últimos comicios la posibilidad de haber discutido la situación de un sistema municipal que parece evidente que debe cambiar para asumir nuevas competencias, para convertirse en el necesario espacio de los derechos de ciudadanía que cada vez expresan de forma más relevante el bienestar social efectivo. O incluso de haber debatido sobre la conveniencia de avanzar más en la democracia, propiciando quizá listas abiertas y nuevas formas de participación política. Y, por supuesto, de haber comparado con rigor las realidades y los proyectos de los diversos partidos sobre temas tan candentes y decisivos como el precio de la vivienda.
Creo que apoya mi idea de que nada de eso se ha producido el hecho sintomático de que este último asunto de la vivienda se haya dilucidado a última hora con acusaciones de plagio, algo que es de veras insólito entre partidos que se supone que ofrecen alternativas claramente diferenciadas al electorado.
El debate electoral general, por llamarlo desde luego de forma inconveniente pues debates auténticos apenas si se han producido, se ha centrado, por el contrario, en asuntos muy generales, de política global. En consecuencia, alejados del asunto municipal al que se supone debía responder la votación de cada uno de nosotros.
Lo que todo eso me lleva a barruntar es que los partidos tienden a jibarizar su oferta discursiva porque carecen del pensamiento movilizador suficiente como para poder ofrecer un agenda de discusión variada y atractiva a los votantes. Es por eso que los planteamientos se simplifican al máximo y se hacen tan minimalistas que resulta a la postre sumamente difícil que los ciudadanos puedan incluso llegar a distinguir con nitidez los de uno y otro partido. En sentido estricto, dejan de ser pensamiento para convertirse en proclamas o en eslóganes demasiado vacíos y ambivalentes, como para no herir.
Esa oferta discursiva tan plana es quizá lo que explica que a la postre no seamos capaces de identificar quién es el que de verdad ha ganado las elecciones. Y demuestra que nuestra democracia es, si acaso, un simple procedimiento de voto, una mecánica y no una democracia auténtica, porque esta última es necesariamente razonada y deliberativa. Para alcanzarla es necesaria la reflexión y en ella para votar bien hay que pensar más.
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