Publicado en La Opinión de Málaga. 11-7-2004
Hace unos años, una revista brasileña editaba un reportaje sobre la venta de órganos de niños para trasplantes. Se trata de algo que muchos especialistas e incluso las Naciones Unidas han denunciado repetidas veces pero leer, por ejemplo, que el hígado de un niño puede adquirirse en el mercado negro por unos 30.000 euros pone realmente los pelos de punta.
Es cierto que es muy difícil tener constancia de que efectivamente ocurren estos casos, pero también lo es que muchos de quienes han estudiado el problema más rigurosamente están plenamente convencidos de que se están dando.
Otras veces, los niños tienen un poco más de suerte y hasta reciben un trato especial para poder llegar a ser mercancías más apetecibles en los mercados de la adopción. En Honduras se descubrieron “casas de engorde” en donde las familias miserables depositaban a sus famélicas criaturas a cambio de unos cuantos dólares para que tuvieran mejor aspecto ante las familias acomodadas de los países ricos.
Cuesta trabajo creerlo pero esto es lo que hay. Y cuesta todavía mucho más trabajo no haber oído ni una palabra de preocupación por este tipo de terrorismo a la mayoría de los líderes mundiales, tan dispuestos a actuar cuando lo que sufre es su cartera y la de sus socios.
Una inmensa proporción de los niños de nuestro planeta no tiene demasiada suerte. Cada año nacen unos 132 millones y de ellos uno de cada cuatro vivirá siempre en la pobreza más absoluta. Ahora mismo, habrá unos 600 millones de niños en todo el mundo sumidos en la miseria, muertos literalmente de hambre y padecimiento, sin más horizonte que la suciedad de las calles que pisan descalzos y sin más fuerza que la que da el instinto animal de supervivencia. Uno de cada doce morirá antes de haber cumplido los doce años, aunque seguramente no sentirán pena por ello si pudieran tener ese sentimiento y supieran la vida que les aguardaba. La mayoría morirá de hambre o de enfermedades para nosotros tan banales como la diarrea que se podrían combatir si no fuera porque más de 1000 millones de personas no tienen acceso al agua potable.
Casi uno de cada tres niños que nacen en el mundo estará mal nutrido en los cinco primeros años, cuando ya adquirirán males y carencias para el resto de sus vidas. Para la mitad de los niños del mundo, un simple vaso de leche es un privilegio que no está a su alcance, que quizá no lo esté nunca.
Un tercio de los niños no será nunca vacunado, a pesar de que el coste de la mayoría de esas vacunas quizá cueste menos que cualquier fasto de los que celebramos cientos en cada una de nuestras ciudades más privilegiadas. Forman parte de esos 2400 millones de personas que según la Organización Mundial de la Salud no tienen acceso a los servicios sanitarios.
Uno de cada cuatro niños está condenado a trabajar, incluso uno de cada tres en África.
El último informe sobre la situación de la infancia en el mundo de UNICEF se dedicaba a poner de relieve la tremenda importancia que tiene la escolarización para lograr que los niños eviten esta condena a muerte anticipada en la que se ha convertido su vida. Es muy importante que eso afecte, sobre todo, a las niñas, que se escolarizan en mucha menor proporción y que, sin embargo, son las principalmente encargadas de transmitir valores, incentivos y pautas de comportamiento a los hijos, e incluso a los hombres adultos. Como ocurre en todas las demás manifestaciones de la vida, las niñas siempre tienen una situación mucho peor que la de los niños. Van menos a la escuela, trabajan más, tienen más responsabilidades, comen menos y peor y sufren más peligro de ser vendidas o vejadas en el comercio sexual de todo tipo que puebla nuestro planeta.
En los países más ricos del mundo, los treinta que forman la OCDE, las cifras de maltrato infantil son espeluznantes y están encabezadas precisamente por Estados Unidos. Según UNICEF, en la cabeza del imperio se dan más de tres millones de casos denunciados de abuso infantil, lo que tampoco ha justificado una cruzada liberadora del presidente Bush, que se sepa. Es más, mantiene a su país en posiciones reaccionarias en estos asuntos que se manifiestan, por ejemplo, en la negación a ratificar la convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de los niños con el estúpido argumento de que atenta contra los derechos de los padres.
Hace unos años, el Premio Noble de Economía Amartya Sen denunciaba que en algunos barrios de Nueva York la mortalidad infantil era mayor que la de Blangadesh, lo que da idea de que los problemas de la infancia no son exclusivos de ninguna parte del mundo, aunque sea lógicamente en los países más pobres donde alcanza niveles mucho más dramáticos.
El Secretario General de la ONU Kofi Annan calificó hace un par de años como “fracaso deplorable” lo conseguido hasta entonces para dar solución a los problemas de los niños en el mundo. Y seguimos igual.
Lógicamente, a medida que pasa el tiempo el asunto se hace cada vez más difícil. Se calcula que ya casi un 40% de los niños que nacen en el mundo no se registran, es decir, que ni siquiera existen formalmente. Así no hay que computar tampoco su muerte, su violación o su utilización como soldados o mano de obra barata, cuando esto ocurra a manos de algún desalmado, bien sea este un policía, un traficante o, sencillamente, el responsable de las grandes empresas que se están enriqueciendo a costa de todo ello.
Lo dramático es que para solucionar estos problemas no hacen falta sumas de recursos descomunales. Lo que principalmente se requiere es la voluntad de afrontarlos que hoy día no existe con la suficiente fortaleza; alterar el orden de prioridades para que los intereses comerciales no se impongan sobre las necesidades humanas y autoridad internacional para sancionar a los responsables de estos crímenes nauseabundos.
Pero en lugar de eso, lo que proponen los organismos internacionales que controlan los países ricos es limitar los gastos sociales, darle plena libertad a las empresas que prefieren ganar dinero a costa de cualquier otra cosa y, en suma, mirar vergonzantemente a otro lado.
A pesar de ellos, sin embargo, no está todo perdido. Hace un par de días entré en el aula de una escuela infantil recién inaugurada en lo más alta de un rancho de Caracas. Se levanta sobre lo que hasta hace poco era el cruce de las aguas negras que fluían libremente y que ahora es una calle. Me senté entre los niños y un par de ellos, con los ojos relucientes y mucho más negros aún que su piel, se echaron sobre mi cuello abrazándome y sonriendo mientras cantaban con todos los demás. Al salir pensaba que, a pesar de todos los pesares, de las sonrisas de todos esos niños está naciendo un nuevo mundo.
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