Publicado en Temas para el Debate nº 127, junio de 2005
La Organización Internacional del Trabajo señalaba hace poco que en 2003 había casi 190 millones de desempleados en todo el mundo, «el nivel más alto conocido hasta la fecha», y que unos 500 millones de trabajadores percibían salarios inferiores a un dólar diario. El Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas viene mostrando que las diferencias entre el mundo rico y el mundo pobre casi se han duplicado en los últimos treinta años. Los ritmos de crecimiento económico son ahora más bajos y cada vez hay más países, territorios, grupos sociales o personas literalmente excluidos del progreso económico. A esa situación no es ajena, ni puede serlo, la ciencia económica que se crea y se difunde en nuestras universidades y centros de investigación.
No se puede generalizar al ciento por ciento pero sí puede establecerse que la economía académica de nuestro tiempo gira casi exclusivamente en torno al modelo neoclásico, en sus versiones más o menos renovadas, que entronizan al mercado y al comportamiento individual como ejes inexcusables de la vida económica.
Los estudiantes franceses de economía impulsaron hace cinco años un movimiento de crítica a la enseñanza que recibían y denunciaron el autismo que, en su opinión, padece la disciplina.
En sus manifiestos originarios denunciaban sobre todo que la economía convencional que les obligaban a estudiar tenía algunas características significativas.
En primer lugar, decían que se excluía permanentemente la enseñanza de todo aquello que no tuviera que ver con el modelo neoclásico.
En segundo lugar, afirmaban que se confunde habitualmente la economía que se enseña con la economía real.
En tercer lugar se denunciaba que la economía convencional había convertido a las matemáticas y en general a los métodos cuantitativos en un fin en sí mismo en lugar de utilizarlos como instrumentos para conocer con auténtico rigor la verdad de las cosas.
En cuarto, señalaban que en sus facultades se excluían permanentemente todo lo que fuese pensamiento crítico y la reflexión dedicada a poner en cuestión el estados de cosas establecido y los poderes dominantes.
Esas ideas reflejan con claridad lo que hoy día se están enseñando a los jóvenes y el tipo de pensamiento económico que se está divulgando. Incluso la selección de los temas que se consideran más importantes se define de forma que al final terminan por desaparecer las grandes cuestiones de las que depende el bienestar y la felicidad de la gente. Las disciplinas que fomentan la perspectiva interdisciplinar y el espíritu crítico tienden a desaparecer o sencillamente han desaparecido de los curricula.
Cuando se desprecian las ideas y los enfoques diferentes a los del paradigma que se defiende la ciencia se hace efectivamente autista y encerrada en sí misma. O lo que es peor, como le ocurre a la economía convencional, se convierte en un auténtico pensamiento único, en un dogmatismo. Este suele caracterizarse siempre por tres rasgos básicos que se perciben nítidamente en la economía actual: la simplificación y el rechazo de lo complejo, la confianza absoluta en el propio saber y el reconocimiento de autoridades absolutas sobre las que se sustenta su fundamentación.
Eso es lo que ha dado lugar a que la economía convencional que ahora se enseña sea exclusivamente la «teología del laissez-faire», como decía Kenneth Galbraith.
Pero lo que sin duda es la característica más relevante de la economía académica actual es su falta de evidencia empírica.
Los estudiantes han de aprender a repetir que los déficits públicos son nefastos y deben combatirse, que el desempleo es sólo una contingencia deseada por los propios parados que se empeñan en no aceptar salarios más bajos, que para crear empleo hay que flexibilizar los mercados, eliminar los salarios mínimos y reducir la protección social, que el único y principal objetivo que debe perseguir la política económica es combatir la inflación, que los bancos centrales independientes gobernados por tecnócratas logran mejores resultados en el manejo de la política monetaria y en la consecución del equilibrio económico, que la plena libertad de movimiento de los capitales es fundamental para que vayan bien las cosas…
Los investigadores, por su parte, se dedican a pasar una y otra vez esas mismas ideas por el tamiz de métodos muy sofisticados pero de provecho francamente dudoso, única forma de poder publicar en las revistas más reputadas. Estas se llenan de páginas y páginas que dan vueltas a los mismos argumentos pero sin que hasta ahora hayan conseguido demostrarlos si no es en aspectos muy parciales y generalmente poco significativos.
El empobrecimiento de los métodos, el irrealismo progresivo y la miopía creciente de muchos investigadores se traduce en los errores a veces clamorosos y en la desnudez con la que se presentan los argumentos que quieren imponerse. Es paradigmática, por ejemplo, la falta de acierto de los informes de los grandes organismos internacionales, que no dan una a la hora de hacer previsiones. En España, por ejemplo, todos los investigadores que a mediados de los noventa realizaron trabajos para justificar la crisis de las pensiones públicas y defender su reforma en la línea de la privatización se equivocaron sin excepción. ¡Pero siguen diciendo y enseñando lo mismo!
La contundencia con la que se reitera este tipo de ideas carentes de la más mínima evidencia es lo que lleva a pensar que la economía no sólo se ha convertido en un pensamiento autista y único sino que es además una especie de pensamiento tonto que se repite incansablemente sin reconocer sus limitaciones y su falta de fundamento.
Lo que estoy señalando es especialmente preocupante porque la economía no es un saber neutro en nuestra sociedad sino que tiene una enorme trascendencia política y social. La metamorfosis de la economía como disciplina científica hasta llegar a convertirse en el pensamiento autista de nuestros días no es fruto de la casualidad sino el resultado de la progresiva influencia de los intereses más poderosos que premian y castigan, que reconocen o que excluyen según sea lo que cada uno diga.
Los tribunales y los jurados que seleccionan la investigación más reconocida o puntera están atrincherados en esta forma de ver las cosas y desprecian y marginan a quienes piensan o investigan en otros temas o desde enfoques diferentes. El pensamiento tonto es también autoritario y se impone de forma antidemocrática.
Carlyle dijo en los principios que la economía era una «ciencia lúgubre». Ahora es más bien un saber soberbio sobre cuyo carácter científico hay cada vez más dudas. Su problema es que, como acaba de decir Galbraith en su último libro, «la mayoría de los economistas cometen algo que, de manera profesionalmente cauta, me atrevo a denominar como fraude inocente. Es inocente porque la mayoría de los que lo perpetran lo hacen sin sentirse culpables. Es fraude porque rinde un servicio sigiloso a ciertos intereses particulares».
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