Publicado en La Opinión de Málaga. 22-02-2004
Cuando se oyen determinadas palabras en el discurso político hay que ponerse a temblar.
Si Estados Unidos dice que va a pacificar un territorio, los afectados pueden echarse a llorar. La tarea pacificadora suele llevar consigo una buena dosis de bombas, algún que otro dictador y baños de represión civil.
El interés nacional es una de las razones más manidas y que más a menudo se utiliza para justificar las acciones de los políticos y los gobiernos. No en vano el ahora echado de menos Bill Clinton hablaba de Estados Unidos como “la nación indispensable”.
Seguro que el pobre de Carod Rovira viajó a Francia con la sanísima y consecuente intención de defender los intereses de su nación. Ya había reclamado al parecer en alguna otra ocasión que ETA abandonara Cataluña y ahora ha sido una vez más consecuente con su sentir y obrar de buen nacionalista.
Lo lamentable es que seguramente los asesinos fascistas de ETA también están pensando que defienden sus intereses nacionales cuando aprietan el gatillo, cuando colocan bombas lapas o cuando revientan a quien se pone por delante de su proyecto de construcción nacional.
¿En qué, sino en los grandes intereses nacionales, estarían pensando, por su parte, los dirigentes socialistas que permitieron la guerra sucia contra ETA, renunciando así a mostrar que es sólo su superioridad moral lo que legitima a la lucha contra el terror como una tarea democrática que debe ser reclamada y apoyada por todos?
Y no puede ser otra cosa, digo yo, que la defensa de los intereses nacionales lo que debe haber llevado al Partido Popular a dar crédito a ETA, a consentir que sean los asesinos quienes determinen el discurso electoral y a utilizar el chantaje de la banda criminal como oportuno instrumento para tratar de abatir a sus adversarios políticos.
En fin, cabe suponer así mismo que únicamente los más supremos intereses nacionales fueron los que dieron pie a que los agentes del Estado que espiaban a Carod sólo aprovecharan la coyuntura para obtener pruebas que dañaran más a una coalición adversaria que a los propios terroristas vascos.
Como es también mero interés nacional el que justifica que nacionalistas vascos y catalanes quieran ahora romper el sistema de seguridad social, o los mecanismos de redistribución estatal en virtud, dicen, de que representan para saldos muy deficitarios para ellos (puesto que no computan las supermillonarias ayudas estatales con las que apuntaló desde hace decenios su industria y su comercio) y contrarios, por lo tanto, a sus intereses nacionales.
Las invasiones militares, los golpes de Estado, el terrorismo al por menor de los grupos armados y el terrorismo al por mayor de los gobiernos, las dictaduras civiles o militares, las políticas comerciales que empobrecen y arruinan a millones de personas, las leyes buenas y las leyes malas, los castigos y las prebendas… todo puede justificarse en virtud de los sacrosantos intereses nacionales.
¿Qué puede estar ocurriendo para que un todo tan completamente contradictorio pueda caber en el mismo saco?
Quizá la respuesta esté en la idea de Walter Lippman cuando decía que las democracias necesitan siempre una adecuada ingeniería del consenso. Quería indicar con ello que incluso en las democracias se da el dominio de grupos o intereses que no se podrían mantener si mostrasen con transparencia quiénes son y lo que de verdad quieren. Para no tener que hacer explícitas sus verdaderas intenciones y para no revelar con nitidez sus preferencias y estrategias, lo que hacen es tratar continuamente de fabricar consenso en torno a ideas que no impliquen poner en cuestión sus verdaderos intereses.
Como sabemos, el lenguaje es el instrumento del pensamiento y nada mejor que correr y prostituir las palabras para hacer que este último se pudra con ellas.
Nuestra civilización ha desarrollado una capacidad especialmente potente para lograr que las palabras y los conceptos, en lugar de servir para desnudar el pensamiento y hacerlo nítido, terminen por oscurecerlo y disimularlo.
Como escribía Stanislaw Lec en su precioso libro de aforismos Pensamientos Despeinados, lo que está ocurriendo es que las palabras ahora no sirven para saber lo que se nos quiere decir, sino para descubrir lo que se nos quiere ocultar. El lenguaje nos está mintiendo continuamente para hacernos esclavos y los conceptos, en lugar de permitirnos ponerle nombre a las verdades, se convierten en los velos que ocultándonos la miseria de las cosas permiten que convivamos con naturalidad en medio de tanta mentira.
Las grandes palabras de hoy día son las que terminan por hacernos insensibles y dóciles, las que nos acomodan y nos atontan porque nos impiden descubrir el matiz y la diversidad que inevitablemente se encuentran detrás de cualquier acción humana.
Cuando algo se justifica por un interés nacional que no es posible percibir sino como un abstracto del que sólo unos pocos se autoproclaman intérpretes hay que ponerse a buen recaudo. Al igual que cuando reclaman consenso los que más poder tienen, o como cuando hablan de la paz los que van por doquier sembrando la semilla del terror.
En fin, decía Miguel Ángel Asturias que hay palabras que da gusto pensarlas y lo que estamos descubriendo es que hay también otras que da miedos sentirlas.
El sentido pesimista de la vida humana puede llevarnos a pensar que todo este engaño es algo inevitable, como le ocurría a Niestche cuando decía que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Una exageración que de aceptarse nos condena a ser siervos siempre de quien tiene el poder y la influencia para escribir a su gusto nuestros designios. Porque la mentira en que se está convirtiendo el discurso que prevalece en la vida política no es una derivación ineluctable de la condición humana, ni una especie de sobredeterminación natural, sino una connotación de un tipo específico de poder del que no todos los seres humanos disfrutan por igual.
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